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La Retaguardia

Basterra, el mito sobreviviente, y su enojo con el nuevo museo en la ESMA

Por LR oficial en Uncategorized

Las fotos rescatadas por Basterra
al fondo, en el subsuelo.

 (Por Fernando Tebele* para La Retaguardia) La semana pasada, la presidenta de la Nación, Cristina Fernández de Kirchner, inauguró un nuevo museo en el Casino de Oficiales de la ESMA, el lugar emblemático de la tortura en ese ex Centro de Detención Tortura y Exterminio (ex CCDTyE). Como ya explicamos aquí, no es que ahora haya un museo donde antes no lo había. En realidad sí lo había, solo que no estaba a cargo de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, sino del Instituto Espacio para la Memoria (IEM), un ente autárquico y autónomo que funcionaba con presupuesto del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, y que fue disuelto el año pasado tras una negociación entre el kirchnerismo y el macrismo.
La Retaguardia visitó el nuevo sitio de memoria con Víctor Basterra, sobreviviente de la ESMA e integrante también de este proyecto de comunicación a través del programa radial Oral y Público. Queda registrada aquí su tristeza y enojo al recorrer nuevamente el lugar y al reconocer las modificaciones realizadas, que si bien no alteran el lugar ya que son removibles, sí alteran a buena parte de los sobrevivientes, que las rechazan. «¿Cómo se entra acá?», se desesperó Basterra apenas ingresó, tras ver modificado el recorrido que hizo en tantas otras ocasiones.


Conviene hacer un poco de historia antes de meternos en la visita. Hasta que fue disuelto el IEM, el museo anterior que funcionaba en el Casino de Oficiales de la ESMA era modesto. Los lugares estaban señalizados. Los sobrevivientes resaltaban que todo permanecía tal cual lo entregó la Armada: «así lo entregaron, incluso dejamos las modificaciones que ellos hicieron, por ejemplo, durante la visita de la Comisión Interamericana de derechos humanos de la OEA en 1979», para ocultar que ese era un sitio de detención ilegal, tortura y exterminio, tras haber trasladado a los secuestrados a la Isla El Silencio.
Las políticas del IEM eran definidas por un grupo de organismos de derechos humanos: Madres de Plaza de Mayo Línea Fundadora, Liga Argentina por los derechos del Hombre (LADH), el SERPAJ (Servicio de Paz y Justicia), el MEDH (Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos), la APDH (Asamblea Permanente por los Derechos Humanos) y Herman@s, entre otros, más personalidades como la periodista Stella Calloni, el jurista Beinusz Szmukler (entre otros kirchneristas, lo que demuestra que no era un espacio opositor… qué pena da tener que explicar si era o no el IEM opositor al gobierno nacional) y Víctor Basterra.
Durante 2013, los sobrevivientes de la ESMA tuvieron algunas reuniones con la realizadora de la nueva puesta, Alejandra Naftal, también sobreviviente de El Vesubio. Algunos hasta se reunieron con el entonces secretario general de la presidencia, Oscar Parrilli, principal espada política del proyecto. En ellas, la mayor parte de los sobrevivientes objetaron las intervenciones en el Casino de Oficiales. De hecho, se quitaron del proyecto algunas partes, como la que proponía que hubiera una especie de fuente con agua en el subsuelo, donde funcionó «la huevera», la sala de tortura física de la ESMA.
Sin el apoyo del IEM y de los sobrevivientes, no quedó otro camino para poder seguir con el proyecto que disolver el IEM; les convenía a ambos actores: el macrismo se sacaba de encima el presupuesto del Instituto, que siempre le supuso un gasto más que una inversión, y el kirchnerismo plantaba ambos pies donde había podido poner solo uno. Una vez sepultado el IEM, avanzaron con el nuevo museo y lo inauguraron la semana pasada. Detrás quedó esta primera experiencia de articulación entre el Estado y varios organismos de derechos humanos sobre la que en algún momento habrá que hacer un balance.

El hombre de la 5ª foto

Una de las imágenes proyectadas
en las paredes: Basterra en
juicio ESMA.

La Retaguardia visitó el Casino de Oficiales nuevamente. Como en todas las ocasiones anteriores, lo hicimos acompañados por sobrevivientes, en este caso con Víctor Basterra. Basterra es, en ese lugar, una especie de mito viviente; quizá sea mejor decir en este caso mito sobreviviente. Durante la recorrida, hay por lo menos un par de menciones al «Informe Basterra». Si todos los sobrevivientes que han decidido/podido dedicar el resto de sus vidas a conseguir Memoria, Verdad y Justicia, emprendieron una tarea impresionante y no siempre reconocida en su justa medida, Basterra es uno de los que se lleva todos los premios al heroísmo, con las fotos que fue sacando de la ESMA antes de su liberación definitiva: «¿conocen alguien más valiente que él?», dice su compañero de cautiverio Carlos Lordkipanidse cuando cuenta la historia de las fotos; no, la verdad que no. En uno de los momentos de esta nueva visita, Basterra les contó esa historia a los jóvenes que quisieron escucharlo. Comenzó con la historia de los retratos de los detenidos-desparecidos, que él no fotografió pero sí rescató de la ESMA: «estaban todos los negativos en una bolsa de arpillera. Ellos iban a quemar esa bolsa, entonces en un descuido de los tipos la agarré. Eran fotos que sacan ellos mismos, después las hacían revelar y se las pasaban a los otros servicios para decirles que ya tenían a éstos secuestrados. Como vi que iban a quemar esa bolsa, rescaté el negativo en el que me encontré a mí, y estaban todos los otros compañeros. Agarré otra tirita de negativos más. Las encontré y me las guardé. Las fotos que yo sacaba, cliqueaba, eran las que me pedían los milicos para los documentos. Me pedían cédula de identidad, registro para conducir, documento nacional de identidad y credencial policial, esos eran los 4 básicos que tenían para operar; después, si tenían que viajar, se hacían el pasaporte. Entonces me pedían 4 copias y yo hacía 5 fotos. Esa quinta foto me la escondía en las cajas de papel fotosensible, que eran cajas que no las tocaban los milicos. No sabía qué iba a hacer con esas fotos, hasta que en un momento tuve la oportunidad de empezar a sacarlas de a poquito, después todo se fue flexibilizando, cada vez más, ya no había tanta rigurosidad, los tipos eran más descuidados y ahí los maté (risas). Me odian a mí. Ese era el mandato que yo tenía», dice, en referencia a que uno de los compañeros desaparecidos inmortalizados en esas fotos, Enrique Ardeti, le dijo: «Negro, si te salvás, que no se la lleven de arriba». Hoy Basterra recorre el país con su muestra fotográfica y un ladero fiel: Marcelo, el hijo del Gordo Ardeti.

Entrar o no entrar

Basterra nos había citado a las 16. Un rato antes se encontraría con «un viejo compañero». Cuando llegamos, unos minutos más allá de esa hora, ya estaba dando las primeras indicaciones de su guía. Petiso como es, nos fuimos acercando al grupo que lo rodeaba en círculo sin poder verlo, pero adivinándolo. Una veintena de jóvenes habían llegado especialmente para volver a hacer el recorrido con él. Se trataba de estudiantes de la Universidad de Rosario que ya visitaron el lugar con su compañía y, en este contexto, querían volver a hacerlo.
-¿Ya entraste al Casino? -le dijimos tras los saludos y las presentaciones.
-No, ni pienso entrar -respondió seguro, sorprendiéndonos.
Comenzamos a andar por los caminos entre los edificios. Esos caminos son inextricables, hubiera escrito Jorge Luis Borges si hubiera ido alguna vez al lugar que describió Basterra el día que el escritor lo escuchó testimoniar en el Juicio a las Juntas, ese día que tanto impacto le causó. Cuando nos acercamos al Casino de Oficiales, los jóvenes enfilaron hacia allí. «Ey, ¿adónde van?», les dijo Basterra. «Creemos que quieren entrar», le dijimos nosotros. Los pibes y pibas asintieron. «Bueno, vamos», afirmó mientras enderezó su rumbo hacia la entrada. Víctor quería pero no quería. Como lo dejó expresado a cada paso: «esta visita no es un aval a lo que hicieron», pero evidentemente quería ver lo que hicieron.
Antes de entrar, se nos acercó una joven que con su remera daba cuenta de trabajar en el lugar.
-Hola, ¿cómo están? ¿van a entrar al museo? -preguntó, gentil, mirando a Víctor, solo por adivinar su liderazgo.
-Sí, vamos a entrar -le respondió Basterra no menos gentil.
-Bueno, vamos pasando -dijo la chica y comenzó a caminar hacia el ingreso.
-Yo soy Basterra, Víctor Basterra -soltó, casi al estilo Bond.
La chica lo tomó del brazo y le dijo, sonrojada: «Víctor. Perdón. ¡Tantas veces me hablaron de usted!, perdón de nuevo», se excusó mientras apoyaba sus dos manos en el pecho para poner su corazón en la disculpa.
A esa altura, adentro del museo, ya algunos sabían que Víctor estaba allí y lo esperaban. Conocen exactamente qué piensa de las modificaciones en el lugar. Entramos, y los curadores nos esperaban. Alejandra Naftal y Hernán Bisman pensaron y llevaron adelante el nuevo espacio para la memoria. Si hubiera que buscar alguna definición para el clima que se vivió durante toda la tarde a partir de allí, quizá estaría bien hablar de amable tensión; es decir: sin perder el buen trato entre las partes, el clima jamás dejó de ser tenso.
-A mí me encantaría poder acompañarte y acompañarlos en el recorrido. Si me lo permitís lo hacemos juntos. Y si están todos los compañeros de acuerdo -propuso Naftal.
-Yo les estoy haciendo la visita, ellos me pidieron que viniera -respondió Basterra-. Dale, yo voy a hablar a mi manera.
-Y yo a la mía -redobló Naftal.
Los chicos, aunque con dudas, en principio no se opusieron, y Naftal comenzó a leer el texto de bienvenida al museo, escrito sobre un panel de vidrio «para que el lugar no deje de verse», explicó Bisman. Víctor comenzó a sentirse incómodo. Para todos los que alguna vez tuvimos el privilegio de acompañar a sobrevivientes en la visita, la sensación es que dejan todo en cada guía. Todo es todo: su verdad, sus ideas, el mandato con los que ya no están. Nos consta que, más de una vez, Basterra necesitó al menos dos días para volver a su rutina tras una visita a la ESMA. Volver allí nunca les resulta gratis. Pero aquí el peso fue doble, porque a la angustia de cada vez, también se sumó la de las modificaciones y la polémica.
A ambos costados, el sonido invade. Es el momento donde más intensamente se presentan Néstor y Cristina. Basterra mira con asombro: «para mí todo esto es novedoso, no estaba. Y, bueno… son estas formas… no sé cómo calificarlas, no lo reconozco a esto yo… ¿Cómo se entra acá?», preguntó con desesperación.
Es difícil tratar de pensar qué les sucede a los sobrevivientes con los centros clandestinos donde pasaron los peores días de su vida. Pero si de algo no nos cabe duda, es de que el rechazo al nuevo museo no es un capricho. Memorizaron cada lugar, cada paso. Han contado los escalones que conducen a «Capucha» y «Capuchita». Sienten esos ámbitos como propios, no en un sentido apropiador, sino pensándose como recuperadores. Ellos recobraron esos espacios. Más allá de cualquier político, de ningún juez. Ellos reconocieron, contaron, reconstruyeron. Ellos, más que nadie. Aunque el lugar sea, como bien dijo la presidenta, de los 40 millones de argentinos y argentinas. Mientras estén vivos, debería ser más de ellos que de cualquier otro. Sin sus testimonios valientes y dolorosos, no habría museo posible, porque no podríamos precisar, tan solo suponer. Es increíble que todavía no hayamos aprendido eso.

Con él, con él, con él

Los pibes se arrepintieron. Ser acercaron a Víctor para decirle que en realidad llegaron con él y quieren hacer la visita con su guía. Decidieron abordar a Naftal y comunicárselo. 
-Perfecto, siempre los va a tener que acompañar alguien… alguien que los acompañe que solamente va a mirar que esté todo el grupo… pero perfecto… sin visita -aceptó, siempre amable.
-Sin visita no, con la guía de Víctor -la corregimos.
-Obvio, hablo sin una guía del sitio.
Entramos. El sonido invade en una sala que se nutre de la estética del Bicentenario y que pasamos rápidamente de largo. Víctor quiere ir solo al sótano y a Capucha. Antes de bajar al sótano, subieron los recuerdos: «Acá me bajaron una vez, yo estaba trabajando abajo, y lo vi a Ricardo René Haidar (sobreviviente de la masacre de Trelew, luego desaparecido en la ESMA) en el sótano». La guía grabada suena por los parlantes, pero no puede competir con ese recuerdo individual que se replica desde el sobreviviente.
Pasamos ante las fotos de los secuestrados y Víctor relató cómo las fue sacando del infierno, mientras cada vez más personas que andaban por allí, siguiendo a la guía automática, se iban sumando al grupo.
Acompañándonos ya estaba quien luego sabríamos es una de las trabajadoras del lugar. Paula Ubaldini, hija de exiliados, se presentó y le dijo a Víctor: «hoy recorrieron el museo unos 400 chicos de escuelas, y esta es la última sala que recorren donde queda muy claro… toda la información que está puesta aquí está autorizada por el juez (que instruye la megacausa ESMA, Sergio Torres)… entonces queda demostrado que todo formaba parte de un plan estratégico, y está mostrado acá y se muestran también todas las causas que están en curso, y en las que ya fueron dictadas condenas. Para mí y para Alejandra (Naftal) sería un honor que la veas, es un honor que estés acá. 
-De cualquier forma, vuelvo a aclarar, no estoy de acuerdo con lo que se ha hecho -dijo Víctor una vez más, todas las veces posibles.  
-Está perfecto, pero de todas maneras tu presencia acá es muy importante, queremos que lo sepas, que estés y que vengas todos los días también sería maravilloso -le respondió Ubaldini con cariño sincero.
-De todas formas nosotros preferimos ir con usted -acotó una estudiante, dirigiéndose a Basterra.
-De todas formas, si van a la sala, nadie les habla, están las fotos de los milicos, las causas… -insistió Ubaldini.
-No, igual, preferimos seguir con usted como habíamos acordado -,la chica se puso firme.
-¿No querés verla? -último intento, dirigiéndose a Basterra.
-No. Voy a seguir a los chicos.

Las fotos, no

Y no las quiso ver. No vio el lugar donde están sus propias fotos. Aquellas por las que arriesgó su vida cada vez que las hizo parte de su cuerpo para luego darles vida en el revelado. No fue. Alguien debería registrar este dato cómo síntoma de que algo anda mal.

Así está representada la
cucheta sobre la que
estaban los secuestrados.

En Capucha la cosa no estuvo mejor. Ingresamos tras subir los dos pisos por la escalera. Un piso flotante de madera oficia de pasarela. De paso tapa los cables de la instalación eléctrica. «¡Qué horrendo que es esto, por favor!», gruñó Basterra. Los visitantes lo rodean: «esto es Capucha, lamentablemente totalmente alterado… no entiendo qué han tratado de hacer con esto… no lo entiendo, no entiendo, pero, bueno…», siguió su lamento. Comenzó a contar qué fue Capucha pero se interrumpió a sí mismo: «¿Te puedo pedir una cosa? Sacale el flash, porque lesiona… si hay inscripciones en las paredes, la luz intensa las borra», dijo cuidando el lugar como quien protege algo propio. «Esto era Capucha, a partir de esos caños que están ahí comenzaba Capucha propiamente dicha… mi primer lugar fue allá en el fondo, después estuve más para este lado. No entiendo qué han tratado de hacer con este piso. Me parece una burrada…». Fuimos llegando al final. Quedó lugar para una crítica más:
-Allá adelante hay como una simulación de la cucha… como un cajoncito… -le indicamos con cuidado.
-Ah, sí, ya lo vi, es una pelotudez, es absurdo eso.
-Fukman decía que parecía un ataúd al que le falta solo la tapa.
-Y… sí…, hubieran puesto dos tabiques de 1X2 metros, una colchoneta, y listo.

Pasamos también por Pecera. Víctor reconocía a los testigos en el juicio proyectados en las paredes, y los nombraba, casi saludándolos, como si estuvieran allí. Todos están allí. Quizá hasta no sea alocado pensar que quien estuvo en un sitio de tortura y exterminio no consigue salir jamás. Algo, mucho de ellos, permanece acompañando a los que ya no están.
Salimos a los jardines. Nuevamente nos atraparon los caminos inextricables. El grupo de estudiantes le pidió unas fotos. El mito sobreviviente accedió. Naftal se acercó a charlar. La tensión parecía haber quedado a un lado. Sin embargo faltaba el saludo final y una invitación a irnos.
-No los quiero echar, pero tenemos que cerrar… -dijo Naftal sin dejar de lado el tono amable.
-Sí, sí, nos vamos, nos vamos -generalizó Basterra, entre abrazos y promesas de comidas a compartir.
-No no, vos te vas… yo me quedo -respondió Naftal, entre risas..
De ningún modo pareció un comentario tendiente a romper la amabilidad. Pero Freud hubiera esbozado una sonrisa.

* Con la colaboración de Cecilia Litvin en textuales