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Hugo Mansilla


Liliana Lanari dio un extenso testimonio en el que narró no sólo su militancia y la de sus compañeros y compañeras, sino que aportó su mirada de sobreviviente. “Ni me tocaron un dedo… es muy rara esa sensación”, expresó. Su historia es una pieza más en un rompecabezas que sigue completando su forma. (Por El Diario del Juicio*)  ✍️ Texto 👉 Martina Noailles💻 Edición  👉 Fernando Tebele/📷 Fotos 👉  Gustavo Molfino/El Diario del Juicio📷 Foto de Portada 👉  Liliana Lanari durante su testimonio (Gustavo Molfino/El Diario del Juicio) “Me pregunto por qué quedé viva. Nunca caí presa, nunca me torturaron, ni me tocaron un dedo… es muy rara la sensación, quedé como en un limbo, como si hubiera estado en casa viendo la televisión por 10 años”. La angustia de Liliana Lanari traspasa la pantalla. Quedan pocos minutos para que termine de dar testimonio, casi tres horas de minuciosa memoria, de detalles que a cualquiera se le hubieran olvidado 40 años después. Acaba de relatar fechas y horarios, viajes y distancias, secuestros y desapariciones. Acaba de resumir frente a un tribunal, que la observa desde la virtualidad, su larga y arraigada militancia en Córdoba, la misma ciudad desde donde, este mediodía de pandemia, se le caen las primeras lágrimas. El azar y la culpa se entremezclan en sus ojos grandes que sólo se entornan cuando se esfuerza en busca de un dato puntual, exacto, perdido en la maraña de un recuerdo. Liliana sobrevivió al Terrorismo de Estado y ahora, lejos de cualquier limbo, está frente a la camarita de su computadora dando testimonio. “Primero voy a poner en contexto, porque a mí me hace bien y porque esto no nace de nada”, marca apenas la fiscal Gabriela Sosti le da la palabra. Y en ese contexto, Liliana señala el inicio de su propia historia de militancia. Fue en 1972, en la CTERA de aquella época, “en una pelea para que nos igualen el sueldo de maestra con el turno mañana. Una pelea corta, que no logramos nada. Estaba el compañero Requena, que ahora está desaparecido”. Van veinte segundos y la primera ausencia se hace presente. Eduardo Requena fue secuestrado en Córdoba en julio de 1976 y es uno de los 600 docentes desaparecidos durante la última dictadura cívico militar. “Después, ya en 1974, entro a militar en la JTP (Juventud Trabajadora Peronista) con Héctor Lauge, que también está desaparecido, en el barrio de Alto Alberdi. Yo entré a trabajar como alfabetizadora de adultos en la Campaña CREAR, además de militar en el barrio. Un día, en una barricada que fue en apoyo de una huelga de la UOM en Córdoba, el 2 de septiembre de 1974, yo me quemo una pierna, bastante gravemente”. El accidente no sólo la llevó a una sala de terapia intensiva, sino que también la enfrentó por primera vez al terror: “Antes de entrar a terapia se me acerca una persona de civil, me dice que es de inteligencia y que quedaba incomunicada. Estuve así incomunicada, custodiada, maltratada, no pudiendo ver a nadie por 9 días. De ahí me llevan a la D2, me dicen que cuente todo. Yo sostuve que era maestra y que había cruzado la calle”. La liberaron. La implementación de la represión ilegal en Córdoba ya había comenzado. En febrero de ese 1974, un golpe policial había derrocado al gobierno constitucional de la provincia. El “Navarrazo” estuvo a cargo del jefe de policía, el Coronel Antonio Domingo Navarro. En septiembre se produce la intervención de la provincia, con el Brigadier Raúl Lacabanne a la cabeza; la Policía queda a cargo de Héctor García Rey, quien venía de dirigir la policía de Tucumán, donde había sido denunciado por torturas. Una vez recuperada de la quemadura, Liliana regresa a su trabajo en la Secretaría de la Gobernación de Córdoba: “La intervención, con su Comando Libertadores (una suerte de Triple A cordobesa), se paseaba con sus armas. Era difícil ser delegada. Un jefe me dijo que yo corría mucho riesgo. Entonces pedí el pase”. Apenas una semana después del golpe de Estado de 1976, miembros del Ejército entran a la casa de su familia: “El 2 de abril vienen a la casa de mi madre, a las tres y media de la mañana. Revisan todo, le roban dinero y le preguntan dónde vivo. Pero ella no sabe. Le preguntan dónde trabajo y les dice en Rentas”. Horas después se llevan a Liliana de su lugar de trabajo, a plena luz del día y frente a sus compañeros y compañeras. La suben a un Jeep lleno de soldados. La llevan a su casa, la interrogan, le preguntan sobre la barricada del ‘74 en la que se quemó la pierna. Liliana niega todo. La llevan a la comisaría. “Me llevaron a la Seccional Tercera. Cuando entramos, gritan: ‘esta queda como subversiva’, y me mandan a una sala sola. Aparece una chica rubia que dijo llamarse Jesi, me empieza a preguntar cosas, de buen modo. Supuse que era de inteligencia. Así hasta las ocho de la noche que llegó El Puma. Tenía una cara angulosa, ojos verdes muy llamativos, parecía un modelo, un dandy, de civil, pantalón beige, parecía recién salido de la ducha, nunca pude identificarlo. Tez morena, joven, 37 o 38 años. Me interroga otra vez por el ‘74, que quién era el responsable. Yo sigo con lo mismo”. Liliana es liberada. Sigue en Rentas, pero en diciembre renuncia. Los secuestros y asesinatos no paraban: “Se pone muy difícil. Cae Quique Carreño, de Rentas; después van a buscar a Carlos Mayo y a su mujer Alicia Juaneda, de la JTP, los dos quedan clandestinos; cae Morcillo en la Legislatura; Carlos Escobar y el Gallego Ruffa de Política Obrera”. Liliana enumera el horror. Retrocede en él y sigue.   Antes del golpe, habían secuestrado y torturado hasta la muerte a Fred Ernst, “El Mormón”. Fue en julio de 1975. “Lo tiraron en un camino de Río Ceballos, destrozado. Era un compañero tan cálido, tan entrañable, yo lo quería mucho. Había venido a casa a reuniones