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Sheraton IV – Primera Parte – Infancias rapiñadas

Escrito por el septiembre 16, 2023


Se acerca el final del juicio por los crímenes cometidos en el centro clandestino Sheraton, en la Comisaría de Villa Insuperable. En esta compilación inicial de historias, el foco está puesto en las infancias, que también sufrieron secuestros y torturas.

Texto: Paulo Giacobbe
Edición: Pedro Ramírez Otero
Cobertura del juicio: Fernando Tebele/María Eugenia Otero

El 25 de noviembre de 2022 comenzó el cuarto tramo del juicio por los crímenes de lesa humanidad cometidos en el Centro Clandestino de Detención, Tortura y Exterminio “Sheraton” o “El embudo”, donde funcionaba la subcomisaria de Villa Insuperable, en la Provincia de Buenos Aires. Pasadas las 11.30 se constituyó el Tribunal Oral en lo Criminal Federal N°1 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y su presidente Ricardo Basílico fue saludando a las partes con un buenos días. El tribunal también lo conforman los jueces José Michilini y Adrián Grunberg. 

Dos exmilitares del Grupo de Artillería 1 de Ciudadela son los acusados: el exoficial de Logística, Alejandro Federico Salice y el exjefe del Servicio de Finanzas y exjefe del Servicio de Administración, Roberto Horacio Sifón. Se trata este juicio de 26 casos de privación ilegal de la libertad y tormentos y 3 homicidios.

Durante 2022 hubo cuatro audiencias que en total duraron apenas cien minutos. La agenda apretada del tribunal solo permitió la elevación a juicio, confirmaron que no había cuestiones preliminares, hicieron algún ordenamiento administrativo y los dos imputados se negaron a declarar.  “Me reservo el derecho de hacerlo oportunamente”, dijo Salice en relación a sus palabras. Cuando fue consultado sobre su estado de salud respondió: “Satisfactorio”. Roberto Sifón, en cambio, se declaró inocente y enfermo: “Permanezco aturdido, con mi salud afectada por causas de esta injusta imputación, espero sea debidamente aclarada y se me pueda desvincular de hechos horrorosos de los que no participé y mancillan mi reputación y honorabilidad”. Tanto Sifón como Salice se encuentran detenidos en sus casas. Este último está representado por un compañero de armas: Carlos Eduardo del Valle Carrizo Salvadores, un exmilitar condenado por crímenes de Lesa Humanidad por la Masacre de Capilla de Rosario, ocurrida en 1974 en Catamarca, pero fue absuelto por la Sala III de la Cámara de Casación Penal en 2016. El fallo fue apelado y será la Corte Suprema del 2×1 a los genocidas quien defina. Mientras tanto, Carlos Eduardo del Valle Carrizo Salvadores recorre los tribunales como abogado defensor.  

El 8 de febrero de 2023 comenzaron las testimoniales que finalizaron el 21 de abril del mismo año. Algunas víctimas ya habían declarado en otros tramos de esta causa y, a fin de evitar sus padecimientos al relatar nuevamente hechos muy dolorosos, esos fragmentos se incorporaron por lectura. En esos testimonios, lo expuesto quedó acotado a los hechos nuevos de este juicio. 

Marcela Patricia Quiroga pidió no tener visual de los dos imputados. Solo Salice estaba conectado y apagó su cámara. Quiroga fue secuestrada por el Ejército Argentino el 6 de septiembre de 1977 en un operativo realizado en Villa España, partido de Berazategui. Tenía 12 años. En la casa estaban su hermano Sergio, de 10 años, y su hermana Marina, de un año y medio. Había dos adultos, su madre María Nicasia Rodríguez y Arturo Jaimez. A María y Arturo los acribillaron a balazos y los desaparecieron; militaban en Montoneros. El cuerpo de María fue identificado por el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) en 2007. Sergio y Marina fueron rebotando por distintas comisarías hasta que su familia pudo recuperarlos. Marcela fue trasladada al Centro Clandestino de Detención Tortura y Exterminio Vesubio y luego al Sheraton.

Marcela Quiroga hizo un esfuerzo por recordar a todos los compañeros y compañeras que la cuidaron en esos lugares: Héctor Germán Oesterheld, Héctor Daniel Klosowski, Silvia Angélica Corazza, Adela Esther Candela de Lanzillotti, Enrique Horacio Taramasco, Josefina Lorenzo Tillard, Juan Marcelo Soler Guinard, Elena Alfaro, Pablo Bernardo Szir, Roberto Eugenio Carri, Ana María Caruso de Carri, Graciela Moreno, María del Pilar García Reyes, Juan Marcelo Soler Guinard, José Rubén Slavkin. Advirtió que no recuerda a todos y todas. A algunas de esas personas ya las conocía de antes, de la militancia de su madre. Por eso los represores la obligaron a señalar gente desde un auto. A sus compañeros y compañeras de cautiverio que no conocía de antes las pudo reconocer muchos años después. Mirando fotos en la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep) y en juzgados. 

Después de un tiempo en Vesubio, Marcela había entrado en confianza con el grupo de secuestrados/as. Cuando le dijeron que la trasladaban no se quería ir. Se puso a llorar. Ella se quería quedar con Silvia y con Elena, las dos estaban embarazadas. Entonces Silvia le explicó que se iba a un lugar mejor, que iba a dormir sola y que la comida era mejor. Marcela llegó al Embudo acompañada de Héctor Oesterheld.  

“En El embudo había muebles, yo venía de la ‘Sala Q’ que era un pabellón con las camas marineras y todos en el mismo recinto. Con los años entendí que era un pabellón de detenidos, solo que estaba cerrado con una reja y adentro

 ese lugar estaba amoblado simulando una casa, las habitaciones que teníamos eran celdas, las camas eran de cemento, pero el pabellón principal tenía como una mesada y un calentador, pero nosotros solíamos calentar la merienda”, contó Marcela. 

En otra habitación había una cama donde dormían y la usaban de asiento: “Había una mesa, un sillón y un módulo con varios libros… una radio de aquella época, mediana”. Y un archivo con tres máquinas de escribir y tres escritorios con asientos giratorios. Una oficina. A ese lugar concurrían algunas personas secuestradas de Vesubio a realizar trabajo esclavo. Cumplían horario de oficina, desde la mañana hasta la tarde.

Ahí, en ese lugar, fue que se enteró del asesinato de su madre. Marcela jugaba en el archivo con las máquinas de escribir, mientras dos secuestradas “trabajaban”. Una le dictaba a la otra, que escribía a máquina nombres y apellidos de una lista, con números y después “DS” o “DC”, que significaba  “Delincuente Subversivo”  o “Delincuente Común”. Por último, si esa persona estaba secuestrada o muerta. 

—María Rodríguez… —dijo una de las secuestradas. La otra la miró y, con una mueca, le hizo entender que estaba muerta. Las dos sabían que era la madre de Marcela, y ella alcanzó a ver el gesto y lo entendió. Nunca había preguntado directamente qué le había ocurrido a su madre y ahora lo sabía. 

Marcela también dijo que una vez tuvo que dormir en el corredor, abandonar su cuarto. El grupo de tareas había traído un secuestrado. Lo vio pasar con los brazos para atrás.   

—Hoy no vas a dormir acá —le dijo una compañera. 

—¿Por qué?

—Porque arriba está la sala de torturas —fue la sincera explicación. Se escuchaba. Ese cuarto lo ocupó un adulto, Klosowski. Esa noche la luz quedo prendida y la música al palo, pero Marcela igual escucho los gritos de la tortura.

“Ninguno de los compañeros me contó nada de lo que hubieran podido padecer, al contrario trataban de cuidarme todo el tiempo y que yo advirtiera las menores cosas posibles”, recordó.

“Como niña pensaba en irme, que me iba a ir, pero tenía miedo, la mezcla de la adolescencia y la infancia. Hoy entiendo que hubo en mí un instinto de supervivencia. Eso me marcó para siempre. Hoy con los casos de inseguridad lo potencio, lo llevo a ese lugar. Es difícil ser hijos míos. Yo estoy todo el tiempo pendiente de ellos, que lleguen”, agregó. 

Durante la audiencia quedó sobrevolando una pregunta: ¿De dónde salió el mobiliario que hacía parecer una casa al centro clandestino? 

Verónica Castelli declaró una semana después y  de manera presencial, fue su pedido.  El 28 de febrero de 1977 fueron secuestrados su padre y su madre, Roberto Castelli y María Teresa Trotta, embaraza de seis meses y medio. Militaban en Montoneros. Verónica contó algunos detalles de esa militancia, del peligro que corrían y de los secuestros. Ella estaba con su padre cuando lo secuestraron, pero no se la llevaron porque Roberto la escondió en un almacén antes de entregarse. Cuando Verónica vio que golpeaban a su padre salió del almacén para defenderlo.  

—¡Dejá a mi hija, hijo de puta! —bramó Roberto pese a la inferioridad de condiciones. 

—Dejá a la nena —fue, entonces, la orden de un superior. Subieron a Roberto a uno de los tantos autos del voluminoso operativo y se fueron. Verónica quedó ahí.

La casa familiar, que era una prefabricada, fue saqueada por personal del Ejército Argentino, cargaron todo en camiones. Se robaron todo lo que pudieron. Verónica fue a vivir a la casa de un tío paterno, subcomisario de la Policía Federal. “Las consecuencias que eso tuvo sobre mi vida ya las relaté en un juicio anterior”, dijo. 

Cerca de la fecha de parto apareció un cuento artesanal por debajo de la puerta en la casa materna. Verónica llevó el original a la audiencia. El cuento tiene dibujos coloridos de un lado y del otro no, para evitar el traspapelado de las fibras de colores. Está cosido a mano y, según la familia, la letra es de María Teresa. Verónica dijo que en el único campo de concentración que pudo haber sido realizado un cuento con esas características es en Sheraton. 

Dedicado a Verónica, el cuento es la historia de un patito que se va a recorrer el mundo y la mamá le advierte que tenga cuidado, que tiene que volver con su familia de patos. Al patito lo atrapa un lobo que se lo quiere comer, pero el patito logra escapar y vuelve con su familia. 

“Lamentablemente no permitieron que mi mamá  explique si solo quiso contar un cuento o qué quiso decir. Mi tía siempre interpretó que era un mensaje de mi mamá para decirme que iban a volver a estar conmigo”, declaró Castelli. Pero su interpretación es distinta. Para ella su madre le estaba pidiendo que encuentre a su hermana, para que pueda volver con su familia. “Y es lo que hice”, contó.  

Cuando Verónica tuvo edad suficiente se fue de la casa del tío y comenzó la búsqueda de su hermana. Fue a Abuelas de Plaza de Mayo, dejó una muestra de ADN, conoció el testimonio de Elena y supo que su madre estuvo secuestrada en El embudo. Comenzó a militar en HIJOS y profundizó la investigación. Por un recordatorio en Página 12 se contactaron con ella dos sobrevivientes de Vesubio: Ana María Di Salvo y Eduardo Kiernan. Habían visto a su madre en el centro clandestino. Ana le dijo que para la fecha de parto su madre fue trasladada de Vesubio. Cuando tuvo acceso al testimonio completo de Elena, supo que su madre había tenido una nena. Después del parto su padre y su madre fueron trasladados y no se los volvió a ver.

Castelli rastreó el testimonio ante la Conadep de Ernestina Larretape, enfermera de Campo de Mayo, donde dijo que “una chica muy habilidosa con las manos tuvo un parto ahí”. Luisa Yolanda Arroche de Sala García, una obstetra de Campo de Mayo, reconoció la foto de su madre, pero no aportó más datos. Arroche cumple pena condenada por firmar la partida de nacimiento de Francisco Madariaga, un nieto recuperado en 2010. 

A todo esto se sumó otro dato clave: el parto de Rosa Luján Taranto fue el siguiente al de María Teresa en Vesubio. La hija de Rosa, Belén, fue dada en adopción como NN a través del Movimiento Familiar Cristiano. En 2007 Belén recuperó su identidad. Siguiendo esa pista descubrieron el caso de otra beba dada en adopción como NN con intervención del Movimiento Familiar Cristiano. En julio de 2008, después de un análisis de ADN, apareció la hermana de Verónica: Milagros Castelli Trotta. 

La versión del equipo de adopciones del Movimiento Familiar Cristiano es que el 2 de junio de 1977, por la mañana, les dejaron una beba en una banqueta envuelta en una manta. Dejaron pasar la mañana y decidieron alojarla transitoriamente en la casa de Bibiana Garat de Uranga. Este hecho, así contado, sin ningún agregado, ya es una situación delicada. Pero ocurre algo más, Bibiana declaró que la beba se la dio la esposa de Gustavo Alonso Obieta, un militar del Grupo de Artillería 1 de Ciudadela. Se la entregó “con pastito en la cabeza”. Bibiana, entonces, hizo el pase de manos al Movimiento Familiar Cristiano. 

Otro eslabón de esta historia podría ser José Reinaldo Monzón, que conocía a María Teresa. Monzón estaba cumpliendo el Servicio Militar Obligatorio y fue secuestrado el 21 abril de 1977, una fecha cercana al nacimiento de Milagros Castelli Trotta. Es posible que haya visto, en algún momento, a María Teresa. A Monzón también lo llevaron al Vesubio, lo desaparecieron y sus restos aparecieron en el Cementerio de Avellaneda. Pese a que sabían su identidad lo enterraron como NN. La hermana de Monzón declaró en 2014 que su hermano, lo único que quería de la colimba, era terminarla. Contó que una vez lo llevaron a un operativo. Una embarazada semidesnuda saltó un tapial y él no quiso dispararle, se tiró al piso. Además le perturbaba escuchar todas las noches tiros en el Batallón de Ciudadela. 

Para Verónica, recuperar a su hermana “siempre va a ser una felicidad enorme”, pero entre otros, las personas aquí imputadas, son responsables de los 31 años irreparables que me robaron de vida con mi hermana. Irreparable es eso, que no se puede arreglar, porque no vivimos juntas, no se puede retroceder”.

Al cierre de la jornada, declaró Ángel de Rosa, testigo convocado por la defensa de Roberto Horacio Sifón. Otra película, como si después de ver un documental mirás en continuado una edulcorada de Disney. Sucede que Ángel declaró en su condición de vecino del imputado en Mar del Plata. “Muy buen vecino, la convivencia con él es muy buena”, dijo. Se juntaron para algún cumpleaños y pasaron juntos un año nuevo. Nunca hablaron del genocidio. Por ese trato cotidiano de vecinos le parecía que no podía ser culpable, aunque no sabía “porque no estuvo” ahí.  

El 3 de marzo declaró a distancia María Dolores Aragón. Contó el secuestro de su madre, María Cristina Ferrario, y el asesinato de su padre, Ricardo Alejandro Aragón. El 26 de diciembre de 1976, un operativo de las fuerzas conjuntas  secuestró a los tres, de su casa en Villa Luzuriaga, en La Matanza, Provincia de Buenos Aires. María Dolores, “Lola”, tenía 6 meses. “Si bien lo que voy a contar es bastante tremendo, me considero una persona muy afortunada”, dijo.

A los 20 años, Lola recorrió el barrio donde ocurrieron los secuestros y habló con los vecinos y pudo reconstruir cómo fue el operativo. “Fue un operativo grande que cerraron todo el barrio”, contó. Su abuelo José Ricardo Aragón completó la historia. El operativo fue al mediodía y José, junto a su esposa Clotilde, llegaron al lugar por la tarde. Si bien los vecinos estaban preocupados por el destino de Lola, a sus abuelos les dijeron que no se acerquen a la casa, que era peligroso. Pero los abuelos no les hicieron caso. Clotilde se quedó en la puerta y José entró a la casa, que tenía la puerta abierta. Apenas puso un pie lo encañonaron con armas largas, los vecinos tenían razón: la casa era una ratonera. Comenzaron los maltratos y gritos. 

—Yo no me voy de acá sin mi nieta —dijo José Ricardo. Entraron a la casa de Clotilde y revisaron sus objetos. Hurgando en la agenda descubrieron que tenía el número telefónico del  general Adolfo Sigwald, entre otros números de militares. Sucede que Clotilde trabajaba en el Consejo Federal de Educación y, de ahí, tenía esos contactos.  Al flotar la sombra de Adolfo Sigwald en el ambiente,  el trato cambió de tono y le dijeron que iba a recuperar a su nieta. “Todo esto el abuelo lo relataba como algo muy descontrolado, a los gritos y con golpes”, recordó.

Al rato apareció Lola. Llevaba puesta una ropa que no era suya. La única explicación fue que la dejaron en la casa de un vecino, pero no saben dónde estuvo. José, Clotilde y Lola se tuvieron que ir de la casa, lo único que les permitieron llevarse fue un poco de ropa y leche. Sobre el paradero de María Cristina y Ricardo, nada de nada, quedó todo encuadrado en la justificación de que en la casa había montoneros. 

Ricardo y María Cristina se habían casado hacía poco. Sus muebles eran nuevos: cama, heladera, lavarropas, todo fue robado por los militares. Incluso la casa corrío la misma suerte, aunque no era del matrimonio porque no la habían terminado de pagar, pero eso no importa. Se la robaron al legítimo dueño y, en la reconstrucción  que realizó Lola “los vecinos dicen que el vendedor no la recuperó”.

Los abuelos paternos llamaron a los abuelos maternos para que se quedaran con Lola. “Tenían miedo de que otro operativo cayera en sus casas” y se la robaran. En el mientras tanto, Clotilde habló con la esposa del General Sigwald. Logró un compromiso y el general recibió a José.

Adolfo Sigwald le recriminó a José que su hijo era un subversivo, que en la casa tenían material de la revista “Evita Montonera” y que funcionaba una imprenta clandestina. Eso era cierto. También le dijo que su hijo era un delincuente, eso era mentira. José, pragmático, le contestó que no le interesaba esa conversación, que quería saber el destino de Ricardo y María Cristina. “Eso fue el 27”, al otro día del secuestro, aclaró Lola.

Entonces Adolfo Sigwald dio cuenta de su complicidad. Dijo que Ricardo se suicidó, pero que ellos no tenían nada que ver. Lola se preguntó: ¿Cómo ellos no tienen nada que ver si fueron los secuestradores? Si José se hizo esa pregunta cuando Sigwald le hablaba no se lo dijo. Le pidió por el cuerpo de su hijo y por la vida de María Cristina. 

Entonces, el coronel Adolfo Sigwald, quien después sería interventor de la provincia de Córdoba, le dijo que vaya de su parte a ver al coronel Antonino Fichera en el destacamento de Ciudadela. Fichera actuó de acuerdo a los reglamentos no escritos, ocurrió lo mismo que con Sigwald: eran “subversivos terroristas”.

José lo ignoró  y logró que lo recomienden para ir a visitar al comisario de San Justo en su lugar de trabajo, en la propia comisaría. El comisario actuó de acuerdo a los reglamentos, de vuelta lo mismo, porque se trataba de los peores delincuentes. “Cada vez que va a ver a alguien le vuelven a repetir las barbaridades que le repiten y lo vuelven a maltratar, él buscaba el cuerpo de su hijo”, reflexionó Lola. En la comisaría le entregaron un documento para que recupere el cuerpo de su hijo en el Hospital Güemes de Haedo. Con ese papel, José fue a la cochería y de ahí a la morgue.

—No mire —le pidió el pibe de la cochería a José, en relación al cuerpo de su hijo, y se fueron juntos. A Ricardo lo velaron en la casa familiar. Pero antes de acomodar el cuerpo, lo revisaron. Descubrieron marcas de torturas. Golpes en la nuca. Sangre. Quemaduras en el cuerpo y las manos. Muchos años después, la familia fue al hospital para pedir documentación sobre la muerte de Ricardo. No había, se quemó. No había, se perdió. El velatorio fue el 28 de diciembre, pasaron 24 horas del secuestro. Después del entierro, los abuelos comenzaron las pericias para recuperar con vida a la madre de Lola. 

De vuelta a visitar al coronel Adolfo Sigwald. “Le dicen que el militante era el padre, que la nuera no tenía nada que ver”. El 31 a la noche recibieron un llamado del coronel.

—Su nieta va a tener madre. 

En el mientras, fueron a ver al obispo de Morón, monseñor Miguel Raspanti. Consiguieron una carta de recomendación para visitar, de nuevo, a Fichera en el Regimiento de Ciudadela. Pero Fichera no los recibió, delegó al maayor Costa, quien tenía un trato distinto. “Muy amable, muy cordial, pero mientras charlaban sacó un revólver  y lo puso arriba de la mesa”, y con ese gesto al cuerno la cordialidad.

“Yo se que mi mamá y mi papá estuvieron en Sheraton. Mi mamá estuvo secuestrada y torturada y la pasó mal. Compartió cautiverio con el gordo Luis (Pablo Szir), que le salvó la vida en ese lugar. La mantuvo emocionalmente y le pasaba cartitas por un agujerito. Ella las escondía y las comía. Pudieron hablar y quedaron en encontrarse, en París o en Italia”, contó María Dolores Aragón, Lola, y ese encuentro nunca ocurrió. 

En un allanamiento en la casa del abuelo, en Villa Sarmiento, donde rompieron todo, el grupo de tareas ingresó con Pablo Szir, una de las víctimas de este juicio. La casa había servido de para reuniones de Montoneros. Pablo conocía al abuelo y cuando lo vio, hizo como si no lo conociera. 

Lola dijo que su padre fue asesinado en Sheraton. Que su madre vio la camisa de su padre ensangrentada en ese centro clandestino. A María Cristina la trasladaron a la Comisaría de Ramos Mejía, el propio comisario llamó a José y permitió que la visitaran. Pero cuando eso ocurrió, María Cristina tenía una pérdida, estaba embarazada. La trasladaron de manera clandestina al Hospital de Campo de Mayo. Perdió el embarazo y volvió a la comisaría.

El comisario apuró a la familia, que si no la sacaban rápido la volvían a desaparecer. La largaron a la calle con la condición de que se fuera al exilio. En febrero de 1977 fue subida en un celular con rumbo a Ezeiza. De ahí a España. María Cristina viajaba con Lola. En 1981 quiso volver. Lola, paciente, dijo que fue un error. “Mi mamá no pertenecía a ninguna organización”, quería volver porque extrañaba. Después del asesinato de su compañero, de ser torturada, violada y arrojada al exilio, no sabía qué hacer en España. El apocalipsis había caído en cuestión de horas sobre su cuerpo. “Fue un error porque estaba la Contraofensiva y fue interpretado por los Servicios de Inteligencia como parte de esa estrategia”, agregó Lola.

Las amenazas en la casa de los abuelos las obligaron a vivir clandestinas con la ayuda de personas solidarias. Recién en 1983 se establecieron y volvieron “a una vida más o menos normal”. Lola dijo que su madre estaba enferma, que fue complicado para ella sobrevivir y que “por suerte tenía a mis abuelos”.

En la misma audiencia, luego del testimonio de Lola Aragón, declaró Daniela Klosowski. 

Continuará…


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