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Puente 12 III -día 11- Un secuestro sin capucha

Escrito por el julio 21, 2023


El de Margarita Sánchez Hernández fue uno de los más extensos y dramáticos testimonios del juicio Puente 12 III. La sobreviviente declaró, por primera vez en un juicio oral, que fue secuestrada en mayo de 1976 por tres hombres que actuaron a cara descubierta. En el centro clandestino fue torturada y sufrió delitos en contra de su integridad sexual. Dos de los hombres eran miembros de la Policía Montada de la Bonaerense.

Redacción: Carlos Rodríguez
Edición: Pedro Ramírez Otero
Foto: Transmisión de La Retaguardia

Después de recuperar su libertad, Margarita Sánchez Hernández fue acosada y perseguida durante mucho tiempo por esos dos secuestradores. Era empleada del Ferrocarril Belgrano Sur y el trauma producido por sus vivencias en Puente 12 hizo que se ausentara muchas veces de su trabajo y fue despedida. Fue secuestrada en forma casi simultánea con tres compañeros de trabajo: Carlos Fernández, Ana Rosa Nussbaum y Jorge La Cioppa. La sobreviviente fue liberada junto con Ana Rosa, quien volvió a ser secuestrada y está desaparecida, igual que Fernández y La Cioppa. 

En el cierre de la audiencia 11 dio su testimonio Margarita Sánchez Hernández. Como era la primera vez que la testiga declaraba en un juicio oral, la fiscal adjunta Viviana Sánchez pidió cambiar la modalidad impuesta por el Tribunal Oral 6. Como hubo acuerdo, la fiscal Sánchez fue la que condujo la declaración testimonial, en lugar del presidente del tribunal, Daniel Obligado. 

Margarita Sánchez Hernández dijo que en mayo de 1976 tenía 23 años y trabajaba en el Ferrocarril Belgrano Sur, en las oficinas de la Estación Buenos Aires, cabecera de esa línea, ubicada en el barrio porteño de Barracas, a metros del cruce de la avenida Vélez Sarsfield con la calle Suárez. 

En mayo de 1976, Margarita fue secuestrada en un raid que involucró a otros compañeros de trabajo, como Carlos Fernández, jefe de Personal, Ana Rosa Nussbaum y Jorge La Cioppa, quien era vecino de la testiga en la localidad de Villa de Mayo, en lo que hoy es el partido de Malvinas Argentinas, en el norte del conurbano. 

La testiga dijo que ella estaba en la Juventud Peronista y tenía militancia en las villas, desde la época de la escuela secundaria. Jorge La Cioppa había sido integrante del centro de estudiantes de la secundaria, en la localidad de San Miguel. En mayo de 1976 él tenía 19 años. El viernes 14 de mayo de ese año, ella y Jorge volvíeron juntos del trabajo, pero ninguno de los dos fue ese día hacia sus casas en Villa de Mayo. 

Margarita tenía que pasar por Boulogne Sur Mer, para buscar a su hijo Esteban, de 18 meses, que había quedado al cuidado de una de sus abuelas.  Después tenía una reunión con unas amigas que vivían en Boulogne. Jorge, por su parte, bajó en la estación Carapachay, porque iba a casa de unas tías y de sus abuelos para invitarlos a una reunión familiar que se haría en su casa el domingo 16. 

“Él se bajó en Carapachay y nos quedamos hablando un rato ahí, él en el andén y yo desde la  ventanilla del tren (…) muchos años después entendí que esa fue nuestra despedida”, dijo la sobreviviente. Jorge “nunca llegó a la casa” de ninguno de sus familiares. 

El lunes 17 de mayo, cuando ella regresó a su casa desde el  trabajo,  la estaban esperando sus padres y su hermana menor, todos “con cara de preocupación”. Su madre le dijo que fuera a su habitación y cuando entró vio que todo estaba revuelto “hasta los colchones de la cuna de Esteban, habían vaciado el placard, habían vaciado todo”. 

Con posterioridad pudo reconstruir lo sucedido en esos días: “A Jorge lo secuestran el 14, y en la madrugada del 15 llegaron a mi casa”. Ese fin de semana, ella y su hijo estuvieron en Boulogne. El allanamiento fue “a las 2 o 3 de la mañana, entraron a los golpes, mucha gente, rompieron los vidrios de la ventana, y derribaron una puerta que estaba al costado de la cocina, que daba a una galería cubierta”. 

El ruido hizo que su padre se despertara, junto con un primo suyo que estaba esa noche en el lugar. A ellos dos “los golpearon, los encapucharon a todos, excepto a mi hermana, que la dejaron libre para que los llevara hasta mi habitación”. Los represores portaban armas de guerra y a su hermana la hicieron sentar en un puff, al pie de la cama, y “le pusieron en las manos una granada para amedrentarla”.  

Abrieron hasta la heladera y en un mueble encontraron un ejemplar de El Diario del Che en Bolivia, que le había prestado un amigo. Mientras revolvían todo, murmuraban: “Esta se escapó”, en referencia a ella. La casa allanada estaba en Copérnico 693 de Villa de Mayo.

Antes o después de allanar su casa, fueron a buscar a Carlos Fernández, que tenía “35 años o 36 años”. Margarita explicó que “lo que decían es que lo habían sacado herido o muerto de su casa, habían acribillado la puerta de entrada”. 

En el caso de Jorge La Cioppa, un vecino dijo que vio cuando lo obligaban a subir a un auto. Otro vecino, que volvía de su trabajo, al ver el operativo, les dijo a los represores que estaban allanando la casa de “una familia muy buena”. La respuesta de uno de los de la patota fue: “Eso es lo que usted cree”. 

Según la reconstrucción que hizo la testiga, “Jorge ya estaba en un auto (secuestrado), cuando fueron a mi casa”, que estaba a unas tres cuadras del domicilio de su amigo. Luego fueron a la casa de una abuela de Jorge donde “suponían que había armas”. Hicieron disparos contra la casa, pero no encontraron nada. Los balazos perforaron la puerta. 

A pesar de lo sucedido, el martes 18 de mayo Margarita concurrió a su trabajo. Ella se preguntó a sí misma “cómo fui a trabajar” tan pronto después de lo que había ocurrido en su casa. “Honestamente, no lo sé”, comentó. Al llegar a la oficina se enteró de lo que había pasado con Carlos Fernández. El clima en la oficina era tenso por lo que estaba ocurriendo. 

Cerca de las 13, su jefe, de apellido Varela, se retiró, como era habitual. Poco después, la secretaria de Varela le comunicó que unos hombres querían hablar con ella. Eran tres y luego ella vio a un cuarto, “al que se llevó a Rosana”, como llamaban a Ana Rosa Nussbaum. 

Esos hombres le preguntaron su nombre, y si conocía a Jorge y a Carlos. Les dijo la relación laboral y de amistad que tenía con ambos. “Me dijeron que ellos estaban en un problema, y que yo tenía que declarar por conocerlos, que íbamos a una comisaría cerca, que por favor fuera a buscar mis pertenencias y que los acompañara”, recordó. 

Ante una pregunta de la fiscal Sánchez, la testiga describió así a los hombres que la fueron a buscar: todos estaban vestidos de civil, uno tenía puesto un pullover azul y una camisa celeste, era rubio con el pelo casi tocando los hombros, ojos azules turquesa. “Yo lo veo y lo tengo presente, fue el que me maltrató verbalmente”, dijo. El chofer del auto en el que la llevaron era “morocho alto como de un metro ochenta, pelo lacio peinado hacia el costado, tez bien morena”. El tercer hombre fue el que se sentó a su lado. Tenía puesta “una campera de gamuza marrón y un jean, no era muy alto; por esa campera él se hacía identificar cada vez que yo estaba en la celda”.

Relató que salieron de la oficina “por la parte de atrás del edificio donde había una playa de estacionamiento”. Cuando ella estaba subiendo a un Ford Falcon blanco, vio que “Rosana llegaba con un hombre robusto, calvo y con bigote”. 

En cuanto a ella, reiteró que los tres hombres le dijeron que la iban a llevar a una comisaría, pero no recuerda el número que le dijeron. Al principio la trataron bien, le preguntaron su edad, si era casada, cuánto hacía que trabajaba en ese lugar, pero las cosas cambiaron. 

Camino a Puente 12

“Yo sentí que no iba a la comisaría, entonces empecé a mirar y vi la señalización, era el camino a Ezeiza por Autopista Ricchieri. Entonces pregunté, ¿a qué comisaría vamos?”, recordó. Ante su pregunta, “el rubio se dio vuelta y empezó a insultarme de la manera más baja, me trató de puta, de hija de puta, que me hacía la pelotuda, que no mienta más y que me agachara”. 

Margarita se quedó paralizada, mientras el que estaba sentado a su lado, de campera de gamuza, la tomó del brazo. “Me  tocó, haciéndose el comprensivo y me dijo  agachate, hacele caso”, contó. Después la encapucharon con el saco que llevaba puesto y la dejaron tirada en el asiento. El rubio decía “che a qué hora sale el avión y alguien le dijo a la una”. El rubio señaló: “Ah, bueno, entonces esta queda para mañana”. Ante esa conversación, Margarita se quedó “absolutamente muda”. 

Llegaron a un lugar y al bajar, le ataron las manos a la espalda. Se dio cuenta al caminar que pisaba tierra. A pesar de tener el rostro tapado con su propia ropa, pudo ver la tranquera, un dato clave para identificar al centro de tortura y exterminio de Puente 12. 

“Recuerdo perfectamente el recorrido, tenía tanto miedo, pero uno registra esas cosas, se aferra a todo lo que puede para sentir que está”, dijo la testiga. La llevaron directamente a la sala de tortura. En ese lugar “me torturaron” y además, la amenazaron con cometer delitos contra su integridad sexual. “Esas amenazas las mantuvieron hasta el último día”, subrayó Margarita. 

Aunque cree que sí, no puede asegurar que quienes la torturaron hayan sido los mismos hombres que la llevaron secuestrada. En el lugar había otros guardias y a veces tiene “la sensación de que el que la amenazaba, era el mismo de campera marrón” aunque no lo puede afirmar. Luego de la primera sesión de tortura, los que la llevaron a su celda eran dos de los hombres que la secuestraron. Describió el camino hacia la celda y dijo que al llegar pidió que le dieran agua, pero se negaron porque “podía hacerme mal”. Sobre la celda, dijo que era un lugar muy pequeño que tenía “una puerta de hierro pesada, que hacía muchísimo ruido cuando la abrían y cerraban”. Años después, en una inspección ocular en Puente 12, pudo identificar la celda en la que estuvo, ubicada muy cerca del baño. Le sirvió el hecho de que, cuando estaba secuestrada, había contado los pasos que tenía que dar para trasladarse de un lugar a otro. 

Había una persona que cada vez que entraba “me amenazaba diciéndome que ya era boleta, decían que estaba ahí porque me había boleteado uno de mis compañeros, y en otras ocasiones decían que estaba ahí porque yo había delatado mis compañeros”. Además, un supuesto médico la revisaba para constatar su estado de salud.  

A pregunta de la fiscal Sánchez, relató que en el lugar donde le daban de comer “había unos bancos de mampostería que eran fríos, ahí pude entender que el calabozo no era tan luminoso, porque a pesar de estar vendada podía sentir la claridad y había dos claraboyas que iluminaban ese sector”. 

Comentó que “había mucha gente y a veces tenía que caminar guiada por el guardia, una vez toqué con mi pie un cuerpo, se escuchaban gritos y golpes, y había mucha gente tirada” en el suelo. 

La testiga dijo en una oportunidad, luego de ser torturada, cuando ya se encontraba en su celda pudo escuchar los gritos de Ana Rosa. “La escuché gritar, reconocí su voz, después de torturar a Ana hicieron lo mismo con Jorge La Cioppa, por eso sé que estuvo ahí en Puente 12”, contó. 

Precisó, respecto de Jorge, que ya en la segunda vez que lo torturaron pidió que lo mataran. Con posterioridad, nunca más lo volvió a escuchar.  Dijo que su familia la buscó todo el tiempo que estuvo secuestrada. Luego de su liberación, uno de los secuestradores la siguió acosando y persiguiéndola. En una ocasión ella le preguntó sobre el destino de Jorge La Cioppa. “Una vez me esperó en la estación, se subió al tren y me animé a decirle: ¿Y Jorge?”, declaró. La respuesta fue: “Y bueno, algunos no soportaron la tortura”. El que la persiguió cuando ya había sido liberada, fue “el de la campera de gamuza marrón”. El  “venía a mi casa, llegó hasta la casa de mi tía, iba a la estación”. 

Margarita se refirió también a las personas que pudo conocer mientras estuvo en Puente 12. Conversó con una mujer que se identificó como “María” y que se acercó a ella después de una sesión de tortura. Algunos contactos, siempre breves, se producían después de que a ella la torturaran. 

Cuando estaba en la sala de tortura “creía que me iba a morir, y pensaba en mi hijo de 18 meses y qué le iban a decir cuando pregunte por su mamá, entonces cuando sentía que me estaba por morir, gritaba su nombre, gritaba Esteban”. 

Una vez, al regresar de la tortura, una mujer le preguntó quién era Esteban. “Le dije que era mi hijo y me contó que ella se llamaba María, y que estaba embarazada de seis meses, que habían matado a su marido y estaba herida en la pierna”, recordó. La conversación fue interrumpida por los guardias, que las insultaron porque no podían hablar. 

Años después, cuando se acercó a las Abuelas de Plaza de Mayo, vio que tenían datos que coincidían con esa mujer. Supo allí que la mujer con la que habló se llamaba María Ester Peralta, que su marido era Oscar Salazar y que a él lo mataron en un supuesto enfrentamiento.  

Conoció también a un joven llamado Juan que cuando lo traían a la celda luego de la tortura “apenas podía hablar, balbuceaba”. También recordó a un hombre que le comentó que era escritor, de nombre Haroldo Conti, que también pasó por el Vesubio. 

También reconoció la presencia de Luis Alberto Caballero, quien fue amigo suyo de la adolescencia. Lo conoció cuando él salió del seminario del colegio Máximo en San Miguel, donde fue llevado por su padre y sus dos hermanos luego del fallecimiento de su madre. Le decían “Curita” y vivía en José C. Paz. Lo reconoció por la voz, cuando estuvieron los dos en el centro clandestino. 

Después supo que cuando secuestraron a Luis, uno de sus hermanos, Ignacio, estaba por casarse. “Tenían una habitación llena de regalos para la casa, también su papá se había vuelto a casar con una señora que tenía mucho dinero, que tenía joyas y cristalería, cosas muy valiosas”, dijo. Los que secuestraron a Luis “se llevaron todo lo que pudieron, era una de las tantas tácticas que tenían”.

Sobre su cautiverio, Margarita contó que en una oportunidad, mientras ella lloraba por su hijo, un guardia se le acercó y le dijo que él tenía manera de comunicarse con alguien y que le diera el teléfono de alguien de su familia. Ella le dio el de una tía suya, que vivía cerca de su casa en Villa de Mayo. 

Ese guardia “volvió un tiempo después y me dijo ‘quedate tranquila porque Esteban está bien’”. Cuando quedó libre, le preguntó a su tía y le confirmaron que hubo una llamada y que fue breve. El que llamó nunca respondió las preguntas sobre cómo y dónde estaba Margarita. 

Un libertad vigilada

“Los últimos días (en Puente 12) no me torturaron y no recuerdo si la escuchaba a Ana”, declaró. La llevaron a un lugar donde la sentaron en una silla.  “Me dijeron que lo mío ya estaba, que era boleta, que me iban a fusilar y me daban la última oportunidad para que hablara, me preguntaban si sabía quiénes eran ellos y les dije que para mí eran policías o militares”, contó. Ellos respondieron que eran “Montoneros y del ERP”, y que debía unirse a ellos porque trabajando en el ferrocarril ganaba una miseria y más teniendo un hijo.

En ese momento de su vida personal se estaba separando del papá de su hijo, “que vivía en El Dorado y trabajaba en Puerto Piray, y se había quedado sin trabajo”. Cuando les comentó eso, ellos dijeron: “Estas son todas iguales, son todas separadas”. Las humillaciones sufridas fueron constantes y en todos los aspectos de la vida. Le preguntaron todos sus datos y escuchó el ruido de una máquina de escribir. “Uno me agarró el mentón y me levantó la cara como mirándome y me dijo ‘decime una cosa, ¿vos no tenés miedo?’, yo le dije sí, tengo miedo, pero no puedo hacer nada” para evitarlo. En ese momento, estaba convencida de que la iban a fusilar. 

Recordó que cuando había llegado a Puente 12 escuchó ladridos de perros y uno de los guardias le preguntó: “Sabés de qué se alimentan esos perros”. Ella le respondió: “Supongo que de carne humana”. La respuesta del guardia fue un “así es”. Las amenazas fueron constantes.  

Retomó luego el relato previo a su liberación. Dijo que la subieron a un auto y le dijeron otra vez que la iban a fusilar. Ella estaba tabicada y la hicieron bajar en un lugar descampado porque pisaba tierra y pasto. Era una madrugada fresca, sentía algo de frío. La hicieron arrodillar y en ese momento escuchó la voz del chofer que la llevó el día del secuestro, que era tucumano. Todos los secuestradores tenían el mismo nombre: Jorge. 

Le ataron las manos hacia adelante, sin apretar mucho el lazo que las sujetaba. Ella esperaba el fusilamiento, pero escuchó el ruido del motor de un auto que se iba. Comprendió que estaba sola. Eran aproximadamente las cuatro de la mañana. Se levantó de a poco, se quitó la venda de los ojos y observó que estaba cerca de una ruta y vio las luces de un hotel. 

Escuchó que alguien lloraba y era Ana. Estaban dentro de una casa en construcción, sin puertas, sin techo. Ana estaba en shock, las dos se abrazaron y lloraron. 

Se quedaron un tiempo en ese lugar. El aspecto de ambas era “desastroso”, con sus ropas totalmente destruidas. En un momento dado llega a buscarlas el chofer tucumano, en el mismo auto en el que Margarita fue secuestrada. Les dijo: “Suban que las voy a llevar a sus casas”. Al principio se negaron, pero luego las amenazó con un arma. Ella se sentó en el asiento del acompañante del conductor. Entre ella y el Tucumano, había armas y una lista de nombres. “Miren la cantidad de gente que tenemos que ir a buscar”, les dijo. En el viaje las amenazó y les aseguró que si pasaba algo, ellas iban a “quedar pegadas”. En el viaje, pasaron por la escuela donde Margarita hizo la secundaria, el Colegio San Martín. Le sorprendió que el chofer supiera ese dato sobre su vida. 

Cuando llegaron a su casa, cerca de las 6 de la mañana, el chofer bajó, golpeó la ventana de la habitación de sus padres y les dijo: “Les traigo a Margarita”. El reencuentro con sus padres estuvo lleno de abrazos y llantos. El Tucumano se ofreció a llevar a Ana hasta su casa, pero ella prefirió quedarse en la casa de Margarita. Luego la llevó el papá de su amiga. Rosana era chaqueña y vivía en Boulogne, con su abuela. 

A minutos de su regreso a casa, Margarita se reencontró con su hijo. “Lo abracé mucho, mucho tiempo”, al punto que ni se enteró cuando Ana se fue a su casa. Su madre le preguntó: “Hija, ¿te hicieron algo?’”. Ella le contestó: “No mamá. Porque yo estaba convencida de que no”. Consternada, la testiga contó que la negación fue revertida con terapia. Hoy puede decir que fue víctima de delitos contra su integridad sexual.

Relató luego que con Ana se volvieron a ver un par de veces, que tuvieron que ir a declarar ante la Policía Ferroviaria, en Retiro. Ana le comentó que iba a regresar al Chaco y no se vieron nunca más. 

El destino de Ana

En 2005 la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep) se comunicó con Margarita para decirle que la familia de Ana estaba buscando al hijo o hija de Ana Rosa Nussbaum, que nació en cautiverio. 

Recién allí se enteró que Rosana nunca volvió al Chaco. En Buenos Aires se enamoró de un chico que se llamaba Mariano, que trabajaba en la Cooperativa Ferroviaria de Boulogne Sur Mer. Él tenía “un apellido vasco, vivían juntos, Ana quedó embarazada, y estando de seis meses la secuestraron en la estación Florida, en Belgrano Norte, y también secuestraron a Mariano”. Siguen desaparecidos. Supo que a Ana la llevaron a Campo de Mayo. Por la Conadep, Margarita supo que estuvo en Puente 12. 

Esto fue posible por el testimonio de Diego Guarnini, quien le dijo que en Puente 12 escuchó “cómo torturaban a Margarita, una chica que trabajaba en el Ferrocarril Belgrano, y a Ana Rosa Nussbaum”. En la inspección ocular, Margarita tuvo la certeza de que estuvo en ese lugar. “Pude confirmarlo a pesar de que fue refaccionado y se habían derribado las paredes que cerraban las celdas”, declaró. Agregó que “en el techo se notaban las marcas de las paredes y se veían las divisiones, y al lado de lo que era el baño, que estaba remodelado con cerámicos, había un cuadradito donde se veía la cerámica diferente, más nueva, ahí estaba la letrina”. 

Contó que cuando ella estuvo allí, ese espacio “no tenía piso (de cerámica), tenía cemento y estaba permanentemente mojado. Todo muy promiscuo, muy sucio, y la celda de al lado era la más pequeña y era exactamente como yo la había descripto”.

El represor de la campera de gamuza

Acerca de las personas que la secuestraron, Margarita relató un episodio con el personaje de la campera marrón de gamuza. Fue el día que ella le preguntó por lo ocurrido con Jorge La Cioppa y el respondió que “hay personas que no aguantaban la tortura”. Después de eso, ella le pidió que bajara del tren y le dijo que se quería ir a otro vagón para no estar con él. La respuesta del represor fue decirle que no le iba a hacer nada y le dio un número de teléfono para que lo contactara si necesitaba algo. 

Le dijo que el número telefónico era “del Casino de Suboficiales”. Ella llamó a ese número y cuando la atendieron “dijeron Casino de Suboficiales”. Tuvo miedo y cortó la comunicación. Toda la información fue asentada en el testimonio que Margarita prestó, en la etapa de instrucción, ante el juez Daniel Rafecas. 

“La característica (del número telefónico) era 652 o 562 supongo que sería de la zona de La Matanza, no lo sé, nunca investigué”, dijo. Cuando le contó a su mamá sobre el número telefónico “ella agarró ese papelito y lo destruyó”. El hombre de la campera de gamuza, sería de la Policía Bonaerense, según la testiga. 

Tiempo después de su liberación pudo reincorporarse a su trabajo, pero pidió traslado a Boulogne, en el Belgrano Norte. 

Sobre el chofer, al que llama “El Tucumano”, dijo que confirmó que era miembro de la Policía Bonaerense. Tiempo después de quedar en libertad “mientras se hacía controles médicos y estaba en la sala de espera del consultorio con una amiga, este hombre se presentó en su casa, y su madre, sin saber de quién se trataba, le indicó dónde encontrarla ya que el consultorio quedaba a unas seis o siete cuadras”. 

El hombre fue al consultorio y cuando preguntó por ella a la recepcionista, Margarita reconoció de inmediato su voz. Cuando le dijeron que ese hombre la había venido a buscar, ella se asustó. Entonces, él le dijo: “Margarita, quedate tranquila, te quería contar que me derivan al monte tucumano y me quería venir a despedir”. Ese hombre era miembro de la Policía Montada. 

El querellante Pablo Llonto le pidió que contara la visita que le hizo en su casa el hombre de la campera de gamuza. 

Ella salía del baño, luego de ducharse, y su madre le dijo que un hombre quería hablar con ella y la esperaba en el comedor. 

“Él me invitaba a salir, quería hablar conmigo, que sabía que yo no había hecho nada, que era inocente”, recordó. Ella le pidió que se fuera y él le contestó: “Si  necesitas algo acordate que podes contar conmigo”, y le advirtió que la llamarían en forma periódica. “Le dije que no me llame nunca a la casa de mi tía”, declaró. En ese momento de su testimonio, Margarita recordó que ese hombre le había dicho que era de Entre Ríos y que estaba en la Policía Montada. De hecho, en Puente 12, en esos años, tenía su sede la Brigada Güemes, un grupo de la Policía Montada, que realizaba razias permanentes en algunos barrios del partido de La Matanza. 

La testiga reiteró que luego de ser liberada se sintió “perseguida, acosada y vigilada”. Angustiada, durante un tiempo no se animaba a salir de su casa. Luego del traslado, en su trabajo a las oficinas en Boulogne, contó con el apoyo de sus compañeros de trabajo. Mencionó la solidaridad que tuvo de un jefe, de apellido Vidal, y de un compañero, Francisco Domínguez. De todas maneras, un día volvió a caer en cama, a no querer salir de la casa y eso duró “mucho tiempo”. Domínguez la visitaba en su casa y su jefe trataba de justificar sus ausencias al trabajo. Ella no pidió médico ni ART. Un día le llegó el telegrama de despido por “justa causa”. 

Sostuvo, como conclusión de todo lo que había vivido: “Siento que me quedé encerrada hacia adentro, me parece que soy fuerte, pero hay algo que queda dando vueltas, que tiene que ver con el horror que uno vivió allá”, en Puente 12. 

La fiscal le preguntó si quería que se investiguen los abusos que sufrió, el acoso y la persecución posterior a su libertad. La testiga dio su consentimiento. La Secretaría de Derechos Humanos, que participa en el juicio, le solicitó que mostrara las fotos de María Ester Peralta y repitió lo ocurrido con ella, con su pareja y con el hijo o la hija nacido en cautiverio. 

Para finalizar, leyó algo que había escrito porque no sabía en qué condiciones llegaría al término de su testimonio:  

“Quiero agradecer el trabajo de todas las comisiones (Vesubio y Puente 12, organismos de DDHH) que siguen el camino de la justicia, para poder integrar esta parte de nuestra historia. Es sumamente importante que los juicios se lleven a cabo, para que familiares y sobrevivientes podamos darle sentido a este trabajo de retomar los recuerdos y sacarlos para afuera”. 

Agregó que alguna vez escuchó que “los recuerdos no tienen tiempo, pero el cuerpo físico sí lo tiene, y hay compañeros que ya no están y otros que dentro de un tiempo no estaremos, que de alguna manera están presentes. Estando en este camino, lo que hagamos va a ser acompañado por ellos. Agradezco los juicios que todos vamos a sostener, y le doy las gracias a mis compañeros, a los profesionales, al tribunal, porque hay cosas se hacen acompañada y hay cosas que el hombre solo no puede hacer, estas son cosas que se hacen en conjunto”.


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