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Sheraton IV – Segunda Parte – No se pudo dar así

Escrito por el octubre 5, 2023


Como todos los juicios, Sheraton IV ha dejado historias impactantes y conmovedoras, donde las hijas e hijos ocuparon un rol central para contar lo sucedido con sus familias. Aquí un repaso estremecedor solo por algunas de ellas, con las hijas e hijos en un rol central. Este viernes a las 9 serán las últimas palabras de los dos imputados, y a las 12 se conocerá el veredicto. Todo se podrá ver en La Retaguardia. 

Redacción: Paulo Giacobbe
Edición: Pedro Ramírez Otero / Fernando Tebele

Luego de Lola Aragón declaró Daniela Klosowski, hija de Héctor Daniel Klosowski y de Norma Mabel Sandoval. Al comienzo de tu testimonio, relató el secuestro de su padre, ocurrido el 2 de febrero de 1977 en una obra en construcción donde estaba trabajando, en Ranelagh, Partido de Berazategui, Provincia de Buenos Aires. No eran las 11 de la mañana cuando el Ejército Argentino lo cercó. Daniel estaba con su hermano, Osvaldo Luquez, de 16.
Cuando Daniel se vio acorralado intentó suicidarse tomando una pastilla de cianuro, pero un disparo certero a la mano se lo impidió. Daniel fue atrapado con vida, con heridas de arma de fuego en la mano y en la espalda. Osvaldo logró huir y fue quien contó lo ocurrido a la familia. Héctor Daniel Klosowski fue curado en el Hospital Militar y, se sabe por sus propios dichos, que estuvo secuestrado en Sheraton. Está desaparecido. 

A las 11.30, la madre de Daniel, Zenaida Luquez, le contó a Norma del secuestro tal como se lo había relatado Osvaldo. Norma sabía que también la estaban buscando  y pensó que sus dos hijas, Norma de casi 7 años y Daniela de 2 años y medio, corrían peligro de ser secuestradas. Luquez se llevó a las nenas a su casa.  

Norma no perdió el tiempo, pasó por la casa de su padre, cargó todo el material comprometedor en un bolso y lo arrojó a un río en Berazategui. Después se escondió en la casa de su hermana Zulema. Pensaba que ese era un lugar seguro, pero antes de la medianoche escucharon ruidos. Personal de civil y personal militar la secuestraron. Cuándo irrumpieron en la habitación donde dormían las dos hermanas, preguntaron cuál era Norma. Ninguna de las dos dijo nada. 

—¡Nos llevamos a las dos!

Entonces Norma dijo que su hermana no tenía nada que ver. Se puso un pantalón y salió de la casa descalza, con las manos atadas y los ojos vendados. La metieron en el piso del asiento de atrás de uno de los seis autos que estaban en la puerta. En el asiento de otro auto estaba su padre, Dionisio Sandoval. 

Daniela Klosowski no se refirió a las torturas y vejámenes que sufrió su madre cuando estuvo desaparecida. En 2020 Norma declaró en el tercer tramo del juicio por los crímenes de lesa humanidad cometidos en el Centro Clandestino de Detención Tortura y Exterminio El Vesubio. Fue en ese momento cuando Daniela se enteró de que ella y su hermana también habían sido secuestradas y torturadas.   

“Nos llevaron a un centro clandestino con motivo de utilizarnos para torturar a uno de nuestros progenitores o a ambos. Yo no lo recuerdo porque tenía dos años. Es lo que declaró mi mamá. Lo que puedo aseverar y recuerdo es que tengo por momentos como flashes y sensaciones; sin que uno las llame y en determinadas circunstancias que las detonan, vienen a mi memoria. Sí tengo presente el estar suspendida en el aire y que una persona del sexo masculino me tenía de los tobillos y amenazaba con reventarme contra una pared. El vértigo… la sensación del vértigo que esto produce”, dijo Daniela. 

“Este recuerdo de escuchar el llanto de mi hermana y esa sensación de estar a merced de otro y la amenaza esa que te fueran a estampar contra una pared como si fueras un insecto”, agregó.

Daniela no sabe en qué centro clandestino ocurrió eso. Pero sí tiene presentes esas sensaciones que cada tanto la dominan. De repente se detona el recuerdo y pierde el control, sufre ataques de pánico y tiembla. No puede salir a la calle. Su bienestar emocional y psíquico y el de su entorno y sus familiares se ve afectado por esas sensaciones. Se pone paranoica con sus hijos, tiene miedo de que un grupo de tareas los secuestre. También tenía temor a declarar. “Cuando me ha tocado acompañar a mi mamá a declarar o en alguna audiencia que pidió cárcel común para un represor, no duermo la noche anterior”, dijo. Entra en estado de alerta. 

En 1977, Daniela y su hermana Norma habían quedado al cuidado de su abuela, Zenaida Luquez, en la casa de Ranelagh. Un grupo de tareas irrumpió en la casa. Lo que no rompieron se lo llevaron. Golpearon a su abuela y a su hermana. “Estaban buscando algo que no sabría precisar”, explicó. 

A Héctor Daniel Klosowski lo dejaron reunirse dos veces con su familia en el parque de la cervecería de Quilmes, que era de concurrencia pública. Fue él mismo quien confirmó estar secuestrado en El Embudo, como también le decían al Sheraton. Daniela no tiene recuerdos de ese encuentro. La segunda vez que lo vieron, le contó la madre que lo vio abatido, cansado física y emocionalmente. Daniel les dijo que había decidido colaborar con los militares y que le habían prometido liberarlo a fin de año. “Ya estaba más desmejorado que la primera vez. Y sobre todo abatido. Resignado”, contó.

“Mi hermana, producto de los golpes y las lesiones, perdió la vida unos años después, cuando yo tenía cuatro años. Mi hermana, con la salud deteriorada y desmejorada, me hizo prometer que si papá volvía, por más que estuviera malherido, lo íbamos a recibir igual con amor. Porque ella señalaba esto, que lo había visto vendado, malherido. Y mi mamá también señala lo mismo”, relató.

Cuando Daniela era chica encontró en el galpón del fondo de la casa una carta de su padre. Su hermana ya había fallecido. En la carta decía que “los muchachos lo trataban bien, los militares. Que había decidido colaborar con ellos para garantizar la seguridad de sus hijas y su mamá. Y que tenía la esperanza que lo liberaran a fin de año”. Daniela no habló de la carta con su mamá hasta pasados varios años. Su mamá le dijo que no era la letra de Daniel. “Pero tras haber conversado con el Equipo Argentino de Antropología Forense, señalan por otros testimonios y por conocimientos que tienen, que no era imposible que los detenidos (de ese centro clandestino) tuvieran contacto con sus familias o escribieran cartas. Una conclusión mía es que como le habían baleado la mano para evitar que se suicide es probable que haya quedado imposibilitado de escribir y que le haya pedido a otro detenido que escribiera esta carta”, explicó.

Daniela contó que el hostigamiento a su familia fue continuo: “El recuerdo que tengo durante la infancia es de estar durmiendo a la noche y escuchar pasos, omo de botas o borceguíes por el techo de la casa, lo que me llenaba de miedo y eso sucedía de noche. Escuchaba y sentía los pasos de alguien caminando por el techo de casa y me aterraba”. Pese a la humildad de la vivienda, lo que se podían llevar se lo llevaban y hasta le revisaban los cuadernos del colegio. En el barrio se sabía que era hija de desaparecidos y las familias tenían mucho miedo de que sus hijos se juntaran con ella. Una sola mamá permitía que su hijo se juntara con ella. “Era tal el temor y el terror que tenía el resto de la gente que llegaba hasta esto. Por miedo a que también les pase algo”, dijo. 

Además, agregó que a su madre la perseguían en el trabajo. Se hacían presentes los militares y le decían a su jefa que era una persona peligrosa y que la tenían que despedir. “Producto de todo eso, era difícil la vida”, planteó Daniela. 

“Bastante difícil se hizo mi infancia y no era posible compartirlo con otros. Al haberse hecho mi papá colaborador de los genocidas, quedamos en una situación de soledad porque los compañeros de él no estaban presentes para nosotras, por el temor”, declaró. Antes del 2 de febrero de 1977, en las discusiones que tenían Héctor Daniel Klosowski y Norma Mabel Sandoval, estaba la posibilidad de su secuestro. Daniel decía que si a él le pasaba algo, los compañeros iban a velar por ellas. “No fue así. Eso no pudo darse de esa manera”, dijo. El asedio fue constante.

Sobre el cierre de la audiencia, Daniela mostró una foto de su hermana y ella juntas. “Si algo tengo claro es que los centros clandestinos de detención y exterminio no son para ninguna persona, mucho menos para la niñez. En nombre de Marcela Quiroga, Pablo Miguez,  de Natalia y Clarisa Martínez Dauthier, de mi hermana Norma Mabel Klosowski, y de tantos otros menores, de los 130 adolescentes que constan en el informe del CELS (Centro de Estudios Legales y Sociales), que han sido torturados y alojados en los centros clandestinos de detención, es que pido se haga justicia”, concluyó. 

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La audiencia del 10 de marzo comenzó con la testimonial de Ana María Diberto, la madre de Martín y Valeria, hijos de Enrique Horacio Taramasco, Tato, quien estuvo secuestrado en Sheraton y está desaparecido. Ana María y Enrique Horacio se separaron a fines de 1975 y mantuvieron una buena relación. Cuando vivían en Ensenada y La Plata, Tato veía a sus hijos cotidianamente, pero después ella se fue a vivir a Zona Oeste y él a Zona Sur y las visitas se espaciaron a los fines de semana. Martín Horacio y Valeria Taramasco van a declarar este mismo día, después de su madre.  Al momento del secuestro del padre tenían cinco y tres años, respectivamente. 

Ana María Diberto contó que por un llamado telefónico supo del secuestro de Tato, ocurrido en un “almacén de Zona Sur”.  Calculó, Ana María, que eso fue el 25 o 26 de marzo de 1977. “Y a partir de ahí no tuvimos más contacto, mis hijos se quedaron sin su papá, que sí tenía un contacto muy afectivo, muy cariñoso y muy comprometido con sus hijos”. 

Frente a “que habían chupado a Tato, había una situación de riesgo para mí y los chicos”. Ana María estaba viviendo con su hijo y su hija en la casa de su madre, que era el domicilio legal de ella. La madre, entonces, alquila un departamento en Mar del Plata y su hermana alquila una casa en Ituzaingó, Zona Oeste del Gran Buenos Aires. “En toda esa etapa estábamos clandestinos, por la inseguridad. A esa casa solo venía mi hermana mayor”.  La imagen que se presentaba al barrio era la de una mujer separada con un hijo y una hija, que se relacionaban con los demás chicos del barrio y del jardín de infantes. Cuando Ana María fue descubriendo que en la casa de la madre las cosas estaban tranquilas, los padres de Tato se reunieron con sus nietos. Pero en una plaza de Morón, también Zona Oeste. “Mucho miedo”.  Así fue pasando 1977. Por ese tiempo, los padres de Tato recibieron una carta de su hijo en la casa de ellos, en Chivilcoy. 

Ya instalados en Mar del Plata, un día, caminando por la Avenida Colón, Valeria se cruzó con un adulto, flaco, alto, de bigotes y se lo confundió con el padre. Salió corriendo a su encuentro, gritando: “apá, papá”.

“Y así muchas cosas de los chicos. Frente a la desaparición del papá, en marzo del 77, plena represión, yo estoy en la situación de que tengo que decidir qué le digo a una nena de tres años y a un nene de cinco. Lo que yo evalué, sola, ya no estaba la otra parte responsable como uno para hacer las evaluaciones. Lo pienso y digo: si con esta edad le digo que el papá está desaparecido, le explico la situación pero que no tienen que decir nada, a nadie, porque nos ponen en riesgo a todos, a mí y a ellos mismos. Y son chicos muy chiquitos, ¿cómo no lo van a comentar? Me pareció que era ponerles una carga que no podían llevar estas criaturas de esa edad”.

Ana María Diberto, entonces, les dijo que por cuestiones laborales su padre se fue a Brasil. “Para mí fue la manera de protegerlos”. Desde su rol de psicóloga, Ana María habló del psiquismo infantil. “Los chicos absorben todo lo que pasa, aunque no se los digas. Estas criaturas no me preguntaron nunca ‘¿cuándo viene papá?’, que es lo normal de un chico. ‘¿Cuándo viene papá?, se fue a viajar’. No me lo preguntaron, eso es del orden de lo traumático para un chico. Ellos mismos se ponen en silencio”. 

Con la llegada de la democracia, Ana María Diberto les contó lo ocurrido a su padre, Enrique Taramasco, y que ellos juzgaran si había hecho bien o mal en ocultarles lo ocurrido. “No, mamá, hiciste bien”, “gracias, mamá”, fueron las respuestas. “Siempre reivindicaron la militancia de su papá y su mamá. Han tenido tratamiento psicológico cuando lo pidieron y eso los ayudó mucho y estuvimos los tres siempre muy juntos”.

“Hasta ahí lo que pasó con mis hijos; ¿lo que pasó conmigo?, lo que pasó con todos. El terror es muy fuerte.  Mucho tiempo en que una esté en un lugar en el que cree no es conocida. Una no duerme de noche, mucho terror por los chicos y por mí también”.    

También se refirió a la necesidad de elaborar un duelo y los ritos fúnebres: “Eso es terrible. De esta barbaridad no hay manera de elaborar duelo, es algo que está permanente. Inclusive cuando llegan los nietos se suman a esto, no digo con la misma intensidad que el papá y la mamá, pero también hay que empezar a explicar que ese abuelo no está. ¿Y qué pasó? No es con la misma intensidad que con los hijos, pero no termina nunca”.

Martín Horacio Taramasco brindó testimonio después de su madre y comenzó diciendo que él tenía cinco años al momento del secuestro de su padre. “Hasta mis once años no supe qué había pasado, no supe la cuestión de la desaparición”. Su madre, Ana María, para protegerlo, le había dicho que su padre estaba trabajando en Brasil. “Si bien era chico, la historia mucho no me cerraba, no había comunicación, era raro de alguna manera, y oscuro”.

“Además de percibir que mi mamá no tenía amigos, estaba encerrada. Apenas veíamos a unos tíos maternos que nos ayudaban, estábamos con mi abuela materna, viviendo con ella, con la jubilación de ella. Éramos bastante pobres. Yo iba al jardín y después a la escuela, y algo que me pasaba era que no decía mi apellido. No es que mi mamá me había dicho ‘no digas tu apellido’”. Pero cuando le preguntaban el nombre decía Martín. Y si le preguntaban el apellido no lo decía. 

—¿Pero cómo no sabes tu apellido?— le increpaban algunos adultos cuando él tenía siete años. Martín Horacio Taramasco sabía su nombre completo, pero no lo decía.

“Después fue un gran alivio, a mis once años, cuando mi mamá me cuenta lo que había pasado; fue fuerte, pero fue un alivio”. Martín recuerda la angustia de la madre cuando se lo contó. Sentados en la vereda, sobre una parecita de una casa en Castelar, charlaron un buen rato. En la primaria había otros chicos que no tenían padre, pero él era el único “que no tenía una razón que pudiera explicar”. 

“A los once años y ya teniendo más conciencia, empecé a preguntar un poquito más”. Con la única persona que podía hablar de eso era con la madre. Su tía y su abuelo paterno no hablaban de ese tema y él no preguntaba. “Hasta mis treinta y pico de años nunca hablé con ellos específicamente de mi padre. Ese fue un buen momento porque recuperaron cosas de la infancia, me mostraron fotos. Pero muchos años después”. 

En la secundaria Martín comenzó a reconstruir un poco su historia. “Empecé a hacerme cargo de que era hijo de alguien desaparecido. Había un cierto estigma, tenía que discutir algunas cosas o vivir algunas situaciones”. Estaba la idea de que, si desapareció, fue por algo. 

Leyendo el Nunca Más pudo saber que su padre estuvo en El Vesubio, pero no quiso leer mucho por la descripción que había sobre las torturas. Después empezó a tener un compromiso más político. “Con mi hermana, mi mamá y otros compañeros fuimos encontrando de a poco, porque no había tampoco mucha información, empecé a tener más conciencia”. En el año 2000 fue citado en los Juicios por la Verdad. “Ahí nos encontramos con esa carta”, la que recibieron sus abuelos paternos en Chivilcoy. Al leer la carta, supo que se refería mucho a él y a su hermana. “Había como una despedida, como que… por lo menos entre líneas uno podía leer que no iba a salir o que no… lo cual fue bastante duro en ese momento”.  Con la carta había dos dibujos, uno para Valeria y otro para él, realizados con tinta china y lápiz. 

Valeria Taramasco declaró al cierre de la audiencia. “Yo no me acuerdo de nada. Así que más que nada lo que puedo aportar es los efectos del Terrorismo de Estado en mi persona”. Ella tenía tres años recién cumplidos cuando secuestraron a Tato, su padre. Relató, Valeria, lo poco que junto a su familia pudieron ir reconstruyendo. Lo que sabe y lo que le falta. Ya de grande, cuando dejó una muestra de sangre en el Equipo Argentino de Antropología Forense, pudo saber algunas cosas más: “Por primera vez escucho la hipótesis de que haya estado en el Sheraton”. 

Dos cuestiones sostienen esa idea. Como le explicaron en el EAAF, desde el Centro Clandestino de Detención Tortura y Exterminio Sheraton, los represores permitieron a los y las secuestradas que escribieran cartas a sus familias. Eso ocurrió entre la navidad del 77 y principios del 78. Lo otro es el testimonio de Paula Ogando. Valeria dice que asistió a dos audiencias de un tramo anterior de este juicio, cuando declararon Paula Ogando y Diego Hobert. Fue ahí que lo supo, y explicó que tiene vaivenes: por momentos está muy activa y por momentos se retira. Así que hay algunas cosas que no sabe cómo las sabe. 

El domingo 26 de febrero de 2023, unos meses antes de esta audiencia, Valeria se enteró de que su padre había estado secuestrado en el Pozo de Quilmes. El Colectivo Quilmes Memoria, Verdad y Justicia presentó a fin de 2022 un listado de personas desaparecidas y asesinadas por el Terrorismo de Estado vinculadas a ese territorio. Y ubica el 26 de marzo de 1977 como la fecha del secuestro de Tato Taramasco.  “Siempre tuve ese vaivén entre querer saber y que me cueste, que me genere tanto dolor que no pueda sostenerlo en el tiempo. Eso siempre me generó mucha culpa porque sentía que se lo debía a mi papá. Y después me digo: no soy yo la que tengo que buscar la verdad, a mí me la deben, yo no se la debo a nadie”, compartió durante el juicio.

“Yo no tengo ningún recuerdo vivido, en algún lugar ese tiempo vivido con él está guardado, pero no tengo ningún recuerdo vivido”; dijo también que una vez entrada la democracia, su madre imprimió unas fotos donde se veía a su padre de lejos. Esas fueron las primeras fotos que tuvo. En el año 2000, gracias a un compañero de facultad de Chivilcoy, consiguió una foto en primer plano. Era una publicación de la revista El Descamisado, que incluía una entrevista. “Así que ahí, de a poquito, pude ir recuperando algunas cosas. Pude recuperar algo de su palabra política y el enorme parecido físico conmigo, y con mi hermano. Había algo de los gestos de la mano, en un punto era mirarme en un espejo pero yo sin bigote”. El compañero le regaló la revista.

En 2003, hablando con su tía paterna en el casamiento de su hermano, consiguió otra foto familiar. Estaban su hermano, su papá y ella.  También vio una diapositiva en brazos de su padre, cuando era bebé: “Esa foto fue la prueba material de que una vez, al menos, me abrazó”. 

Sobre la carta que Tato envió estando secuestrado, Valeria dijo que en un punto es muy dura, porque no deja de ser una carta de despedida. “Hasta ese momento yo era una nena muy distinta a lo que fui después o por lo menos por la descripción de él”. Valeria llevó a la audiencia el dibujo que su padre le envió con la carta. En una hoja de buena calidad, pintado con tinta china y con lápices de muchos colores, Tato Taramasco dibujó un pájaro que podría ser un personaje de Submarino Amarillo, de The Beatles. A Martín le dibujó una batalla con vikingos. El dibujo y la certeza de saber que estaba secuestrado, a Valeria la “acerca mucho al terror de lo vivido, a los tormentos”. Supone Valeria que como su padre era arquitecto y tenía acceso a esos materiales, lo estarían obligando a trabajar. 

Existe un testimonio, algo que alguien le dijo alguna vez, de que su padre estuvo también en Puesto Vasco. Serían cuatro los centros clandestinos, por eso ella dice: “Sentir que lo pasearon por distintos centros, o como trofeo, o para mostrar que… estaba quebrado. La carta es muy dura en ese sentido. Entiendo que no iban a dejar que saliera algo que no leyeran, pero es una carta que él plantea que se arrepiente, sobre todo el dolor que hace sentir a los demás, algo así. Pero es un dibujo muy lindo con buenos materiales”. Valeria lo exhibió ante el tribunal y se lo pidieron para sacarle una copia. “Lo que sí, lo presto pero viene hoy”, advirtió en una de las pocas risas que tuvo ese día.  Sacaron copias y se lo devolvieron sin que ninguna parte se opusiera. 

El 17 de marzo fue la siguiente audiencia. La primera en declarar fue María Inés Sánchez. La fiscala auxiliar Nuria Piñol pidió que se incorporara por lectura la declaración que Sánchez realizó el 19 de octubre de 2010 en la causa Vesubio: “En ese juicio ha relatado con muchos detalles el secuestro y todos los padecimientos de su madre, entendemos que no es necesario aquí que vuelva a reiterar todo a los efectos de evitar su revictimización”. Ninguna parte se opuso y el testimonio de María Inés Sánchez estuvo relacionado a cuestiones más novedosas del juicio. 

A Silvia Angélica Coraza de Sánchez, la mamá de María Inés, la secuestraron en la tarde del 19 de mayo de 1977 en la puerta de la Confitería El Clavel, sobre la Avenida Hipólito Yrigoyen, (ex Pavón) frente a la estación de Lanús, Zona Sur de la Provincia de Buenos Aires. Silvia estaba embarazada de dos meses y María Inés, que tenía un año y pocos meses de vida, había quedado en una guardería. 

Abel Sánchez, el papá de María Inés, militaba en Montoneros Zona Sur junto a Silvia.  La misma tarde del secuestro supo que algo le había pasado a su compañera porque faltó a un operativo de control. Averiguando en la zona de la estación de Lanús, supo algunos detalles más. Abel retiró a su hija de la guardería y entendió el peligro que se avecinaba: “Mi papá levantó la casa”.  Después de un tiempo Abel dejó a María Inés en lo de sus abuelos maternos y para noviembre, supo que Silvia fue secuestrada junto a otras personas. 

“Se estableció que mi mamá iba con Chela”, Clara Josefina Lorenzo Tillard, pero no llegaron a la confitería donde tenían una cita. Fueron secuestradas metros antes. Diego Secaud, otro militante de Montoneros que estaba en el lugar, masticó la pastilla de cianuro que se lleva a la boca y muere. Diego logró no ser secuestrado con vida y los militares lo enterraron como NN en el cementerio de Avellaneda. Muchos años después, el Equipo Argentino de Antropología Forense identificó sus restos. Pero en la tarde del 19 de mayo de 1977, las fuerzas del orden secuestran con vida a Chela y a Silvia. Las llevan a la sala de tortura planificada. Silvia, como Diego, intentó clavarse la pastilla de cianuro, pero los secuestradores le pegaron un culatazo en la cabeza y la pastilla voló por los aires, directo al piso de la zona más transitada de Lanús.

En noviembre de 1977, la familia recibe dos cartas. A ese contacto se le suman los llamados telefónicos al domicilio de los abuelos. María Inés no recuerda cómo recibieron las cartas, “si por correo o las pasaron por debajo de la puerta”. Pero eran cartas de la madre, escritas de puño y letra, que daban cuenta de que estaba viva y “esperando a mi hermana, anunciando que iba a dar a luz en diciembre”. En las cartas le pedía a Abel Sánchez que se alejara de la militancia, que estuviera a salvo y pensara en el bienestar de la familia y que no desconfiara, que las cartas eran de ella, ya que solo ellos dos sabían de la decisión de tener un bebé. 

“Había mucho interés por parte de los secuestradores de dar con mi papá. De saber si estaba en el país o no. De operar algún tipo de intercambio, engañando a mis abuelos, para obtener información. Por suerte eso no ocurrió, pero la intención de los secuestradores era esa”, detalló María Inés. En noviembre Abel Sánchez todavía estaba en el país, su exilio será poco más adelante, ayudado por compañeros de militancia. 

La hermana de María Inés nació el 29 de diciembre de 1977, “suponemos en un hospital militar, Campo de Mayo o el Hospital Militar Central”. Y entonces ocurrió algo inusual. El 3 de enero de 1978, Silvia Angélica Coraza es llevada a la casa de sus padres y entrega a su hija recién nacida en los brazos de su familia. Por lo menos cuatro represores la vigilaban.  

 “Tengo una imagen muy borrosa, que quiero creer que es cierta, pero en realidad no tengo muchas certezas al respecto, que es mi mamá entrando con mi hermana en brazos en el hall de entrada de ese departamento”. Silvia habló con su madre, le dio ropa e indicaciones. “Ella había anotado todo en una carta porque creo que no pensaba que iba a ir”. En la carta decía que no le “pregunten nada a estos señores (los represores que finalmente la llevaron) ni le hagan problema, porque estos señores nos están haciendo un bien”.

Esos “señores” le permiten a Silvia que entregue un trompo y una muñeca a María Inés. Madre e hija juegan juntas, en lo que al mismo tiempo, será un eterno y breve momento. En la casa además estaba la hermana más chica de Silvia, de 14 años.  El abuelo había salido. Por eso piensa María Inés que la casa estaba vigilada, que los represores esperaron el momento en que no hubiera ningún hombre en la vivienda. “Después de eso no volvimos a saber más nada acerca de ella, solo bastante tiempo después por relato de sobrevivientes de Vesubio y Sheraton”. 

No hubo llamados tampoco. Solo la sensación de que la casa estaba con “vigilancia plena”.  Siempre que salían o entraban, aparecía alguien más en la puerta o veían “vehículos extraños”, ajenos al barrio. De este modo María Inés refuerza la teoría de que los genocidas buscaban a Abel, que ya para ese momento se había exiliado. 

La hija de Silvia Coraza y Abel Sánchez comparó las cartas que recibieron con las cartas que recibieron otras familias: “había mucha referencia a Dios, al arrepentimiento  y a las macanas de la militancia. En la carta que Chela manda a su madre y su padre se repite la mención a Dios, cuando no era algo notorio en su forma de expresarse. Había una constante que resultaba llamativa o que se podía comprender en ese contexto el objetivo”. Al domicilio de Chela también llegó una carta, “dirigida a Alberto y señora, firmada por Ana, y nunca pudimos reconstruir de quién se trata. Había llegado en el mismo sobre, mezclada con la carta de Chela”.

Hasta 2006 María Inés no supo que su madre estuvo secuestrada en Sheraton, pensaba que solo había estado en Vesubio. Sánchez, que trabajaba en el Equipo Argentino de Antropología Forense, participó en la identificación de María Nicasia Rodríguez, la madre de Marcela Quiroga. “Contó todo su secuestro y que había estado más en contacto con Elena Alfaro y con mi mamá en la sala Q. Los secuestradores creían que las habían quebrado (por eso sala Q) y eran las únicas a las que les daban leche. Una alimentación distintiva”. A Silvia porque estaba embarazada, y a Marcela porque tenía 12 años. “Tuvieron mucho diálogo, compartieron muchas cosas”.  Dijo María Inés, que con Marcela ganó “una amiga, hermana”.  

Al comenzar la audiencia, María Inés se emocionó al recordar a otra amiga: Paula Molinas. Quiso el azar que la declaración cayera al cumplirse un año del fallecimiento de Paula. “En esta ocasión me encuentran en un doble duelo, por mi papá y por mi amiga, me van a ocurrir momentos emotivos pero voy a tratar de continuar”. Con Paula compartió un veraneo cuando era niña y se reencontraron en la búsqueda de justicia. Paula era hija de María Guadalupe Porporato y de Francisco Molinas, ambos militantes de Montoneros. María falleció el 9 de septiembre de 1974 y Paula tenía un año. Francisco se puso en pareja con Chela. El 19 de febrero de 1977 es asesinado Francisco y Chela queda al cuidado de Paula. Para alejarla de las garras genocidas la llevó hasta Córdoba, a la casa de una familia cercana al padre. La historia de Paula y Chela, que parece otra historia, es también parte de esta misma historia.  

Luego de María Inés Sánchez declararon dos exconscriptos: Jorge Alberto Aramburu y Carlos Alberto Elizondo.

La declaración de Paula Ogando  del 31 de marzo de 2023 quedó sujeta a los hechos nuevos del juicio para evitar la revictimización de la testiga al relatar todo su padecimiento, que ya ha sido extensamente detallado en otra oportunidad. Veremos una coincidencia en la fecha de su secuestro y en la de su declaración.

Ogando fue secuestrada después de bajarse del colectivo cuando caminaba por el lote baldío lindero a su vivienda, en Villa Luzuriaga, Provincia de Buenos Aires. “Estaba caminando por un pequeño sendero que había en ese baldío, donde las plantas no eran muy altas pero tampoco era muy raso. Es en ese momento que alguien se acerca caminando rápido”. Paula se apartó pensando que se trataba de alguien que corría el colectivo. Pero no, cuando estuvo frente a ella, esa persona la agarró de las muñecas y la tiró al piso. Dos cosas, opuestas, pasaron por su cabeza estando tirada. La primera: que se trataba de un asalto. Algo en ese sentido dijo. Pero su atacante le aclaró que no era un asalto y que estaba detenida. Fue ahí que vio la manta en el techo de su casa. “Era la contraseña de no entrar, que yo no la había visto”. Cuando bajó del colectivo no la vio, pero desde ahí, desde el piso, reconoció la manta y su significado. No se trataba de un robo, era su caída. 

La manta la había puesto su compañero, Osvaldo Lenti, secuestrado ese mismo 31 de marzo de 1977 en la estación de trenes de Liniers. Lenti intentó tomar la pastilla de cianuro  pero no lo logró y fue llevado al Sheraton. En la tortura les dijo a sus secuestradores que tenía una reunión en su domicilio con un superior de Montoneros, pero era mentira. No existía ninguna reunión. Osvaldo sabía que Paula no iba a estar en la casa en todo el día, entonces les dijo a los represores que tenía que poner una manta en la terraza para que el contacto ficticio la viera y entrara a la vivienda. Por eso estaba en el techo la manta que Paula recién vio cuando estaba tirada en el piso.

A Paula, el secuestrador la levantó bruscamente del pasto y la llevó hasta la casa. En el juicio dijo que todo estaba “como en movimiento”, por lo rápido que ocurrió. En su casa todo era caos y gritos. Su compañero, Osvaldo, aprovechando un descuido, se había escapado.

En la vivienda, los represores pasaron a Paula de mano en mano a los empujones hasta que uno le preguntó cómo se llamaba. Paula no le contestó. No le veía sentido a la pregunta ni a contestarle. “El DNI estaba en el cajón de la cómoda, por eso no veía sentido en contestarle”.  Entonces, para que diga algo, comenzaron a pegarle.  Cuando las cosas se calmaron un poco, la dejaron en un rincón. Desde ahí vio que se llevaban cosas de la casa. Desde una manta tejida que se trajo de un viaje, hasta los muebles, que no eran muchos. “Escucho como retiraban los muebles. Hacia 2 o 3 meses que estaba en esa zona, y tenía pocos muebles”. Vio salir su cómoda, entre otras cosas. Los represores fueron agarrando cosas a los gritos, se apuraban. Paula no sabe cuánto tiempo estuvo, pero fue largo. Le pareció que esperaban a alguien. Finalmente la subieron a un auto. Alcanzó a ver en la puerta de su casa un flete donde cargaron sus cosas. Nuevamente los gritos entre ellos: “vos te vas”, “lleva eso”, “¡apurate! no te quedes más tiempo”.

Paula estaba embarazada de seis meses y medio, la bajaron en el Centro Clandestino de Detención Tortura y Exterminio “Sheraton” o “Embudo”, donde la torturaron durante días preguntándole por su compañero Osvaldo Lenti.

Osvaldo apareció muerto de un disparo en la vía pública el 8 de abril de 1977. Lo ocurrido desde el 31 de marzo hasta el día de su muerte fue reconstruido por el historiador Facundo Fernández Barrio y por Luciana Ogando, hija de Osvaldo Lenti.  “Se sentía con mucha culpa por haber dado la dirección de la casa y por la posibilidad de que la hubieran agarrado a mi madre. No lo pudo soportar. Dijo que merecía morir y (pidió) que le hicieran un juicio revolucionario. Se quedó unos días (en la casa de unos militantes de Montoneros que le curaron las heridas producto de las torturas) hasta que arreglaron una cita con otro miembro de la organización”, le dijo Luciana a Facundo Fernández Barrio para su texto “Justicia revolucionaria en Montoneros: un acercamiento a través del ‘caso Lenti’”, que se puede consultar on line. Pero en el mismo artículo el historiador plantea que en el fusilamiento de Lenti “se observa que el procedimiento de su ejecución no pudo haber seguido algunas de las pautas formales establecidas por la organización para la concreción de la pena capital contra militantes”. Lo seguro es que producto de su secuestro y de las torturas del 31 de marzo, Osvaldo, murió de un tiro el 8 de abril.

Paula Ogando estuvo incomunicada en el centro clandestino,  en una celda frente a los baños en el corredor interno, aproximadamente hasta el 10 de abril que la llevan a otra celda fuera del pasillo, donde convive con dos mujeres. Una de esas mujeres le había dado consejos mientras la torturaban y le decía que colabore. “Trata de darme algunos consejos, en el momento que ella me habla tiene una cara absolutamente aterrorizada. Evidentemente sus consejos no eran consejos personales, eran consejos que le mandaron a dar”, explicó Ogando. “Esta es una mujer que para mí fue muy importante”. Paula había quedado muy lastimada y con problemas de salud después de la tortura. Es esa mujer quien desde un principio hace algo por ella. “De cada plato que le traen de guiso, de comida, ella saca una cuchara y la pone en mi plato. Quiere decir que me hace comer una cuchara más”. Los primeros días Paula no quería comer. “Ella me empieza a hablar y me empieza a obligar a comer”. También le pedía de salir juntas al patio. “Y empieza a cantar muy bajito, cada día repite eso, de sentarnos afuera” y charlar. Esta mujer le contó que tenía dos nenas pequeñas, que le gusta bailar, que su marido era muy grande y alto, que vivía en un barrio donde estaban haciendo misas por ella. “Era una mujer de pelo muy negro, lacio, peinado al medio, me dijo que había perdido 10 kilos, que la habían torturado mucho”. Paula no está segura de quién es esa mujer. Durante años comparó fotos con su recuerdo hasta poder ponerle nombre. Cree que podría tratarse de María Cristina Américo. “Estoy esperando contactarme con sus hijas, que ellas me muestren otras fotos y poder decir con certeza si era ella”.

Paula contó que con la mujer de pelo negro construyó “una especie de relación” porque ambas habían sido torturadas. La otra mujer con la que compartió cautiverio no había sido torturada, “lo que no quiere decir nada”, aclaro rápidamente, “pero  alguien que fue torturado entiende lo que se siente en ese momento. Entiende la situación de indefensa. La situación de como nuestra mente tiene que trabajar más rápido que la picana que está llegando. Con ella fue casi la única que compartí lo que había sentido en la tortura y ella lo compartió conmigo”.

Aproximadamente el 25 de mayo hubo un quiebre en el ritmo del centro clandestino. Entre gritos y alaridos se producen una serie de traslados. “Gritos y alaridos había muchas noches pero eran de la gente que era torturada en el primer piso, no del interior de los calabozos”. Al menos son 4 las personas que trasladaron, entre ellas esa mujer de pelo negro.

El médico Norberto Atilio Bianco revisó a Paula en el Centro Clandestino. Producto de las torturas tenía el vientre duro. El lugar elegido por los genocidas para el parto fue el Hospital Militar de Campo de Mayo. El 19 de junio nació su hija Luciana. Alrededor del 1 de julio ambas son trasladadas de nuevo a “Sheraton” y un mes después a la comisaría de Ramos Mejía. Luego serán liberadas con la condición de que salgan del país; primero estuvieron en Uruguay y después en Francia.

En Sheraton pudo identificar a varios compañeros y compañeras. Entre ellos a María Teresa Trotta que estaba embarazada, a Enrique “Tato” Taramasco, Pablo Szir y Roberto Carri.

Después del traslado del 25 de mayo estuvieron 3 días sin comida. En ese periodo fue la única vez que escuchó que al Centro Clandestino de Detención Tortura y Exterminio le decían “Sheraton”. Fue el policía Jorge Sandoval quien le dijo que no se quejara por la falta de comida, porque ese lugar era como el Hotel Sheraton en comparación con otros lugares. “Eran calabozos, fríos, sin nada. Con colchones en el piso”, describió su celda Paula, y si bien esa fue la única vez que escuchó “Sheraton” como nombre para ese lugar, fueran muchas las veces que escucho le decían “El Embudo”. Cada mañana Sandoval repetía: “El Embudo, El Embudo, hoy nos vamos de nuevo de paseo, a llenar El Embudo”.

En esa audiencia también declararon los exmilitares Mario Chretien y Carlos Alberto Henrich. En audiencias posteriores declaró la testiga de contexto Verónica Almada.

Luego de varias audiencias de rigor, el Tribunal anunció que este viernes 6 de octubre los imputados tendrán la oportunidad de decir sus últimas palabras y luego se concerá el veredicto.

Continuará…


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