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Crónicas del juicio -día 2- Curitas en los ojos

Escrito por el noviembre 23, 2020


Luego de lo que fue la presentación y la lectura de requerimientos en el inicio del juicio, comenzó la etapa de testimoniales con la declaración de familiares de las víctimas que tiene la causa. A lo largo de 6 horas de audiencia, brindaron su testimonio parientes de Roberto Ramón Arancibia, Adrián Enrique Accrescimbeni, Juan Carlos Rosace y Rosa Eugenia Novillo Corvalán, cuyos cuerpos fueron encontrados en las costas del Rio de la Plata o el Océano Atlántico entre 1976 y 1978. (Por La Retaguardia/El Diario del Juicio*) 



✍️ Redacción: Paulo Giacobbe/Diego Adur
💻 Edición: Fernando Tebele
📷 Foto de portada: Captura de pantalla transmisión de La Retaguardia

 El Tribunal Oral en lo Criminal Federal N° 2 de San Martín está compuesto por los jueces Walter Venditti —presidente—, Eduardo Farah y Esteban Rodríguez Eggers.  La primera persona convocada a dar su testimonio de manera virtual frente a ellos fue  Adriana Arancibia, la hija de Roberto Ramón Arancibia. Era la primera vez que la testigo declaraba de manera oral y pública ante un tribunal y lo hizo de manera contundente y minuciosa. No sólo tuvo que lidiar con los problemas de conectividad del juez Farah en el inicio de su declaración, sino que también estuvo sometida a las preguntas provocadoras del abogado defensor de genocidas, Eduardo San Emeterio, quien insistía en consultarle respecto a la militancia de su padre y de su madre, en una suerte de reivindicación de la teoría de los dos demonios. Adriana, sin titubear, le respondió que, si hubiesen hecho algo malo, deberían haber sido juzgados en un proceso justo, como el que hoy están enfrentando los imputados.
Arancibia comenzó su relato con la historia de su padre. Roberto era oriundo de Salta, “muy alto, robusto y carismático”. Venía de una familia pobre y “se interesaba por la situación social”. Era un hombre culto que “leía hasta tres diarios por día”. Militaba en el PRT—ERP, donde desarrollaba su actividad en la conducción de la parte sindical lo y tenía un vínculo de amistad con Mario Roberto Santucho. Su mamá, María Eugenia Zago –quien también está desaparecida—, provenía de una familia adinerada de la provincia de Salta. Ella se recibió de médica y se especializó en gerontología, la rama que se encarga de los y las adultas mayores. En su militancia en el PRT—ERP estuvo a cargo de una de las áreas médicas del partido.
Tenía tan solo tres años cuando el 11 de mayo de 1977, al mediodía, un “grupo de tareas uniformado” rompió la puerta de la casa donde vivía la familia, en Paseo Colón 713, Ciudad de Buenos Aires, e ingresó al domicilio. Golpearon a su papá y a su mamá y se los llevaron. La testigo contó qué por la brutalidad de ese operativo durante mucho tiempo de su vida desarrolló una fobia a las puertas. Además, recordó que ella “decía que a papá había que ponerle una curita” porque lo habían lastimado en los ojos. En la casa donde ocurrió el secuestro también estaba Martín Arancibia, de casi seis años. A Adriana y a Martín los dejaron con unos vecinos del edificio y, pasados unos días, los llevaron al Instituto Riglos, un orfanato donde pasaron más de seis meses retenidos. Allí no los separaron, por más de que en el Instituto había un pabellón de mujeres y otro de varones. Así, contó Adriana, pudo estar pegada a su hermano “como una garrapata”. La historia se repitió en la audiencia: el hermano de la testigo pudo acompañarla de manera virtual a lo largo del testimonio, en calidad de contención emocional, sin la posibilidad de agregar ni corregir nada respecto al relato de Adriana. 
Martín había avisado a las autoridades del Riglos que tenían una abuela en Salta, pero lo calificaron de “incoherente”. Ella no dijo nada, por lo que le diagnosticaron una fuerte depresión. Así pudo leerlo Adriana en los documentos que recuperó del orfanato muchos años después.
En noviembre de 1977, después de meses en los que se pidió que se publicaran sus fotos, el diario Clarín lo hizo bajo el titular “Buscan a la abuela de dos niños abandonados”. La falsa noticia —porque Adriana y Martín no habían sido abandonados, sino que su papá y su mamá fueron secuestrados— logró llegar a los ojos de don Lorenzo, un carnicero que vivía en el pueblo salteño donde se encontraba la abuela de los Arancibia. Entonces, María Antonia Dragani de Arancibia, logró encontrar a su nieta y su nieto.
En Campo de Mayo
Acerca del secuestro de su papá, relató que hubo un testigo, Juan Farías, que lo vio en Campo de Mayo. Mediante el testimonio del hijo de Farías, la testigo reconstruyó que Farías padre fue llevado desde el centro de detención El Vesubio hacia Campo de Mayo para identificar a Arancibia porque “no hablaba”. Farías conocía a Roberto de la militancia. Lo reconoció como “Eloy”, su apodo, y dijo que le entregaba para repartir la publicación del PRT—ERP,  El Combatiente.
El 18 de febrero de 1978, el cuerpo de su papá fue encontrado en Las Toninas, “en la calle 10 y Océano”. Sus restos fueron inhumados como NN en el cementerio de General Lavalle. La testigo brindó muestras de sangre para buscar a sus padres. Tenía “la esperanza de encontrarlos vivos”. Muchos años después, en 2009, gracias a la inmensa labor del Equipo Argentino de Antropología Forense –muy reconocida y agradecida por la testigo y por los que siguieron—, Adriana se enteró del reconocimiento de los restos de su papá. Determinaron que el cuerpo había sido arrojado en diciembre de 1977 y presentaba politraumatismos producidos por alto impacto. De esa manera, Adriana pudo reencontrarse con su padre, mientras que su madre continúa desaparecida.
Luego declaró Daniel Rosace, el hermano de Juan Carlos Rosace. El testigo definió a su hermano como un “chico jovial, lindo pibe y muy extrovertido”. Juan Carlos estudiaba en Escuela Nacional de Educación Técnica (ENET) N°2 Ing. Emilio Mitre y no tenía ningún tipo de militancia. El 5 de noviembre de 1976, cerca de la medianoche, entraron a la casa de los Rosace “entre 6 y 8 personas fuertemente armadas”. Revisaron los dormitorios y se llevaron a Juan Carlos, encapuchado, mientras pedía a los gritos la ayuda de su madre. El día siguiente, Juan Carlos Rosace fue visto por compañeros de colegio dentro de un Ford Falcon en un operativo en el que secuestraron a  su amigo y compañero de división, Adrián Enrique Accrescimbeni. Era una metodología habitual: bajo torturas o algún otro tipo de amenazas, la patota se valía de la información extraída de las propias personas secuestradas. 
Edith, la hermana de Accrescimbeni, que al momento de la desaparición de Adrián tenía 14 años, contó a su turno que ella estaba en su casa cuando los compañeros del secundario de su hermano le avisaron del secuestro. Él estaba por entrar al taller en el Emilio Mitre cuando se lo llevaron en uno de los autos. 
Tanto Rosace como Accrescimbeni fueron vistos con vida en Campo de Mayo por Domingo Ferraro, aproximadamente el 12 de noviembre del ’76, una semana después del secuestro de ambos. Ferraro los conocía del colegio ya que él también iba al Emilio Mitre, a una división menor. Los reconoció en una ida al baño. Iban en grupo y allí pudo ver tanto a Juan Carlos como a Adrián. Intercambiaron algunas palabras y pudo comprobar que estaban heridos.
En el 2011, el EEAF identificó los restos de Rosace y de Accrescimbeni enterrados como NN en el cementerio municipal de Verónica. Sus cuerpos habían aparecido entre las costas de Magadalena y Punta Indio en diciembre de 1976. Se logró determinar que habían sido arrojados vivos al mar bajo “algún tipo de sedamiento” y se estableció que la muerte de Rosace había ocurrido 20 días antes del hallazgo, el 23 de noviembre de 1976. Los informes de sus muertes establecían la causa de la muerte: asfixia por inmersión, pero también se constataron fracturas que indican una caída a gran velocidad contra una superficie dura, como el agua desde un avión. Sus cuerpos hoy son la prueba del siniestro desenlace de la maquinaria de muerte que se empleó durante el Terrorismo de Estado.
Tanto en el testimonio de Daniel Rosace como en el de Edith Accrescimbeni quedó claro que “la escuela se desentendió” de los secuestros de por lo menos 3 de sus estudiantes. No hay registro de que los chicos tuvieran participación en alguna agrupación política o social.
Además, durante su declaración, Daniel debió soportar nuevamente la embestida del abogado San Emeterio, quien pretendía ahondar en los detalles técnicos de la caída de los cuerpos al mar, algo que fue objetado por las querellas y a lo que el Tribunal le puso freno.
Volver a aparecer
Por último, brindó su testimonio Rodolfo Novillo, el hermano de Rosa Eugenia Novillo Corvalán. Él contó que su hermana, “Tota”, tenía 26 años cuando fue secuestrada, entre octubre y noviembre de 1976. Supo que Rosa estuvo desaparecida en Campo de Mayo gracias al testimonio del ex conscripto Eduardo Cagnolo, quien la vio allí. Rodolfo también habló de la posibilidad de que su hermana haya estado embarazada al momento de su detención. Así lo compartió ella con Delia, una de las 9 hermanas y hermanos que tuvo la víctima.
El 6 de diciembre de 1976 el cuerpo de Novillo Corvalán fue hallado en las costas de Magdalena, en el paraje Punta Piedra, y sepultado como NN en el cementerio municipal. Su muerte se había producido hacía doce días. Tenía tres disparos: uno en la pierna, otro en la axila y uno en la cabeza. El EAAF identificó los restos de Rosa en el año 1999. En el 2000, Rodolfo Novillo y su familia recibieron sus restos: “Tota era persistente y testadura, siempre volvía a aparecer”, expresó su hermano en la audiencia.
La abuela y el Tío Chichi

Martín Arancibia estaba en la enfermería del Orfanato Riglos con anginas y fiebre. Por eso Adriana Arancibia se reencontró con su familia primero, pero confundió a su tío con su padre: “Cuando yo vi a mi Tío Chichi, como era muy parecido a mi papá, lo primero que hice fue llamarlo papá. Y a partir de ese momento, él tomó ese lugar”. Adriana explicó que ese fue su mecanismo de defensa: “Porque aunque después me hablaban de mi papá, para mí, mi papá era mi tío Chichi. Y mi abuela pasa a ser como mi mamá, hasta los 14 años, hasta que ella fallece”. Hacía minutos, Adriana había contado la historia de militancia y el secuestro de su madre y su padre, María Eugenia Zago y Roberto Ramón Arancibia.  
Su abuela no hablaba de María y Roberto, simplemente porque no podía: “Era esa ilusión de que ellos estaban vivos, que de alguna manera han logrado quedar vivos y en algún lugar estaban. Ella sabía que los militares habían hecho esto, pero no hablaba de esto, no soportaba hablar, su corazón no lo aguantaba. Y no lo hablaba conmigo”, contó Adriana. Luego, mostró una foto de su abuela María Antonia y dijo que tuvo la garra de bancarse la situación y amarlos como mejor podía: “La verdad, que mi abuela nos haya encontrado y nos haya criado fue un abrazo al alma en medio de tanto dolor”, agradeció.
Martín Arancibia sabía un poco más de la militancia de su mamá y de su papá porque hablaba con sus primos. El día que la abuela murió, Martín le contó algunas de esas cosas a Adriana, quien comenzaría un trabajo de investigación: “Empiezo a buscar. Empiezo a ir al Movimiento Ecuménico de los Derechos Humanos (MEDH). Fui al orfanato, encuentro amigos de mis padres, compañeros de militancia y todavía guardaba ilusión. Me decían que por la militancia de mis papas habían sido llevados a Campo de Mayo y yo había llegado al Equipo Argentino de Antropología Forense y parte de la investigación que ellos estaban haciendo era que veían que había muchos líderes de la conducción del partido de mis padres habían sido secuestrados en mayo de 1977”, explicó.
Así, poco a poco, pero firme como su testimonio en este juicio, Adriana fue reconstruyendo lo que el Terrorismo de Estado quiso ocultar. Un día se enteró de que Juan Farías, quien estaba secuestrado en El Vesubio, le contó a su hijo que lo llevaron a Campo de Mayo para carearse con Roberto Arancibia: “Mi padre no hablaba, no decía quién era, se callaba. Pasó muchas torturas y sé que mi padre no hablaba nada. Entonces querían que alguien dijera quién era y le preguntaron a Juan Farías si conocía a mi papá, y a mi papá también. Mi papá dijo que desconocía quién era y Juan Farías dijo que era Eloy”, declaró.
Adriana explicó que Eloy era el nombre de militancia de su padre, Roberto Arancibia. Entonces, Eloy, para Juan Farías, era quien le daba los diarios “El Combatiente” para que los distribuyera. “Así tengo la certeza que estuvo en Campo de Mayo”, aseguró.
Durante su búsqueda fue a la oficina del EAAF: “Tengo el papel que me dieron a los años de haber ido esa primera vez. En ese papel dice que yo tenía la ilusión de encontrarlos vivos, a pesar de que era bastante grande ya. Y yo fui porque todos decían que tenía que ir a dar mi muestra de sangre para encontrar los restos de mis padres, pero yo tenía la ilusión de encontrarlos vivos”, compartió. Adriana dio su muestra de sangre. Con quien más lazos estrechó en el EAAF fue con Maco Somigliana. Cada tanto lo llamaba: 
— ¿Encontraste algo? – le preguntaba a Maco. —No, quédate tranquila, yo te voy a llamar —contestaba el antropólogo. 
Hasta que un día, fue Maco el que llamó: “Yo estaba en un auto. Y esa vez que me llama, a diferencia de todas las veces que yo lo llamaba, por respeto a él no le pregunté nada”, contó Adriana. 
— Necesito que nos veamos— le había dicho Somigliana. 
Adriana, su esposo y su hijo se encontraron con Maco, quien les explicó que a raíz del atentado a las torres gemelas del 11 de septiembre la tecnología había avanzado en el cruzamiento de datos para la identificación de personas. 
— Soy Arancibia de pura cepa —le dijo Adriana a su hermano Martin, cuando supo que el resultado había sido coincidente en un 99,9%. Eso fue porque su hermano, de pequeño, bromeando, a veces le decía: “Te trajimos del orfanato pero vos no sos mi hermana”. Adriana, además, no tenía fotos ni con su madre ni con su padre. “Tener esa certeza con esa muestra de sangre fue como tener un abrazo de mi padre”, graficó Adriana en el juicio y paró con su relato un instante para tomar un sorbo de agua. “Se cree que fue arrojado en diciembre del ‘77, o sea, lo tuvieron del 11 de mayo hasta diciembre del ‘77, torturándolo. No solo porque lo vio Juan Farías, sino porque así se manejan los militares, torturando y violando”, reconstruyó. En cuanto al lugar donde fue hallado el cuerpo de su padre, Adriana fue categórica: “No hay dudas de que llegó a esa zona por ser parte de los vuelos de la muerte”.
En el 2009, Adriana sufrió una depresión muy fuerte: “Fue todo un tema. Creo que fue alrededor de abril, pero hasta que me entregaron los restos de mi papá fue insoportable. Viví el peor momento de mi vida. Era imposible no pensarlo a él como si estuviera vivo. Si fuera por mí me hubiese agarrado un hueso de mi padre y me lo traía conmigo y lo tenía siempre conmigo. Pero caí en razón y decía: ‘tengo su sangre en mi cuerpo, un montón de cosas buenas que heredé de él’. Fue un momento muy duro, tan duro que me había arrepentido de encontrar a mi papá. Literalmente, decía: ‘¿porque hice esto?’. No podía salir del pozo. No sentía el cariño de nadie. Era como si estuviera sola. Tenía un dolor en la espalda que era como un cuchillo, transpiraba. A mi familia y amigos los he vuelto locos. Estaba en estado de desesperación del dolor que me agarraba. Era algo que me mataba física y mentalmente. Bajé de peso. Era más delgada que cuando tenía 15 años. Fue muy difícil. Finalmente, gracias a Dios, me ayudó él, mucha gente amiga, logré pararme y honrar a mis padres de esta manera”. Así de crudo fue el relato de Adriana. 
Sobre el cierre, resaltó el coraje y la valentía de su hermano, quien durante su estadía en el Orfanato Riglos les decía a las autoridades que tenían una abuela, pero en ese lugar no le creyeron. “Yo tengo claro que no obraron bien con esto de que mi hermano estaba inventando cosas. Mi hermano no inventaba nada”, aseveró.
La impotencia
El abogado de la defensa, Eduardo San Emeterio, mostró un rasgo de impotencia durante la jornada al realizar sus preguntas a los familiares de las víctimas. En el caso de Arancibia, quiso saber datos, más de los que ya sabe, de la militancia de la madre y el padre de Adriana. 
El momento más nebuloso de su intervención comenzó con la pregunta: 
—¿Usted dio alguna entrevista a algún diario o periódico de estos hechos?— 
— La única entrevista que tuve fue para el Buenos Aires Herald, salió en el diario – contestó Adriana. 
Entonces, San Emeterio le dijo que ella había dado una nota al colectivo de ex presos políticos y sobrevivientes de Rosario. Allí decía que no recordaba a sus padres ni nada de lo vivido.
— No tengo problema en decir que la memoria se reconstruye —dijo Adriana y dejó una de las lecciones de esta audiencia: si los genocidas anidan en el olvido, del otro lado se reconstruyen lazos y memoria. 
Pero el abogado defensor continuaba en el mismo surco y el presidente del Tribunal, Walter Venditti, se vio obligado a explicar: “La testigo fue clara en cuanto a que hizo un relato al Buenos Aires Herald y hace referencia a que no es su costumbre dar notas. Si salió o no publicado en otro medio, al que usted refiere, al no contar con esos instrumentos en la causa no le hago lugar a la pregunta, simplemente al no contar con esa constancia probatoria para que todas las partes puedan tener o conocer de manera adecuada la encuesta a la que usted se refiere. De todos modos entiendo que la testigo ha respondido cabalmente aquella cuestión del secuestro de sus padres y me parece que está claro que mucho lo reconstruyó a partir de diálogos y entrevistas con terceros y que su edad de tres años no le permitía conocer determinadas cuestiones puntuales”. 
San Emeterio, aparentando no haber tomado nota del diálogo anterior, siguió realizando preguntas sobre la militancia de María Eugenia Zago y Roberto Ramón Arancibia. Venditti reiteró: “Me parece que son cuestiones que no tienen que ver con el hecho que conoció o percibió la testigo más allá de los instrumentos o constancias de la historia de la vida política del padre de la señora”.
Entonces, el defensor de genocidas quiso saber sobre el Equipo Argentino de Antropología Forense. Si las hipótesis del Equipo fueron verificadas o si se pudieron verificar las hipótesis. Algo así. 
—Perdón doctor, seguimos en la misma tesitura —dijo el presidente del Tribunal— Son juicios de valor que la señora no puede realizar, porque no se ha acreditado el testimonio en carácter de perito, ni de consultora técnica, ni de asesora jurídica. La señora es simplemente una testigo, hija de una víctima —reiteró Venditti.
—Pero la fiscalía y la querella le hizo preguntas de este tipo, ¿por qué no las puedo hacer yo? —insistió San Emeterio, ofendido. 
—Estimado doctor, usted le está preguntando sobre una hipótesis, que usted sabe perfectamente como letrado en la matrícula que no puede hacer una testigo lego.
La respuesta de San Emeterio no se entendió del todo. Su hablar enojado e intempestivo, arrojó una frase seca que pudo haber sido: “Hago reserva de caso federal y Casación porque no se me está dejando interrogar como corresponde”. Con esa acción se reserva el derecho a la apelación a una instancia superior.  Después no formuló más preguntas a Adriana. Cuando San Emeterio le haga preguntas a Rosace, volverá a pasar lo mismo. Le preguntará al testigo con qué fundamentos científicos el EAAF puede afirmar o concluir que se trató de vuelos de la muerte. 
El otro abogado defensor, Alejo Pisani, intentó abordar el mismo camino de averiguar detalles de la militancia de los padres de Adriana: “Quiero saber simplemente qué actividad hacían estas agrupaciones, si eran actividades políticas, si hacían algún otro tipo de actividad dentro de la militancia”, inquirió.
 —Un poco lo dije, pero se lo recuerdo, señor Pisani —arrancó Adriana—: Yo me entero a los 14 años de que mis padres militaban. Después de eso hice todo un recorrido para averiguar un poco qué hacían mis padres. Yo tengo un tema de memoria y ese tema de historia tampoco me interesa del todo. Me interesa más desde el lado de mis padres. Me permito, ya que hace esa pregunta, decir que siempre me generó conflicto y creo que quizás a muchos que hemos vivido esta situación, como que nos están preguntando de la militancia de nuestros padres por lo que hicieron. Si ellos hicieron algo malo, señor Pisani, ellos tendrían que estar en un juicio justo en este momento o años atrás, pero jamás, jamás, jamás vivir lo que vivimos, ni ellos, ni los 30 mil desaparecidos. Jamás. Con respecto a qué hicieron, recuerdo lo que conté: mi padre era el encargado de conducción a nivel sindical y mi madre a nivel médica de lo que era PRT—ERP. Pisani no tuvo más preguntas. Pero San Emeterio, una vez concluida la declaración de Adriana, pidió la palabra para que se aclare que los menores nunca estuvieron secuestrados, solo fueron dejados a un vecino. El juez Eduardo Farah había utilizado la palabra secuestro. A pedido del abogado, Farah —quien podría abandonar el juicio para volver a ser camarista— se rectificó. Suena extraño pensar que niños/as arrancados/as de su padre y madre, y depositados en un orfanato como si no tuvieran más familia no estuvieran bajo secuestro.
Ir desapareciendo

“Una familia de inmigrantes, muy trabajadores, muy apegados a las normas”. De ese modo Daniel Rosace se refirió a su familia. “Mi hermano, corta vida, 18 años. Yo era el subtutor en la escuela porque mi padre tenía problemas cardíacos y mi hermano estaba acompañando a mi padre en tareas de albañilería, que es lo que hacía mi padre en ciertos horarios, y mi hermano estudiaba a la noche en Villa Mitre, donde yo también estudié”, relató. Para Daniel, su hermano Juan Carlos era “un lindo pibe, muy extrovertido, no pasaba desapercibida su presencia en ningún grupo”. Juan Carlos, además de los trabajos con su padre, era tarjetero de algún boliche durante los fines de semana. “Sin militancia conocida, muy entrador, muy agradable”. Así describió Daniel a su hermano menor antes de relatar el secuestro en la casa familiar, donde la patota no sabía bien a cuál de los hijos del matrimonio llevarse.
A las once y media de la noche fueron a golpear la puerta de la vivienda familiar. Daniel estaba acostado. Juan Carlos había llegado recién de la escuela. Los padres miraban televisión. Al principio, la situación no llamó la atención, pues los Rosace atendían un kiosco en su casa y esas cosas podían pasar. No eran frecuentes aunque podían pasar. Pero la naturaleza de estos golpes era diferente. Esa noche, en apenas minutos, entró gente fuertemente armada por la puerta principal y el fondo. La perra ni reaccionó.  “Mamá ayudame”, decía Juan Carlos contra el televisor, con las manos hacia atrás. La patota de camperones oscuros entró al dormitorio y dio vuelta los colchones, al menos eso es lo que recuerda Daniel que hicieron en el cuarto. En un momento dudaron a cuál de los dos llevarse, hasta que alguien dio una orden. Todo ocurrió muy rápido y se fueron en varios vehículos con Juan Carlos encapuchado y esposado dentro de un Ford Falcón oscuro. Por testimonios de los vecinos se enteraron de que lo habían estado esperando desde hacía un rato. Incluso se habían hecho luces de un auto a otro. 
Daniel Rosace, esa misma noche, fue hasta la Brigada de Investigaciones de Caseros, muy cerca de la casa donde vivía.No lo atendieron. La misma suerte correría en la comisaría de Santos Lugares. A la madrugada siguiente, recorrió el barrio pensando que podría encontrar a su hermano tirado en algún lugar. “A partir de ahí empezó todo un calvario familiar y mi madre, que era una ama de casa, kiosquera, empezó a tener un rol protagónico en la búsqueda del hijo”, relató. 
Al otro día se enteraron de que habían visto a Juan Carlos en un operativo enfrente de los talleres de la escuela Emilio Mitre y que en ese operativo levantaron a Adrián Accrescimbeni, compañero de Juan Carlos y un año menor. A la semana se enteraron de que Domingo Ferraro, quien estaba desaparecido, había aparecido. Domingo era estudiante en la misma escuela que Juan Carlos y Adrián. Así es que los Rosace fueron hasta el domicilio de Ferraro a conversar: “Lo primero que nos llamó la atención fue el estado de Domingo. Tenía escoriaciones en los ojos, según comentó él, producto de una goma que había tenido en su cautiverio. Eran pronunciadas en ambos costados”, dijo Daniel en el juicio.
Dos veces Daniel y su madre estuvieron en la casa de Domingo Ferraro. Las charlas eran muy tensas. La tercera vez, el padre de Ferraro les pidió que no volvieran, pero Domingo alcanzó a comentarles que estuvo secuestrado en un descampado. Estaban numerados y para ir al baño o higienizarse iban en grupo, engrillados. 
En esas recorridas grupales al baño, Ferraro se cruzó con Accrescimbeni y el menor de los Rosace. “La estamos pasando mal” fue el breve diálogo que mantuvieron. Estaban visiblemente torturados. Ferraro les describió el lugar de cautiverio: “Todo indicaba que era Campo de Mayo. No pudimos volver a verlo a Ferraro. Mi madre insistía pero no había caso en que nos atendieran. Volví a ver al padre de Ferraro en el ’78, cuando fallece mi padre”. Las familias Ferraro y Rosace nunca tuvieron contacto. Pero el día del velatorio, Ferraro padre se acercó a dar las condolencias. El velatorio fue en la casa. Ferraro estacionó su auto a la vuelta y caminó hasta la puerta. No entró, habló dos palabras con Daniel Rosace y en un momento le soltó que no iba a encontrar a su hermano con vida. Y se fue. 
Daniel contó que él y su madre pensaban que sí, que lo iban a encontrar a Juan Carlos con vida. Su padre no. “Él había estado en la guerra”, fundamentó. Tuvo esa certeza luego de visitar a un capellán, de origen italiano, de Los Polvorines. Habían llegado hasta ese cura por recomendaciones. En un momento de la charla con el matrimonio, el sacerdote italiano del Ejército Argentino, agarró del hombro a su padre y se lo llevó aparte para mantener una charla en privado. 
—Vos estuviste en la guerra, vos sabés cómo son las cosas en la guerra —le dijo. 
A partir de ese día, el padre de Juan Carlos dejó de movilizarse, aunque se interesaba por las novedades. “Cuando llovía se asomaba por la ventana y veía un corredor que habían hecho hasta el pavimento, donde mi hermano había puesto su apodo”, contó Daniel.
—Me lo mataron, me lo mataron —repetía el padre con la vista clavada en el cemento del corredor, viendo a la lluvia recorrer el mismo camino que habían recorrido los dedos de Juan Carlos al estampar su apodo. Para Daniel, el fallecimiento de su padre se apresuró con la desaparición ya que tenía problemas cardíacos. 
Doña Tita, Fortunata Lavate, participó de Madres Plaza de Mayo y luego con Línea Fundadora, contó Daniel. Se entrevistó “con muchísima gente, se movió por todos lados, escribió cartas, inclusive al Papa, en italiano”.  Se juntó con otros italianos que tenían familiares desaparecidos. Todo fue infructuoso. Falleció en 1992 a los 63 años. “Dedicó todo su tiempo y no tenía otro pensamiento que encontrar con vida a su hijo”, declaró Rosace.
El Equipo Argentino de Antropología Forense se contactó en 2011 con Ana Lucia, hermana de Daniel, para obtener muestras de sangre. “Gente extraordinaria, muy contenedores”. Desde ese momento, comenzó una comunicación con miembros del EAAF que siguió hasta que se identificaron los restos de Juan Carlos, que ahora reposan junto a los de Doña Tita. 
“El informe forense dice que la fecha de fallecimiento es el 23 de noviembre de 1976. Fue secuestrado el 5 de noviembre del ‘76 y Ferraro lo debe haber visto el 12 de noviembre”, sintetizó Daniel. “Algo impactante es ir al Equipo y ver el esqueleto armado de mi hermano. Le faltaba una parte producto de una excavación, la soga con la que fue rescatado, el par de medias que tenía y restos de una camisa con la que estaba el día del secuestro. Restos. Es muy triste y también muy doloroso estar con el esqueleto del que fuera tu hermano en vida, pero por otro lado luego de cierta tramitación se restituye nombre, apellido, identidad. A los pocos días, nosotros retiramos en una urna los restos óseos. Hicimos un velatorio muy íntimo”, compartió.
Rosace se emocionó cuando mencionó a la profesora Elizabeth Maldonado y al grupo Jóvenes y Memoria del Mitre, que en 2013 realizaron un trabajo de investigación y un video llamado “El Mar devolvió la verdad”. También colocaron una placa en la escuela recordando a los dos alumnos desaparecidos. “Deseo fervientemente que se haga justicia. Han truncado la vida de un joven de tan solo 18 años. La de varios jóvenes, pero en este caso hablo por mi situación personal. Y se ha destrozado una familia porque yo tenía una hermosa familia que fue desapareciendo a partir de la desaparición de mi hermano. Abogo por justicia”, cerró Daniel.
El miedo en el medio
“Nosotros desconocíamos este tipo de circunstancias que estaban aconteciendo en el país”, dijo Edith y contó que tenía 14 años cuando secuestraron a su hermano Adrián. Ella estaba en la casa y su madre había salido a hacer las compras cuando un grupo de compañeros de Adrián fue para avisar del secuestro. Encapuchado y esposado lo  habían metido en un auto. También lo habían visto a Juan Carlos Rosace en ese operativo, en otro auto. Su madre fue al Ministerio del Interior para denunciar lo que había pasado con su hijo.
—¿Usted tiene más hijos?—le preguntaron.
—Sí, tengo una hija—contestó la madre de Adrián y de Edith. 
—Bueno, cuídela, porque usted habla mucho.
“A partir de ahí, a mi mamá como que le agarró miedo y no pudo participar en Madres de Plaza de Mayo ni nada de eso, simplemente mandaba cartas al Episcopado sin ninguna respuesta aparente de lo que había ocurrido con mi hermano”, relató Edith, que la última vez que vio a su hermano con vida fue cuando volvió del trabajo y merendaron juntos en la casa. 
Su madre también visitó a Ferraro: “Mi mamá con una tía mía habían ido a verlo a la casa, pero el chico no dio ningún tipo de declaración porque estaba amenazado y los padres tenían miedo de que lo vuelvan a llevar”, recordó Edith. “Sé que lo habían llevado y después soltado, ese es el testimonio que me dijo mi mamá. Después no pudieron seguir yendo por miedo. La familia tenía miedo de seguir declarando”. La presentación de un Hábeas Corpus por Adrián fue otra acción inútil. 
En el aniversario de la escuela donde fueron secuestrados, Edith se reencontró con la familia Rosace y hablaron sobre las muestras de sangre. “Yo tuve una seguidilla de situación que me fui reencontrando con la causa de mi hermano. La profesora Maldonado me contactó, hicimos un audiovisual con mi mamá, contando los hechos y después nos invitaron al homenaje que le hicieron en la escuela”. Antes de ese reconocimiento, que fue en el 2013, la escuela se había mantenido ajena a las desapariciones de sus estudiantes. “Como que la escuela siempre se desentendió. Siempre el miedo en el medio”, declaró Edith Accrescimbeni.  Se cree que tanto Rosace como Accrescimbeni fueron arrojados con vida. Sedados.  
Insistente
El hermano de Rosa Eugenia Novillo Corvalán, Rodolfo, definió a su familia como numerosa. Él es el menor de 10 hermanos que vivían en la ciudad de Córdoba. Su madre se había separado de su padre y tenía doble turno de trabajo. De los diez hermanos que eran, los cinco más chicos tenían militancia política en el PRT. 
La situación era de pobreza, “por lo cual esa realidad va a ir formándonos, va a ir generando en nosotros determinada forma de actuar y pensar en la vida”.
A Rosa le decían Tota. Era la octava y fue ella la que empezó un proceso de militancia a fines de los ‘60 y principio del ‘70. “La calle vivía en un permanente trajinar de luchas, conflictos. Vivíamos en el centro y vivíamos todo lo que eran las luchas estudiantiles y obreras. En este marco comienza a tener contacto en la universidad”. Tota se había anotado en la Facultad de Letras. Y se vinculó al PRT—ERP para desarrollar una militancia territorial con los mismos compañeros con los que vivía en una casa alquilada. Después de un allanamiento perdió su documento y tuvo que pasar a la clandestinidad. 
En el ‘72 viajó a Buenos Aires, pero para el ‘74 ya estaba de vuelta en Córdoba. “Era muy alegre, muy bonita.Le gustaba bailar y cantar, era valiente y audaz y se dedicaba sobre todo al trabajo territorial con sectores obreros”, rememoró rápidamente Rodolfo a su hermana Tota, que a fines del ‘74 cayó detenida y la trasladaron a la cárcel del Buen Pastor donde estuvo hasta mayo del ‘75. Haber recuperado la libertad en menos de un año no se debió a una pena baja en la condena, sino a la más espectacular fuga que se tenga registro en la Provincia de Córdoba. En total, fueron 26 reclusas las que lograron escaparse. En la tapa del diario Córdoba saldrá una foto de su cara, junto a otras compañeras de fuga. 
“Ella estaba en pareja con un militante del PRT, Guillermo Pucheta, era del sindicato de trabajadores de la Fabrica Perkins, estaba en la comisión directiva. Al recuperar la libertad pasa unas semanas en Córdoba y luego se muda a la ciudad de Campana con Pucheta”, declaró Rodolfo Novillo Corvalán.
En el ‘77 lo secuestraron. “Estoy en el campo de concentración de La Perla un mes, después estoy en el campo de La Rivera y después me pasan a la penitenciaría donde me legalizan, en agosto, y hasta octubre del ‘78 que me llevan a la Unidad Penitenciaria de La Plata hasta el año ‘82”, relató de un tirón esa secuencia de transitar centros clandestinos. 
Pese a la represión, la familia se mantenía unida y en contacto. Cuando dejaron de tener noticias de Rosa interpretaron que se estaba cuidando. “El derrotero de Tota lo vamos a seguir a partir del año ‘98 o ‘99”, cuando el Equipo Argentino de Antropología Forense se puso en contacto con la familia porque existía la posibilidad cierta de que uno de los cuerpos enterrados en el cementerio fuera el de Tota.
A partir de la restitución de la identidad del cuerpo hallado en el Cementerio de Magdalena en 1998, la familia Novillo Corvalán continuó “la búsqueda para conocer un poco más los pazos de Tota; del material que pasan los antropólogos, mi hermano hace un estudio, un trabajo. Básicamente el material decía que el 6 de diciembre del año ‘76 se recupera un cuerpo en la costa de Magdalena. Algún vecino da aviso a la policía y se presentan en el lugar un dúo de policía”. 
Los dos policías son Julio César Morazzo y Moisés Elías D’Elía y están acusados de impedir que se investigue el crimen de Rosa, a la espera del comienzo del juicio en su contra. 
—Este dúo lleva los restos a la comisaría— relató Rodolfo — Como el cuerpo ya estaba hace números días no se le puede hacer identificación, entonces seccionan las manos y las envían a una oficina de dactiloscopia en la Provincia de Buenos Aires solicitando se haga el estudio de identificación. Este proceso va a llevar dos meses. A fines de Febrero viene la respuesta de Buenos Aires. Está documentando, está el recibo. Se trataría de Rosa Eugenia Novillo Corvalan, e intuyo que venía acompañado de todo el historial de militancia de Tota. La cuestión es que el dúo de policías decide enterrarla como NN. No le avisan a la familia y aparentemente tampoco es elevado al juez. No hay intervención judicial —explicó Rodolfo y agregó que este hecho ya se conocía desde los Juicios por la Verdad. “El perito forense, el que secciona las manos, hace la autopsia y precisa que hay tres disparos de arma en el cuerpo de mi hermana. Uno en una pierna, otro en el omóplato y otro en la cabeza. A Tota la mataron de atrás. La remataron de corta distancia y la hipótesis del perito es que ha sido lanzada al agua”.
En la investigación familiar irán sumando testimonios del cautiverio de Rosa en Campo de Mayo. Y de los días previos al secuestro, que no saben cuándo fue exactamente, ni dónde. Rodolfo calculó la fecha del secuestro para julio o agosto, pero además cree que su hermana pudo haber estado embarazada para ese momento: “En diciembre del ‘75 cuando mi hermana viene a Córdoba con mi otra hermana, ahí le comenta la posibilidad de que esté embarazada. En febrero, marzo, manda una carta que dice que no estaba embarazada, pero que estaban buscando. Si la han agarrado en julio, la han matado en noviembre, una de las hipótesis es la posibilidad de que Tota haya estado embarazada. Entonces la retenían con vida esperando que tenga su niño. Pero bueno, esto es una hipótesis, no podemos avanzar más en las conclusiones”. 
Por último, Rodolfo, como el resto de los familiares que transitaron este juicio, pidió justicia. Con la particularidad de recordar el carácter de Tota: “Mi hermana ha reaparecido cada vez que la han querido ocultar, esta es la última oportunidad que tiene de aparecer y clamar por justicia y también tomo una frase, Nunca Más. Ojalá que estos juicios que están terminando en Argentina sean el comienzo realmente del nunca más.  Nunca más golpes militares, nunca más torturas, nunca más represión de esta naturaleza”. 
Los cuerpos de Rosa Eugenia Novillo Corvalán, Roberto Ramón Arancibia, Adrián Enrique Accrescimbeni y Juan Carlos Rosace son hoy los testimonios más importantes para llevar adelante este juicio que intentará probar los vuelos de la muerte ocurridos en Campo de Mayo, especialmente entre 1976 y 1978. Sus familiares pudieron brindar sus declaraciones y exigir justicia por las víctimas. En las audiencias siguientes será el turno de los ex conscriptos que realizaron el Servicio Militar Obligatorio en Campo de Mayo y podrán aportar datos sobre la operatoria de los vuelos, el contexto del centro clandestino e incluso algunos testimonios de los altos mandos que estuvieron a cargo de aquella maquinaria de exterminio.

*Este diario del juicio por los Vuelos de la Muerte de Campo de Mayo, es una herramienta de difusión llevada adelante por  La Retaguardia medio alternativo, comunitario y popular, junto a comunicadores/as independientes. Tiene la finalidad de difundir esta instancia de justicia que tanto ha costado conseguir. Agradecemos todo tipo de difusión y reenvío, de modo totalmente libre, citando la fuente. Seguinos diariamente en https://vueloscampodemayo.blogspot.com/



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