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Puente 12 III -día 15- “Las secuelas existieron, existen y existirán”

Por LR oficial en Derechos Humanos, Lesa Humanidad, Puente 12, Puente 12 III

En la audiencia 15 del juicio Puente 12 III, el sobreviviente Dalmiro Suárez revivió el calvario de su familia. En noviembre de 1974 lo secuestraron junto con su hermana Nelfa Suárez, quien estaba embarazada; y con sus cuñados, María Ester Alonso y Víctor Taboada, militantes del PRT-ERP. Los llevaron al centro clandestino Puente 12, donde los “torturaban por turnos”. También declaró Norma Luján Cora por el secuestro y desaparición de su esposo, Rodolfo Aníbal Leonetti. 

Redacción: Carlos Rodríguez
Edición: Pedro Ramírez Otero

Antes del secuestro de Dalmiro Suárez, la Triple A había asesinado a su hermano Arístides Suárez. Con posterioridad también fueron secuestrados sus hermanos Nora, Mario y Omar. 

El sobreviviente estuvo preso en el “Pabellón de la Muerte” de la Unidad 9 de La Plata y en otras cárceles, hasta octubre de 1983. Algunos de sus torturadores fueron el agente de la SIDE Aníbal Gordon y el policía Félix Madrid. Dalmiro dijo que las secuelas de su calvario “existieron, existen y existirán”, pero reivindicó el hecho de seguir “compartiendo con los compañeros de militancia una guitarreada, un asado, reírnos y también ponernos tristes”. 

También prestó testimonio Norma Lujan Cora, quien se refirió al secuestro sufrido por su esposo, Rodolfo Aníbal Leonetti, el 14 de mayo de 1976. Antes de su desaparición, su marido había sufrido persecuciones y atentados en los que resultó herido de gravedad. Aunque en la causa existen datos sobre la presencia de su esposo en Puente 12, la testiga dijo que ni ella ni su hija tienen información precisa sobre el destino final de Rodolfo Aníbal. 

El Caso Leonetti

En la audiencia 15 se desistió del testimonio de Rolando Clashman, mientras que la testiga Silvia Porta no pudo presentarse por problemas de salud. La primera en prestar testimonio fue Norma Luján Cora, quien se refirió al secuestro y desaparición de su esposo, Rodolfo Aníbal Leonetti. Los hechos ocurrieron el 14 de mayo de 1976, cuando la víctima salió de la casa en la que estaba viviendo, en Ituzaingó, con el propósito de tomar el tren y concurrir a su trabajo en un estudio jurídico en la Ciudad de Buenos Aires. Leonetti, de 29 años, era estudiante de Psicología, realizaba tareas de prensa sindical, era militante gremial y de la Juventud Peronista (JP). 

Como su esposo estaba siendo perseguido, se habían mudado a la casa de su hermano, en Ituzaingó. La testiga también militaba en la JP. A su esposo se lo conocía con el apodo “Aníbal” y a ella le decían “Ana”. Los dos participaban en reuniones de formación política y realizaban actividades en distintos lugares. 

Explicó que su esposo había sufrido persecuciones en forma constante. “La más grave fue cuando lo balearon” en 1975. Él estaba en la Unión Obrera Metalúrgica cuando lo llevaron a un campo, en Rawson,  donde fue “ametrallado”, aunque “por fortuna pudo llegar hasta una ruta y un camionero lo llevó al hospital, donde le salvaron la vida”. 

Cuando estaba internado, una persona ingresó al hospital, redujo a la custodia policial y le aplicó una inyección con el propósito de quitarle la vida. Los médicos actuaron a tiempo y lo salvaron. Desde ese momento, sufrió amenazas y seguimientos en distintas provincias. 

Sobre la desaparición de su esposo, dijo que nunca pudo averiguar nada, aunque hizo presentaciones en forma personal y con la ayuda de abogados de la Secretaría de Derechos Humanos. Cuando hizo la denuncia policial, un oficial se burló de ella: “Me dijo que se había ido con una rubia”, contó. Todo lo que pudo saber es que lo secuestraron en Morón, cuando lo hicieron bajar del tren que había tomado en Ituzaingó. Le dijeron que había fallecido “en un enfrentamiento en riña”. Ella hizo la denuncia ante la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep), pero nunca supo a ciencia cierta cuál fue el destino de su esposo.  

La fiscal Viviana Sánchez le preguntó si tenía alguna información sobre la posibilidad de que Rodolfo Leonetti hubiera estado secuestrado en Puente 12.  Como la testigo dijo no saber nada al respecto, la fiscal Sánchez le ofreció —una vez finalizado su testimonio— darle información sobre esa posibilidad. La testiga dijo, en ese momento, que había sabido de alguien que estuvo secuestrado en el mismo lugar que Rodolfo, pero eso era todo lo que sabía al respecto. 

Norma Luján Cora, con la voz quebrada, dijo que su hija tenía cuatro años cuando desapareció su papá. Habló del daño moral, de ella y su hija, por “no saber qué pasó, por no tener un cuerpo, porque es una incertidumbre muy grande”. Además, agregó: “Ya pasaron años y todo sigue en pie, para mí y para su hija, que no tiene dónde ir a visitarlo, que festeja todos los años su cumpleaños, sin saber dónde está. Son muchos años, pero el dolor sigue”. 

La historia de la familia Suárez

Luego declaró el sobreviviente Dalmiro Suárez, quien fue secuestrado el 13 de noviembre de 1974, cerca de las nueve de la noche, en la entrada de su casa, en San Martín 14, de Bernal, partido de Quilmes. “Desde los techos saltaron sobre mí cinco personas, me detuvieron y me metieron en la casa”, relató. Allí se encontraba también su hermana, Nelfa Suárez de Taboada, quien estaba en el quinto mes de embarazo. Estaba sentada en una silla, con las manos atadas. 

A Dalmiro lo tiraron al piso, boca abajo, con las manos en la espalda. En la casa también vivían Víctor Manuel Taboada, el esposo de Nelfa, y María Ester Alonso, quien había sido novia de Arístides Suárez, hermano de Dalmiro, quien había sido asesinado por la Triple A en octubre de ese mismo año. El cuerpo de Arístides nunca fue encontrado. 

Dalmiro dijo que antes de la muerte de su hermano, la familia vivía en la localidad de Don Bosco, junto con sus padres. 

Después del asesinato se habían mudado a Bernal, porque sabían que muchos de ellos figuraban en “un listado” de la Triple A. La organización de extrema derecha solía hacer públicas las “listas” de futuras “ejecuciones” e incluso llegaban a ser publicadas en algunos diarios de la época. En la casa de Don Bosco sólo se quedó Nora, una de sus hermanas. 

Tras el secuestro, lo retuvieron en la casa por unas dos horas por efectivos de la policía de Bernal que luego lo trasladaron a la Brigada de Quilmes. Antes había llegado otro grupo de represores. Lo sacaron arrastrando de la casa, esposado y con una capucha. “Yo era militante político y sabía que estas situaciones podían ocurrir”, dijo. La experiencia le sirvió para saber que lo habían llevado a la Brigada de Quilmes. A pesar de la capucha, pudo ver que sus captores eran de la policía, por su vestimenta. 

Le sacaron la capucha, le pusieron una venda sobre los ojos y lo llevaron a la sala de tortura. “No me hicieron preguntas, me dijeron que era un ‘ablandamiento’ hasta que llegara ‘el jefe’”, declaró. 

Horas después llegó una persona que era la misma que comandaba el segundo grupo que llegó a su casa y el que ordenó que lo llevaran a la Brigada.

Esa persona le dijo: “Pibe, no te hagas golpear, yo soy El Coronel y de aquí en más, yo hago las preguntas y quiero que me respondas”. Lo hicieron subir por una escalera caracol hasta el primer piso y lo ingresaron a una sala de donde nuevamente lo torturaron. Advirtió que en el lugar había otras personas en su misma situación. Horas después de la tortura, sus  captores se pusieron a cocinar en el mismo sitio donde estaban y se burlaban de él. Las sesiones de tortura se prolongaron durante todo el día, hasta que perdió el conocimiento. 

Al día siguiente, cuando despertó, lo desataron, lo vistieron y lo subieron a un vehículo tipo furgón, tapado con una lona. Durante el traslado, detuvieron el vehículo y subieron a una persona. 

“Cuando esa persona cayó a mi lado, preguntó ‘Dalmi, sos vos’ y reconocí la voz de María Ester Alonso”, recordó. Luego subieron a una tercera persona, que era su cuñado Víctor Manuel Taboada. 

Los llevaron a un lugar que luego reconocieron como Puente 12. Caminaron por un sendero de pedregullo y luego entraron a un salón. “A María Ester la tendieron en un  camastro, a mí me colgaron de un gancho que estaba en una barra y quede colgado sin tocar el piso con los pies”, detalló. En ese sitio los “torturaban por turnos”. 

Recordó que se enseñaron con su cuñado, porque les respondía agresivamente a los torturadores y los insultaba. Taboada les dijo que era militante del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y que tenía el grado de sargento. “Lo torturaron hasta que convulsionó”, precisó el sobreviviente. Ante el estado de salud de su cuñado, en el lugar ingresó alguien que parecía ser un médico que aconsejó que “pararan un poco” porque de lo contrario se iba a morir.

“En ese momento, pararon de torturarlo (a su cuñado) y empezaron conmigo, y después con Ester”, contó. Luego lo descolgaron, lo esposaron y lo llevaron a un lugar donde había olor a comida. Al otro día lo llevaron nuevamente a la sala de tortura, pero ya no estaban ni su cuñado ni Ester. No los volvió a ver nunca más. Como le hacían preguntas sobre lugares que no conocía, les empezó a mentir y logró que lo sacaran de ahí, pero como no tenía información para darles, pronto se dieron cuenta que era una farsa. Como castigo, lo llevaron “a un descampado”, lo “pusieron de rodillas y gatillaron un arma en seco” para amedrentarlo. 

También se ensañaron con él durante las siguientes sesiones de tortura, pero ya no le preguntaban nada. Volvió a perder el conocimiento y cuando despertó estaba en una celda muy pequeña. “En el mismo lugar había una persona que me dijo ‘no se quien sos vos, pero si llegas a salir de acá quiero que informes que me llamo Carlos Tachela, y que estoy muy mal”, recordó Suárez. Al rato, Dalmiro volvió a perder el conocimiento y cuando despertó, ya estaba solo en la misma celda. Tachela sigue desaparecido. 

El sobreviviente reconoció los pisos de mosaicos blancos y negros que identifican a Puente 12. Años después hizo ese reconocimiento cuando participó de la inspección ocular que se hizo en el marco de la presente causa judicial.  

Luego de varios días, lo llevaron a otra celda, vendado y maniatado. En ese lugar se le acercó una persona que le trajo un vaso de leche y dos medialunas. “Esa persona me dijo ‘yo no tengo nada que ver, a mí me mandan’”, contó. Luego le corrió la venda y pudo verle la cara a ese guardia, a quien había conocido en un bar de la zona de Bernal. Su apellido era Fernández. 

Con posterioridad lo llevaron al Pozo de Banfield, donde estaban su hermana Nelfa, su cuñada María Ester, Silvia Negro, Alejandro Barry y Lucia León, entre otras personas. 

El sobreviviente dijo que pertenecía a “una familia de militantes” y resaltó que eso era para ellos “un modo de vida”. Precisó que su padre aprendió a leer y a escribir a los 25, luego de unirse a grupos anarquistas, durante la presidencia de Hipólito Yrigoyen. Su padre trabajaba en La Forestal, donde conoció al abogado Francisco Santucho, que representaba a los trabajadores explotados por los dueños de esa empresa. Su padre y su madre se conocieron en una reunión gremial. 

A los 13 Dalmiro tuvo militancia estudiantil, luego participó en agrupaciones peronistas y trotskistas, hasta que se sumó al PRT. Explicó que su detención y la de otros compañeros, en Avellaneda, Lanús y Lomas de Zamora, fueron consecuencia de la infiltración en el ERP del espía Jesús “El Oso” Ranier. 

Acerca de la suerte que corrió Víctor Taboada, dijo que supo que lo asesinaron en Puente 12, aunque quisieron hacer pasar su muerte como un suicidio. El cuerpo fue hallado y se hizo la autopsia en la morgue de Avellaneda, pero el cadáver fue robado, supuestamente por militares, y nunca más apareció. 

Dalmiro Suárez estuvo en la Brigada de Quilmes, en Puente 12 y en el Pozo de Banfield hasta fines de diciembre de 1974, pero luego siguió detenido. Le abrieron dos causas judiciales que prescribieron años después por falta de mérito. A fines de diciembre de 1974 fue llevado a la Unidad 9 de La Plata y en marzo de 1976, después del golpe militar, el régimen de detención fue más duro todavía. Lo llevaron al “Pabellón de la Muerte”, donde se produjeron fusilamientos de militantes políticos en supuestos intentos de fuga. Recordó que en esos lugares estaban alojados los jefes de Montoneros y del ERP. Dijo que los pabellones se desarmaron recién en 1978. La persecución a su familia continuó en esos años con el secuestro de su hermana Nora y de su compañera, Olga Klich. En abril y mayo de ese año también secuestraron a sus hermanos Mario, quien estuvo en Quilmes, y también a Omar. A fines de mayo de 1978, Dalmiro fue llevado a Sierra Chica, donde estuvo hasta abril de 1979. Luego, los presos políticos fueron trasladados al penal de Rawson, donde pasó por distintos pabellones, hasta octubre de 1983, cuando fue llevado a la cárcel de Devoto. Recién pudo recuperar sus libertad el 18 de octubre de 1983, 12 días antes de las elecciones en las que triunfó Raúl Alfonsín. 

Explicó que en charlas que mantuvo en prisión con compañeros como Julio César Mogordoy, pudieron ampliar la información sobre Puente 12 y los otros centros clandestinos por los que pasaron. Agregó que en los tribunales de Comodoro Py pudo reconocer, por fotografías, al agente de la Secretaría de Inteligencia de Estado (SIDE) Aníbal Gordon. Él era quien se hacía llamar “El Coronel”. 

También reconoció al comisario de la Policía Bonaerense Félix Madrid, como el represor que “jugaba al ajedrez con los detenidos” en el Pozo de Banfield. En ese lugar, las compañeras embarazadas “eran maltratadas y no las dejaban ir al baño”. Entre ellas mencionó a su hermana Nelfa Suárez, a Laura Franchi, a Silvia Negro. 

Sobre las consecuencias por las torturas sufridas, señaló que tuvo que ser sometido a dos operaciones, además de las consecuencias emocionales que trajeron consecuencias en sus relaciones personales y familiares. Dijo que “las secuelas existieron, existen y seguirán existiendo”. Resaltó la importancia de haber hablado y compartido lo vivido con sus familiares y amigos “para identificar y ubicar el dolor, para que haga el menor daño posible”. Además de hacer terapia, agradeció la contención afectiva. “Seguimos compartiendo con los compañeros de militancia una guitarreada, un asado, recordar cosas, reírnos y también ponernos tristes; ese es un trabajo permanente”, contó. 

Sobre el final lamentó la espera de 40 años para hacer justicia porque “en el camino han quedado varios que estuvieron comprometidos en el sistema de genocidio que se practicó, sobre todo los civiles”. De todos modos dijo que los juicios sirven “para la sociedad” y también para las y los sobrevivientes y víctimas.