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Alfredo Grande estrena su nuevo unipersonal “Y a mí, ¿qué me parece?”

Escrito por el mayo 27, 2016


Que Grande, fundamentalmente psiquiatra y psicoanalista, se programe en modo actor, ya no es una novedad. Pero todo indica que en éste, su quinto unipersonal, el encuentro entre todos su modos da un resultado armonioso, irónico y divertido. Durante la última emisión del programa radial La Retaguardia, Grande dialogó con Fernando Tebele, apenas horas antes del estreno en la Sala La Clac. (Por La Retaguardia)

—Alfredo Grande: Para mí es todo un desafío, es un formato de stand-up. Estoy trabajando junto con Sebastián Raffa, Oscar Ciancio, mi hijo Federico. La idea es plantear desde la mirada, la escucha de un psicoanalista, lo que a mí me parece. Ese remanido “¿y a usted qué le parece?”, ese latiguillo de muchos psicoanalistas, pretendo plantearlo desde mi propia perspectiva. Abarco varios temas, entre ellos, temas centrales de la cultura, como el sexo, el dinero, la interrelación entre ambos. Voy a avanzar sobre distintos temas, y no en todas las funciones sobre los mismos. Lo que nos impacta hoy por ahí no nos impacta tanto mañana. El espectáculo tiene que tener una obscena actualidad, es lo que pretendo. Estamos en el teatro La Clan, donde estrené todos mis unipersonales. Buscando siempre la posibilidad de difundir, porque por ahí si te enterás no vas, pero si no te enterás, seguro que no vas.

—Fernando Tebele: ¿Por qué stand-up psicoanalítico?

—AG: Es una buena pregunta. Son relatos, como diría alguien por ahí. Primero, porque el formato es de stand-up. Voy a improvisar bastante, hay una idea general de a dónde tengo que ir llegando. Y psicoanalítico porque la profesión del psicoanálisis es hacer consciente lo inconsciente, entre tantas otras, pero esta sigue vigente. Y lo inconsciente es aquello que la cultura represora nos manda al subsuelo, al patio trasero, a los pantanos de la memoria. Psicoanalítico en ese sentido es que el stand-up se presenta como un dispositivo donde, justamente, esto que está generalmente en el fondante reprimido pueda aparecer en la consciencia a través de esa magia que logra el teatro, donde podemos decir muchas cosas que en otro lado no decimos. Siempre con el humor, la gran manera de licuar. El humor funciona como una especie de anestésico al represor. Desde ese lugar, yo creo que es psicoanalítico por derecho propio. Incluyo en esto muchos otros dispositivos que también lo son, por supuesto, pero he querido expresamente nombre y apellido. El ¿a mí qué me parece? es una especie de cuestión desde ya autorreferencial pero necesaria, porque soy el autor de lo que digo.

FT: Hablabas del stand-up como recurso y de la posibilidad de apuntar a la repentización, que es algo con lo que jugás todo el tiempo. ¿Cuál es el límite entre improvisar sin terminar siendo un improvisado?

—AG: El límite son los ensayos, tenemos ensayos del espectáculo. Respecto a ese límite, es la delgada línea roja. Esto es un riesgo, un peligro, una advertencia, como el semáforo en amarillo: cruzás o no cruzás. La improvisación tiene que ver con lo espontáneo y lo espontáneo no es espontáneo, es decir, vos creás condiciones para que lo espontáneo aparezca. Freud inventó el diván para la asociación libre. La espontaneidad —y estoy pensando en el 2001— es lo manifiesto. Hay un trabajo para lograr que lo espontáneo se exprese. Ahora, la cultura represora trabaja para que no haya espontaneidad, para ahogarla, para ahogarla. Si a mí se me ocurre algo que no estaba previsto, pero decirlo o no. En el trabajo clínico con los pacientes pasa siempre, a vos se te ocurren cosas que no tenías pensadas para decir. Aparecen. Podés darle o no curso, pero lo importante es que aparezcan. Esto, desde el paciente, se llama asociación libre, y desde el terapeuta, atención flotante. No hay una espontaneidad ni una improvisación pura, más bien es muy impura; pero lo que uno busca es que aparezca alguna vez, de vez en cuando en alguna función —cuanto más, mejor— esto que no estaba planificado. Pero es cierto lo que señalás, el riesgo es que de tanto improvisar, parezca todo caótico y demás. Es un riesgo que creo la pena asumirlo. Lo otro es un sermón de la montaña sin montaña.

—FT: Vos asumís todo el tiempo ese riesgo en las cosas que hacés de no perder la repentización, pero a la vez tener todo muy aceitado y pensado de antemano. También decís muchas veces que los unipersonales son la continuidad de la terapia por otros medios. ¿A cuál terapia te referís?, ¿a la propia, o a la de aquellos a los que interpelás incluso cuando están sentados observando la escena?

—AG: Desde ya, más a esos. Pero yo decía en mi unipersonal Así no es la vida que rechazando la vida por mandato podemos encontrar la vida por deseo. Es una definición mía de salud mental, acercarnos a nuestro deseo. Desde ese lugar, lo que busco es propiciar condiciones para que eso sea posible, lo cual no significa garantizarlo. Entonces, sí, en el unipersonal Sueños posibles, el primero sobre el que La Retaguardia hizo una difusión muy linda, acuñé esto de la continuación de la terapia por otros medios. El arte siempre acompañó a la terapia. Este tema de que la terapia es una terapia individual es un invento reciente. Nunca la terapia fue individual, los efectos terapéuticos siempre fueron de dispositivos grupales, colectivos. El arte nunca es individual, necesita gente que se conmueva con eso, y muy especialmente el teatro, porque sin público no hay teatro, como sin paciente no hay sesión. El teatro es, de alguna manera, una sesión colectiva, como lo es una clase. Llevo más de treinta años dando clases en la UBA, había una cuestión terapéutica muy fuerte, pero como efecto, no como premisa. Lo terapéutico que cada uno se impacte de tal modo que se pueda a acercar a su vida por deseo luego de desalojar su vida por mandato.

—FT: ¿Irías a ver el espectáculo? ¿Por qué?

—AG: Es una buena pregunta. Uno por ahí no consumiría las cosas que uno mismo produce. Como dijo Groucho Marx, “jamás podría ser socio de un club que me acepte”.

—FT: ¿No irías a verlo?

—AG: Iría a verlo. En realidad, no soy muy afecto a ver demasiadas cosas, pero a este espectáculo iría a verlo por la propuesta: que un actor no profesional ponga sobre el escenario toda su experiencia, su trayectoria, y pueda provocarme con lo que a él le parece que me va a ser pensar en lo que me parece a mí. En ese sentido, es un espacio fuerte, potente. Lo estoy calibrando en los ensayos. En tantos años, hay gente que se ha interesado, que ha viso todos los unipersonales, incluso alguno varias veces. Creo que es una propuesta provocativa. Estamos en medio de esta máquina de aplastarnos la cabeza; la publicidad de todo tipo, especialmente en el Estado, nos da muy poco espacio para decir lo que a nosotros nos parece. Todos los espacios hay que aprovecharlos. En este momento, están los cooperativistas acampando en Plaza de Mayo y están diciendo lo que a ellos les parece. En este formato de “A mí, ¿qué me parece?,” el “mí” no es individual; es un “¿a mí qué me parece?” colectivo, grupal, político, ideológico. Desde ese lugar, creo que es una convocatoria interesante.

—FT: En estos últimos tiempos se propició mucho desde los medios de comunicación, pero me parece que se trasladó también a otros eventos de la cultura, que vas si estás de acuerdo con a aquel al que vas a ver. La gente va a reforzar su pensamiento. Este espectáculo, que tiene mucho de actualidad política, ¿también juega con lo mismo? ¿La gente a la que interpelás para que vaya tiene que estar de acuerdo necesariamente?

—AG: Hay grandes acuerdos, pequeños acuerdos y pactos perversos. Hay un gran acuerdo entre el político y yo: combatimos toda la forma de la cultura represora. El que se sienta interpelado, acusado y se fastidie es porque de alguna manera no ha logrado superar su adhesión a la Cultura represora. La Cultura represora tiene expresiones religiosas, laicas, deportivas, políticas, partidarias, gremiales. La Cultura represora es absolutamente omnisciente y omnipotente. Sería una especie de contrato social, rousseauniano, entre el político y yo; estamos cuestionando, interpelando a la Cultura represora, los planos que esa Cultura represora opera, que son todos. Ahora, si alguien es un defensor acérrimo de Tradición, Familia y Propiedad; de las formas reproductivas monogámicas de la sexualidad; le gustan los reyes o le parece que Chiquita Legrand es una heroína como Juana Azurduy, ahí no se va a sentir cómodo.

—FT: ¿Cuándo fue tu primer espectáculo?

—AG: En 2004. Fui invitado por Carlos Merola a dar una charla en una biblioteca que se llamaba Jorge Luis Borges,  y de pronto inventé esto de cultura por mano propia. Me acuerdo que decía: “Es mejor darse una ducha que hacer una siesta”. Recomendaba que fueran a ver la charla después de darse una ducha para sacarse toda la peste cotidiana. Ese formato anduvo muy bien. Finalmente, en el 2007, estrené Cultura por mano propia en La Clac. Este es el 5º unipersonal.

—FT: ¿Comenzar a actuar te cambió el modo de hacer psicoanálisis?

—AG: Sí, totalmente. Casi te diría que no tiene nada que ver. Lo que pasa es que los que se llaman los arcaísmos, los reduccionismos pretenden seguir hablando de nombre de algo que no existe más. Escucho y leo a muchos, parece un museo. Pero también depende de dónde uno interviene. Si no uno tiene solamente pacientes de clase media, alta, por ahí no cambia demasiado. Para los que están cerca del Palacio de Versalles, el mundo no cambia; después les cortan la cabeza, pero tampoco se dan cuenta, porque ellos no tienen cabeza ni para pensarlo. Bueno, hay mucha gente a la que le cortaron la cabeza y sigue viviendo… El psicoanálisis entendido desde los modelos más clásicos, la terapia individual, que es profundamente reaccionaria, a mi criterio, ha cambiado mucho. Hoy el psicoanálisis es patrimonio de la cultura. Yo doy muchos cursos de capacitación a docentes y les digo que tienen que ver a Freud, y a los psicoanalistas les digo que tienen que ver a Paulo Freire. Ha evolucionado. Yo hay sectores que nunca van a cambiar. “Vamos amarraditos los dos, espumas y terciopelo”, eso no lo podés cambiar. Sectores conservadores habrá siempre, no es el caso de lo que propone este stand-up.

—FT: ¿Cómo se lidia con la angustia de ver si la gente viene o no viene?

—AG: Tengo mis informantes que me van diciendo la cosa. Es un arte y necesita público. Podés tener una estatua en un salón, no va nadie, y la estatua sigue. No hay función sin público. Además, no es solamente un tema de cantidad, sino de calidad de público. Cuando el público no responde, te empezás a poner muy nervioso. Son los riesgos. Creo que vale la pena. A mí me sigue pasando con alumnos, con pacientes. Lo que vos decís, ¿tiene efectos o no? Eso no lo sabés hasta que no esté el momento. No hay dos públicos iguales, ni en cantidad ni en calidad.

Grande, con pequeñas dosis de su ironía y lucidez política, construye, mediamente, un espectáculo atractivo que merece no dejarlo pasar.

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