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Puente 12 III -día 12- “Cada vez que sonaba el teléfono era mala noticia”

Por LR oficial en Derechos Humanos, Lesa Humanidad, Puente 12, Puente 12 III

En la décimo segunda audiencia del juicio Puente 12 III, Bernardo Llorens y Darío Patricio Tonso, expusieron el drama de dos familias destrozadas por “la mentalidad retorcida” de los genocidas. Llorens, perseguido junto con sus 10 hermanos, calificó a los represores como “entes que no pueden ser catalogados como seres humanos”. Tonso sostuvo que a los militantes de los 70, los militares los pintaron como “lo peor del mundo”, cuando fueron ellos los que “robaron, vejaron, secuestraron, torturaron y mataron”.

Redacción: Carlos Rodríguez
Edición: Pedro Ramírez Otero


Darío Patricio Tonso le pidió a los jueces del Tribunal Oral 6 que “no condenen a un inocente, pero a los que sabemos los queremos ver en una cárcel común, no en sus casas” porque “segaron vidas de seres útiles para la sociedad”.
Bernardo Llorens centró su relato en el secuestro y asesinato de su hermano Sebastián Llorens y de su cuñada Diana Triay, pero detalló los secuestros, desapariciones y atentados sufridos por otros miembros de su familia. Su hermano menor, Esteban, cuando hizo el Servicio Militar fue obligado a ver las huellas del genocidio en el centro clandestino conocido como Garage Azopardo.
Darío Tonso, junto con su hermano Daniel, quien ya declaró en el juicio, describieron lo ocurrido con su madre, Ana María Woichejosky, quien estuvo en Puente 12 y fue fusilada junto con otras cuatro víctimas en la llamada Masacre de la Calle Rosetti, en Avellaneda, Provincia de Buenos Aires.

El calvario de la familia Llorens

El primer testigo de la audiencia 12 fue Bernardo Llorens, quien se refirió al secuestro y posterior asesinato de su hermano, Sebastián Llorens, y de su cuñada, Diana Triay. La pareja fue secuestrada el 9 de diciembre de 1975, cuando se encontraban en la Ciudad de Buenos Aires junto con sus hijos, dos niños que quedaron al cuidado del portero del edificio de Callao 1128, donde se encontraba la familia.
Ese secuestro formó parte de una serie de hechos relacionados, que se produjeron entre el 7 y el 9 de diciembre de ese año, contra un grupo de militantes del PRT-ERP. Todos cayeron como resultado del trabajo de infiltración realizado por el agente de inteligencia Jesús “El Oso” Ranier.
El caso de Llorens y Triay ya había sido expuesto en el juicio oral a partir del conmovedor testimonio de Carolina Llorens, hija de la pareja, y de Yolanda Ripoll, compañera de militancia de Triay. Las investigaciones posteriores determinaron que Llorens y su esposa fueron torturados y asesinados en Puente 12. Sus restos fueron hallados en octubre de 2012, enterrados a orillas del río Matanza, a unos cinco kilómetros del centro clandestino de tortura y exterminio.


Ante preguntas del abogado querellante Pablo Llonto, el testigo Bernardo Llorens habló sobre la persecución sufrida por toda su familia. De 11 hermanos, Bernardo es el noveno y Sebastián era el quinto. Pablo Llorens, otro de los hermanos está desaparecido por ser también miembro del PRT. Bernardo dijo que todos sus hermanos eran militantes políticos en esos años, pero que no podía precisar en qué organizaciones.
Su padre había nacido en Buenos Aires y su madre en Santiago del Estero. Precisó que 1974 fue un año particularmente difícil para su familia. Sufrieron detenciones y allanamientos en la casa familiar, en la ciudad de Córdoba. En abril de ese año les pusieron una bomba cuya explosión provocó importantes daños materiales en la vivienda.
El testigo también estuvo detenido y perdió contacto con sus familiares, con quienes se reencontró en forma fugaz el 25 de diciembre de 1976, una hora antes de partir hacia el exilio en Suecia. En un encuentro que duró apenas media hora, sus padres lo pusieron al corriente de lo sucedido con Sebastián y Diana, y también sobre la desaparición de Pablo. Sus padres le dijeron que era casi nula la posibilidad de que se encontraran vivos. Habló en forma detallada sobre las consecuencias de la persecución, las desapariciones, los atentados y los asesinatos que sufrieron sus familiares. También recordó que en el exilio tuvo poco contacto telefónico con su familia, por los costos del servicio. “Hablar desde Suecia tres minutos me costaba 100 dólares y mi economía no daba para poder hacerlo”, explicó. De todos modos, “lo hacía de vez en cuando, para saber si estaban bien”.
En 1976, por la persecución sufrida, su familia tuvo que irse de Córdoba y vivir en la clandestinidad. Algunos de sus hermanos pudieron seguir trabajando, gracias a que uno de ellos tenía una empresa constructora en Catamarca. “Ese fue el sustento de mi familia”, puntualizó. En ese año 1976 “estábamos presos Manuel, yo, Fátima y María”. También estaba en la misma situación Patricia Ardaz, una cuñada suya, mientras que su hermano Pedro estaba en la clandestinidad. “Se fue a Buenos Aires, se las arregló como pudo, con Pablo muerto, con Sebastián y Diana desaparecidos”, contó. Señaló, conmovido, que “era enorme la angustia, porque cada vez que sonaba el teléfono de noche, era mala noticia, era todo muerte y destrucción”.
Luego de hacer un alto, visiblemente conmocionado, afirmó que su regreso a la Argentina estuvo signado por “la sombra de todas las vivencias, la tortura, los castigos, las muertes”. Por esa razón tuvo que hacer largos tratamientos “para sobrellevar el estrés postraumático con psicólogos y psiquiatras, para tratar el terror, las angustias, el dolor”. Tuvo también problemas físicos, operaciones y el miedo de “no saber si podría sobrevivir”. Dijo que el único consuelo que tuvo fue el de saber que los hijos de su hermano Sebastián y Diana pudieron ser recuperados por la familia, luego de quedar abandonados tras el secuestro de sus padres. Carolina Llorens, que era la mayor, tenía apenas un año y medio cuando secuestraron a sus padres.
Bernardo Llorens regresó a la Argentina en 1984 “cuándo estos bárbaros dejaron el poder”, en referencia a los miembros de la dictadura cívico militar. El calvario de su familia lo vivió “desde afuera, como se podía”, en el exilio.
Recordó que su hermano menor, Esteban, fallecido el año pasado, tuvo que hacer el servicio militar en 1977. Dijo que estuvo “muy callado durante mucho tiempo, en realidad todos estábamos muy callados porque era difícil hablar de estas cosas”. Entonces, pidió permiso para leer una carta escrita por Esteban en 1976, cuando tenía 18 años:
En el 76 me sortearon para el servicio militar. Comencé la colimba en el 77, me destinan al Batallón 601 de ingeniería. Allí un calvario, ni bien llegué comenzaron a interrogarme por mis hermanos. El periodo de instrucción militar fue muy difícil, con mucha incertidumbre, ya que me decían que me iban a chupar. Me destinan, luego de dos meses, al periodo de instrucción a Azopardo 360, campo clandestino Garage Azopardo. Me dicen que tengo que refaccionar todo el edificio, (no se refiere al edificio completo sino a una parte) porque venía Amnistía Internacional en julio de 1977. En el segundo y tercer piso eran habitaciones llenas de sangre, paredes con huecos de balas, montones de revistas de los Montoneros, ERP y otras organizaciones. Allí vivíamos 3 o 4 colimbas y cabos, que comentaban que en el último piso estaba ‘el inglés’, nunca lo vi, y algún otro militar. Yo no podía ni dormir, los primeros meses sentía terror preguntándome por qué tenía que vivir esto.
El edificio tenía una rampa que subía hasta el segundo piso, entraban camiones, autos. Los cabos comentaban que había muerto mucha gente ahí, que tenían miedo de subir al segundo piso porque se les aparecían las animas. La verdad fueron 14 meses de mierda, incertidumbre, pánico, sin entender por qué me habían mandado ahí.
Luego de leer la carta de su hermano, Bernardo subrayó: “Hay que tener una mentalidad diabólica para llevar a mi hermano ahí, el hermano de Sebastián, el hermano menor, para hacerle limpiar todo vestigio de tortura y crímenes contra la humanidad”.
Recalcó que eso “manifiesta la mentalidad retorcida de esos entes, ya que no se les puede catalogar como seres humanos”.
Luego se refirió a la desaparición, el 12 de mayo de 1977, de María Thelma Viale, la segunda esposa de su hermano Manuel Llorens, quien estuvo preso en el penal de Rawson. Las dos hijas de la pareja, Soledad y María quedaron abandonadas en una guardería y fueron rescatadas, posteriormente, por un compañero y las restituyeron a su abuela materna. Sobre el destino de María Viale nunca tuvieron noticias. “Es una enorme nada, un vacío imposible de llenar, en primer lugar para sus hijas, es un daño inmenso, inconmensurable, un enorme agujero negro”, declaró.
Sobre el cierre de su testimonio, dijo que su hermano Esteban murió el año pasado “por una neumonía muy agresiva”.

La artesana solidaria

Luego dio su testimonio Darío Patricio Tonso, quien se comunicó desde Canadá, donde tiene su residencia. La madre del testigo fue Ana María Woichejosky de Tonso, secuestrada el 7 de noviembre de 1976. Sobre este caso, ya prestó declaración en el juicio Puente 12 III Daniel Tonso, hermano de Darío.
Ante preguntas del presidente del Tribunal Oral 6, Daniel Obligado, aclaró que su propósito es no sólo que se haga justicia por lo ocurrido a su madre y sino también reivindicar su nombre.


El testigo dijo que en 1976 sus padres estaban separados y él vivía “medio tiempo” en la casa de su madre y otro “medio tiempo” en la de su padre. Darío tenía 17 años y trabajaba en el taller mecánico de su padre. En la mañana del 7 de noviembre, Ana María fue a ver a su exmarido porque se le había roto el auto y le pidió que lo reparara. Almorzaron juntos y ella comentó que quería irse del país porque estaban ocurriendo secuestros y desapariciones de compañeros de militancia. Su padre le ofreció ayudarla porque un amigo suyo podía facilitar su salida hacia Uruguay. En ese momento, tenía 43 años. Ella, que era artesana, les dijo que iba a ir a la feria de la Plaza San Martín, en Retiro, para despedirse de personas de su amistad.
Cerca del anochecer Darío llegó a la casa de su madre, en San Justo, partido de La Matanza. Allí se encontró con Pedro Celestino Insaurralde, entonces pareja de su mamá. Los dos comentaron que era raro que su madre no hubiera regresado todavía a su domicilio. Darío estaba “muy nervioso” por la tardanza y con Pedro, en el auto de su madre, fueron a comprar cigarrillos. El auto se descompuso y tuvieron que empujarlo, para regresar. En ese momento, tuvieron un incidente con un grupo de jóvenes que los “cargaron” porque estaban empujando el auto, que era un Citroën. “Eso nos salvó la vida”, dijo el testigo, porque demoró su llegada a la casa. Cuando estaban a una cuadra y media de la casa, vieron llegar un camión y una camioneta. De los vehículos bajaron hombres que ingresaron al terreno de la vivienda.
Luego vieron que unos seis o siete hombres estaban parados frente a la puerta de acceso a la vivienda y que uno de ellos intentaba abrir la cerradura. En la mano tenía el llavero que era de su madre. Lo identificaron porque tenía “una tira de cuero”.
En forma casi simultánea, advirtieron la presencia de una persona apostada en el piso, con un FAL (Fusil Automático Liviano) de doble pie. Otra persona, un hombre “de cara angulosa”, vestido con un traje gris, les gritó amenazante: “Ustedes dos pelotudos de mierda, ¿qué miran? Rajen de acá o los cagamos a tiros a ustedes también”. Por suerte no reconocieron a Pedro, a quien también lo estaban buscando. Con la ayuda de un Citroën amarillo, de juguete, que tenía en su mano, el testigo mostró como hizo Pedro para que no le vieran la cara. Dijo que los dos pasaron por el lugar como si fueran “dos chicos de provincia que andaban empujando un auto”.
Ellos llegaron a la Rotonda de San Justo, que estaba a oscuras, como si fuera “zona liberada” para el operativo en la casa de su madre. De allí se dirigieron a la casa de un amigo de Darío, en Ramos Mejía. El amigo era Víctor Garecio y la vivienda estaba en la calle Caupolicán. El testigo y Pedro, como habían salido a comprar cigarrillos en el auto, estaban en short y en ojotas, con el torso desnudo. Víctor les prestó ropa que les quedaba chica y los hacía ver “ridículos”. Darío se fue a la casa de su papá, en Ramos Mejía.
Cuando le comentó lo que habían visto en la casa de su mamá, su padre le dijo: “Sé lo que le pasó a tu mamá porque me llamó tu hermano, que vio el secuestro de tu mamá, en plaza San Martín, venite para acá urgente”. En ese momento se separó de Pedro, a quien no volvió a ver “nunca más”. Dos horas después llegó a la casa de su padre, que lo estaba esperando “desesperado”. Su padre, aunque no tenía militancia política, esa noche se afeitó y se cortó el pelo, para cambiar su aspecto, por temor a que lo secuestraran también a él. Eso sucedió porque “estábamos viviendo un clima de terror, no nos olvidemos que era noviembre de 1976, ya veníamos así desde antes de marzo”.
Recordó que tenían una “puerta trampa” donde escondían bibliografía, de su madre, que “coleccionaba todo tipo de revistas políticas que había en ese momento, y había cosas que se habían prohibido y ella seguía teniendo su colección, y también tenía boletines internos de la organización política a la que ella pertenencia que era el Frente Revolucionario Peronista (FRP) o Frente Revolucionario 17 de Octubre (FR17 de Octubre)”.
Luego de lo sucedido, toda la bibliografía fue tirada en un baldío. Esa noche de noviembre de 1976 comenzó “un derrotero y hoy estamos desde hace 47 años preguntándonos ¿por qué pasó? ¿Quiénes determinaron que tenía que morir mi madre? ¿Quiénes fueron los jueces militares y quiénes fueron todos los involucrados? Y todas esas nóminas (de represores) en los lugares por donde pasó mi madre, porque no creo que se acabe con toda esta gente que está acusada” en este juicio. El testigo explicó que todo eso significó para él una carga psicológica “muy pesada” y por esa razón tuvo que irse del país.
El abogado querellante Pablo Llonto le preguntó acerca de las gestiones realizadas por la familia para saber dónde habían llevado a su madre.
La familia se reagrupó y se movilizaron juntos, su padre, su hermano y él. También participó Marcela, la novia de su hermano Daniel. La joven pareja había estado en la Plaza San Martín cuando secuestraron a Ana María.
“Mi hermano fue el encargado de iniciar todos los trámites, no solo en la Justicia” con la presentación de habeas corpus en cuatro o cinco juzgados.
Enviaron cartas a la Cruz Roja y al general Jorge Arguindegui, jefe del Ejército luego de la asunción como presidente de Raúl Alfonsín. Su padre también se entrevistó con Alfonsín. El testigo dijo que Arguindeguy les aconsejó que “no se metieran” y les comentó que los militares que habían instalado en el país el Terrorismo de Estado “tenían pinchados hasta los teléfonos de Alfonsín”. Antes presentaron denuncias ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), cuando sus integrantes visitaron el país en 1979. Daniel también se entrevistó con la Comisión de Familiares que se reunía en la sede de la Liga Argentina por los Derechos del Hombre.
“Los que vivimos fueron 35 años o más de la oscuridad”, dijo.
El testigo relató luego lo que supo del secuestro de su madre en la Plaza San Martín. Dijo que a última hora de la tarde, cuando estaba cerrando la feria, apareció un grupo de personas armadas, forcejearon con su madre, empujaron a ella y a otra mujer a la que secuestraron en ese mismo momento porque los había enfrentado para que no se llevaran a su hija, Graciela Rondina de Seitún, que a su vez estaba defendiendo a Ana María. La otra mujer fue dejada en libertad esa misma noche.
Esa mujer fue la que relató que con Ana María fueron llevadas en un auto. Los que secuestraron a su madre le preguntaban: “Vos mandas bombas a Bahía Blanca, en esas encomiendas”. El testigo explicó que su mamá, que era artesana, enviaba muñecos de tela rellenos con mijo. “Los mandaba yo, por eso sabía lo que mandaba y eso demuestra que estaban acusando al boleo, ven salir una caja y piensan que es una caja con veneno… esta gente tiene la cabeza retorcida, siempre viendo el mal, y capaz que la caja tiene un sanguche”, contó.
La testiga y víctima del secuestro dijo que las habían golpeado, y que no podía dar fe de dónde estuvieron, pero que había sido un trayecto largo.
Darío comenzó a militar en Familiares de Detenidos y Desaparecidos por Razones Políticas.
Su madre había tenido una casa en San Juan 2337, tercer piso, en la Ciudad de Buenos Aires.
En ese lugar, ella trabajaba como artesana con su hermano Daniel, con quien tenían dos puestos en la plaza San Martín. “Mi mamá hacía carteras de cuero y muñecos de tela, mi hermano artesanías en metal”, explicó. Esa era su fuente de ingresos. Era también un refugio solidario para personas que venían escapando de Chile, luego del golpe de Estado del general Augusto Pinochet.
“Mi mamá era muy solidaria y esto venía del lado del FAS (Frente Antiimperialista por el Socialismo) del que mamá también era parte”, recordó.
Al producirse la caída del FR17, en julio o agosto de 1976 en Monte Grande, le llegó a Ana María la orden de dejar esa casa. Hasta ese momento era una casa de seguridad, donde se reunía el Comité Central del FRP o del FR17 luego de fusionarse. Eso se lo contaron años después militantes que “habían ido a esa casa a reuniones, una vez al mes”. Darío tuvo “algunas tareas como facilitar el desarrollo de esas reuniones”. En esas funciones conoció, entre otros, a “Kela, que era Ana María Matas, a Belcha quien me enseñó matemática, a un compañero que lo llamaban Piquillín, al Negro Arroyo, a Juan Carlos”, y también estaba “Armando Jaime, de la provincia de Salta que era sindicalista”.
A las y los compañeros de su madre los iba a buscar a un bar de San Juan y Entre Ríos: “Yo llevaba siempre unos lentes grandotes con un papel adentro pegados, e identificaba a las personas porque llevaban un diario especial, un libro”. Él se acercaba “le daba los anteojos y los hacía caminar varias cuadras en zig zag, para que no supieran dónde quedaba la casa donde se iban a reunir”. Después tenía que hacer lo mismo “para sacar a las mismas personas, tratando de no repetir el camino”.
También se encargaba de armar los paquetes de periódicos, que se llamaban “La Lucha,” para enviar a las regionales por encomienda. “Esas eran las cosas que mandábamos y que no eran bombas”. Lo que enviaban eran ejemplares del periódico del FR17. “Yo empiezo a participar de esto en el año 1975, en febrero o marzo”, explicó.
Recordó que viajó con su madre y Pedro a Perú, porque ella estaba trazando una ruta de escape para los compañeros y compañeras que quisieran salir del país.
Además de artesana, su madre era artista plástica y tenía un teatro de títeres. Consideró que eso era lo más “subversivo” que hacía, porque ironizaba sobre los gobiernos de facto y hacía bromas para sobreponerse al terror, a la represión. Los títeres eran curas que representaban al poder de la Iglesia, militares y también jueces. Las fábulas terminaban siempre con una moraleja, con una reflexión respecto de que solo la unidad del campo popular “podía parar los abusos que cometían los títeres” que representaban al poder.
Darío se refirió luego al momento en que fueron a cerrar la casa de la calle Achával, en San Justo. Cuando llegaron, la puerta estaba abierta de par en par. Toda la casa estaba patas para arriba. Se habían robado prácticamente todo, hasta una máquina de coser. “Lo único que no se llevaron fue la heladera, porque era muy pesada”, recordó. Lo que no se llevaron, lo rompieron. Un mueble tenía rotas las puertas y todos los trabajos en pinturas y en esculturas, de su madre y de Pedro, fueron destruidos. “La Libreta Cívica de mi mamá estaba destrozada, en el centro de la mesa redonda había quedado una botella de champagne que habían llevado y en el medio del piso de la cocina habían defecado”, contó.
Remarcó que “no había quedado nada de valor, porque no solo eran asesinos y torturadores sino que eran vulgares rateros. Se quedaron con las pertenencias de quien sabe cuántas familias; me pregunto si no les dará vergüenza que sus familiares sepan que todas las cosas que tenían en la casa fueron robadas a nosotros”.
Ante una pregunta de Pablo Llonto, el testigo dijo: “De Pedro no supe más nada hasta el año 2016, que estuve en Argentina la última vez y me encontré con su hermana y un compañero”. Había salido del país, pero luego regresó y fue asesinado. “Pedro dijo que no iba a abandonar a su compañera (…) la mayoría de los compañeros estaban presos, y en ese momento creía que los únicos que se habían salvado eran Armando Jaime y Katy, Catana Garay”, dijo el testigo.
Años más tarde se encontró con otros militantes que se salvaron “como Oscar, Estela, Camba Fontana”, que le fueron dando “más información”. Tonso dijo que “posiblemente había compañeros del FRP o FR17 de Octubre en un centro clandestino, que al parecer era Puente 12, y habían llegado a la conclusión que la única forma de escaparse era fingiendo colaborar con ellos”.
La casa de la calle San Juan, que estaba vacía, también fue allanada. En el mismo piso vivía el encargado del edificio, que convivía con su pareja del mismo sexo. Fernando, el encargado, fue maltratado por la patota que irrumpió en el departamento. “Debe haber sufrido un ensañamiento peor”, comentó el testigo. Semanas después del allanamiento, en forma casual, se encontró con Fernando en Constitución: “Tenía la cara golpeada, todavía se le notaban los moretones”, recordó. Le comentó que habían pasado momentos terribles con su pareja. “Me dijo que cayó la patota y los empezaron a patear y golpear” preguntándole por su madre. Ellos le dijeron que era artesana y que trabajaba en una feria, pero no les dijeron en cual porque no lo sabían. Con el dato de la feria, llegaron a la Plaza San Martín.
El testigo supo que por seis o siete meses no hubo otras caídas en el FRP, salvo “un muchacho de Jujuy que no estaba en la ciudad y que no tenía nada que ver con el grupo de mi madre”.
A su mamá le decían “la Rusa”, por lo difícil que era pronunciar su apellido. Aclaró que ella no estaba en la clandestinidad y que se movía libremente “en el ámbito cultural y del teatro”. Ella tenía “un grupo de estudio del teatro, a la vuelta del teatro San Martín, y también estaba en un grupo de animación de cine, aprendiendo animación con el grupo Cine de Base, que era parte del FAS (Frente Antiimperialista por el Socialismo)”.
Gracias al Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) pudieron saber que los restos de su madre estaban enterrados en el cementerio de Avellaneda. Llegaron a la conclusión de que su madre “fue fusilada, por la cantidad de disparos que tenía en el cuerpo”.
Las pericias demostraron que Ana María Woichejosky, había recibido múltiples disparos con armas largas “por el tipo de destrucción, como se decía en el reporte forense”. Su madre había tenido “el triste privilegio de inaugurar esa fosa común, porque era la última”, en el fondo del pozo.
“Uno puede decir, bueno, la mataron de un disparo, pero tenía más de 20, una persona de bien que había sido útil en la sociedad”, declaró Tonso. Se preguntó “cuál fue la utilidad en la sociedad de esa gente que está esperando que la condenen”. Recordó que su madre había sido voluntaria en el Servicio de Rehabilitación de Lisiados, durante la epidemia de polio. “Hizo salvar la vida a decenas y decenas de jóvenes que después fueron deportistas, como mi hermano que fue un deportista de élite internacional paralímpico”, contó.
La enfermedad de su hermano la movilizó para ser una de las más activas voluntarias. “Lo fue por muchos años y dejó una marca muy profunda y muy triste, en las personas que la conocieron, porque todos saben de la solidaridad, de la persona de bien, de la dulzura que tenía mi madre, era incapaz de hacerle daño a ninguna persona”, dijo. Para marcar diferencias, sentenció: “Allá con sus conciencias los verdugos”.
Relató luego que después del hallazgo de los restos, siguieron publicando el recordatorio de su madre en las redes sociales, acompañado con una foto de ella. En una ocasión, titularon el recuerdo con la frase “Resistiendo con Aguante”, junto con un mensaje que decía: “Si alguien vio a mi madre en algún centro clandestino, por favor les pedimos que se comuniquen”.
Al día siguiente recibió esta respuesta: “Darío, soy Hernán Bravo, del municipio de Avellaneda y quería pedirte permiso para ponerle el nombre de tu mamá a una peña, para homenajear a los masacrados de la calle Rosetti de Avellaneda”.
Allí se enteró que los restos de su mamá en la fosa común estaban junto con otras cuatro personas que también habían sido fusiladas. Hernán les dijo que habían sido acribillados contra el paredón de la metalúrgica “Tamet”. Los habían sacado de la comisaría del barrio de Piñeyro, y los habían hecho correr para luego fusilarlos y simular un enfrentamiento. Supo que hubo un testigo llamado Napoleón Barone, quien a pedido de ellos declaró ante la Justicia lo que había presenciado.
El testigo fue el último que vio a su madre, de frente, en la comisaría de Piñeyro, donde Barone estaba detenido por una contravención.
Descargó una vez más su repudio a los verdugos: “Estos miserables que nunca se la aguantaron, siempre en la noche, a escondidas y ahora siguen escondidos ahí entre ellos cuchicheando, no diciendo la verdad”.
Con indignación, señaló: “No vengan a pedir perdón ni clemencia, nadie les cree nada a esta altura, ya está, muchas gracias, la verdad salió sola, no piensen que pueden llegar a obtener ningún tipo de benevolencia, ni de olvido, ni de perdón”.
Tonso continuó su declaración: “Mi madre estaba entre esos 5 encadenados, en la comisaría de Piñeyro, cuando este hombre los vio, recién llegaban, tenían aspecto de estar flacos, despeinados, golpeados”. Mencionó que tienen “un documental que se llama la Masacre de la calle Rosetti” en el que se dan más detalles sobre lo sucedido.
El abogado querellante le preguntó si sabía de más militantes que hayan estado en este CCDTyE. El testigo respondió que tiene entendido que sí. “Formaban parte de distintas organizaciones y también formaban parte del FAS” y agregó “el FR17 era parte y era activo, en la parte cultural del FAS”.
Barone escuchó decir a una de las mujeres que integraban el grupo que fue fusilado: “Tiren hijos de puta que igual la van a pagar”. Tonso, acerca de eso, dijo “ Ojalá hayan sido las últimas palabras de mi madre”.
Ante una pregunta de la fiscal Viviana Sánchez, el testigo dijo que su madre realizaba actividades en la Asociación Boliviana y que su compañera Belcha “era profesora de danzas folklóricas”. Además, contó que Belcha había sido su primera profesora particular de matemáticas en primer año. También se enteró, a través de Catarina Garay, que Belcha había estado viviendo con ella, después de irse de su departamento en la calle San Juan. Catarina también le refirió que Belcha fue a una reunión del Club Boliviano, del Bajo Flores, y no llegó nunca. “Eso hizo que Cati y su pareja se fueran a Brasil, y luego a Suecia, donde estuvieron en el exilio, hasta muy entrada la democracia”, explicó. El testigo contó que pudo encontrarse “con ella y con Jorge López Vidal que en ese momento era director de la Asociación Argentina de Actores y había sido militante del grupo cultural del FRP”.
El testigo aclaró: “Nosotros veníamos del FRP, de la gente del norte de Argentina, las organizaciones se habían fusionado, pero teníamos menos vinculación con el tronco de (Gustavo) Rearte, del norte argentino, Arroyo, Tamalito, Kela, Armando Jaime.”
Le preguntaron si Juan Carlos Arroyo tenía algún vínculo con su mamá y si éste conocía la dirección de San Juan. El testigo, con una sonrisa, respondió: “Él llegaba en cualquier momento, sin avisar, era el Negro, un amigo, y yo sabía quién era porque estaba en el periódico en una foto vieja llegando a Jujuy con el micro, en la puerta, después de haber ido a ver a (Juan Domingo) Perón, era muy pintón”. Dijo saber que era dirigente del partido porque “en casa había admiración por él.”
Acerca de si supo donde estuvo detenido, el testigo contó que tuvo contacto con Eva Arroyo, hija del Negro. “Ella me dijo que su papá había estado en Puente 12, y yo leí muchas cosas y algunas personas que estuvieron en la casa también murieron ahí como Di Pasquale, el sindicalista”.
Agregó que Di Pasquale también concurría a la casa de San Juan. Mi mamá decía que era un dirigente increíble y de base, como pocos, era otra persona a quien se admiraba mucho.”
Sobre las consecuencias que tuvo para su familia la pérdida de su madre, el testigo dijo: “Nos trajo un retroceso en la parte comunitaria de la familia, todo el mundo con estrategias como para sobrellevar esto, yo tenía 17 años cuando pasó, mi hermano tenía 22 años, a cada uno le pegó diferente”.
Precisó que para su hermano “con su discapacidad, fue tremenda la impotencia que sintió al no poder cruzar la calle para defender a su madre, ¿qué no haríamos por una madre?”.
En cuanto a él, sostuvo que lo ocurrido lo aterrorizó y se fue “al campo, en la provincia de Santa Fe, junto a mi familia, volví y no pude estudiar más, tenía pánico de que me fueran a buscar al colegio”.
Tanto él como su hermano se fueron aislando del resto de la sociedad porque “no queríamos andar contando porque pensábamos que podían tomar represalias estos tipos, no porque nos diera vergüenza” lo ocurrido con su madre.
“Recuerdo que tuve que matar a mi madre cuando me sortearon para el servicio militar y me hicieron la revisión médica porque estaba fallecida, no quería dar explicaciones, por suerte no tuve que hacerlo”. El testigo dijo que estuvo años “con sentimientos de culpa, por no haber ido ese día con mi mamá, después, con los años y con la militancia se me pasó eso”.
Hizo referencia al caso de Floreal Avellaneda, el chico que fue torturado y asesinado, cuyo cuerpo apareció después en el Río de la Plata. Lo tenía presente, a él y a los jóvenes de La Noche de los Lápices, porque tenían casi su misma edad. Por otro lado, él tenía “varios compañeros desaparecidos, que no aparecieron, entre ellos Marcelo Hellman y María Claudia Irureta Goyena”.
Recordó que eso lo llevó a hacer cosas para que lo detuvieran, para ver si así podía saber de su mamá. “Yo tuve que irme del país porque no podía manejar la ira, después de muchos años en terapia pude superarlo”, contó.
Luego se dirigió a los miembros del Tribunal Oral 6: “Yo les pido por favor, porque somos muchos en la situación en la que estoy, he hablado con muchos compañeros y tenemos paciencia, nunca ejercimos violencia contra ellos (los genocidas) porque somos mejores que ellos, nos quisieron pintar como lo peor del mundo, pero lo peor fueron ustedes, que robaron, vejaron, secuestraron, torturaron y mataron”.
Por eso pidió a los jueces: “Sean justos, no condenen a un inocente, pero a los que sabemos, a esos, los queremos ver adentro, en una cárcel común que es donde van a tomar conciencia de lo que hicieron. Si están en su casa, van a seguir diciendo ‘nos sacamos un montón de zurdos de encima’, y no, eran seres humanos con historia, seres útiles para la sociedad, cuyas vidas fueron sesgadas, jóvenes, niños, los niños que aún estamos buscando, ayúdennos a encontrar la paz”.
Sobre el cierre, el querellante Pablo Llonto recordó al tribunal que se presentó un escrito denunciando las construcciones ilegales que se están realizando en el predio donde funcionó el centro de tortura y exterminio de Puente 12. El gobierno y la policía de la Provincia de Buenos Aires están modificando el lugar, lo que pone en riesgo la conservación de las pruebas y los restos de las personas desaparecidas que podrían estar sepultadas en el lugar.