Juicio ESMA VII -día 3- “La desaparición forzada es una cicatriz que nunca cierra”
Por LR oficial en Derechos Humanos, ESMA VII - Guarrochena, Lesa Humanidad
María Josefina Isla Casares durante más de 35 años siguió buscando a su hermano Juan Ignacio “soñando que estaba vivo”, cuando la familia sabía que lo había asesinado una patota de la ESMA. En la misma audiencia también declaró su hermano Marcelo, quien fue secuestrado dos veces.
Redacción: Carlos Rodríguez
Edición: Pedro Ramírez Otero
Fotos: Transmisión de La Retaguardia
María Josefina Isla Casares recorrió tribunales donde jueces indignos le dijeron: “Olvidate, tenemos orden de no darle bola a estas causas”. En los primeros tiempos, tras el secuestro de su hermano, “cuando hablaba (de lo sucedido) me temblaba todo el cuerpo”.
Al declarar en este juicio, lloró al narrar la persecución que sufrió su familia y sintió un impacto “muy fuerte” por haber podido reclamar ante los jueces “memoria, verdad y justicia”.
Sobre el caso también declaró Marcelo Isla Casares, hermano de María Josefina, secuestrado y liberado dos veces por las mismas personas que asesinaron a Juan Ignacio. El testigo confesó que durante 12 años quiso olvidar lo sucedido con su hermano, hasta que le “estalló” la cabeza y escribió un libro “sobre la esperanza” que fue para él “como una sanación”.
Los testimonios
María Josefina Isla Casares, dio testimonio sobre la persecución a su familia en la dictadura cívico militar, integrada por su madre y nueve hermanos. Uno de ellos, Juan Ignacio, fue secuestrado cuando tenía 23 y está desaparecido. El joven había sido seminarista de la Congregación Asuncionista.
El 4 de junio de 1976, cerca de la una de la madrugada, unas personas que tocaron el timbre se presentaron en la casa familiar, en Ituzaingó 620, en San Isidro. Cuando abrieron la puerta ingresaron personas armadas que preguntaron por Juan Ignacio. En ese momento, la testiga tenía 17 años. “Nos preguntaban por Juan y nos decían que era un asesino”, recordó María Josefina. Ninguno sabía dónde vivía Juan en ese momento y luego de interrogarlos a todos, se llevaron a otro de sus hermanos, Marcelo, menor que Juan Ignacio.
A Marcelo lo liberaron horas más tarde y les contó que lo habían llevado a casa de unos primos y luego a otro domicilio que desconocía. En ese segundo lugar vio a un joven que salía corriendo y al que los represores le dispararon. El joven cayó al piso, herido, y como gritaba mucho, uno de los oficiales le aplastó la garganta con su pie, calzado con una bota militar. “Le apretó la garganta para que no grite y cuando deja de hacerlo, lo levantan y lo meten en el baúl del auto donde estaba Marcelo”, relató.
Tiempo después, Marcelo le dijo a Marina Josefina que, en ese momento, por la situación que vivía, “no pudo darse cuenta que ese joven era nuestro hermano Juan Ignacio”. Familiares suyos conocían a un hermano del coronel Ernesto Trotz, subjefe de la Policía Bonaerense, el segundo del genocida Ramón Camps. “A los dos meses, Trotz contestó: ‘Fue la Marina, murió esa noche y olvídense del cuerpo. Ese fue el mensaje”, precisó Josefina.
Durante 30 años, la testiga buscó información sobre lo ocurrido con su hermano. De ese modo pudo averiguar que Juan Ignacio fue parte de un operativo que había empezado el 3 de junio con el secuestro en la vía pública de María Fernanda Noguer, junto con su bebé de cuatro meses. En el mismo momento “fueron detenidos un cartero, junto con su novia, a quienes le dieron el bebé”. La pareja estuvo una noche en la ESMA “escuchando cómo torturaban a otras personas” y luego los liberaron, junto con el bebé, al que entregaron luego en una comisaría de Martínez. En el mismo raid represivo, fueron a buscar al sacerdote Jorge Adur, responsable del seminario al que asistía Juan Ignacio. Ese operativo fue en el barrio La Manuelita, pero como no lo encontraron a Adur, secuestraron a los seminaristas Carlos Antonio Di Pietro y Raúl Eduardo Rodríguez.
Un año después del primer operativo en la casa de su familia, en la calle Ituzaingó, frente a la Catedral de San Isidro, los despertó un “ruido estremecedor”. Era otra patota armada que ingresó al domicilio rompiendo vidrios y puertas. “Eran 20 personas, muchos con pelucas, que preguntaban por José”, contó. Era otro de sus hermanos. “José dijo ‘soy yo’ y lo empezaron a golpear. Le pegaban la cabeza contra la pared”, relató la testiga. Como José estaba sangrando, ella y su madre enfrentaron a los represores para que dejaran de golpearlo. Josefina se dio cuenta que lo estaban confundiendo con Juan Ignacio, “al que ya habían matado ellos, de manera que se me ocurrió buscar mi diario íntimo, donde yo había escrito que nos enteramos que a Juan lo habían asesinado y que no sabíamos dónde estaba su cuerpo”. Aunque le pareció que los de la patota se dieron cuenta del error, igual se llevaron a José y otra vez a Marcelo.
Con el antecedente de Juan Ignacio, la familia pasó la noche angustiada, hasta que, a la mañana, regresaron José y Marcelo. “Los habían llevado encapuchados a un lugar, donde los pusieron frente a una fuerte luz que los iluminaba”, declaró. Les sacaron las capuchas y los amenazaron “con matarlos” si abrían los ojos. Ellos escucharon una voz que decía: “Este es el hermano menor y este es el hermano mayor”, en obvia referencia a Juan Ignacio, a quien —por un increíble error— seguían buscando.
La testiga contó que se reunió con José Villagra, el novio de María Fernanda Noguer, quien le comentó que también presenció lo ocurrido con Juan Ignacio. Esa noche, Villagra había ido hasta la casa donde vivía Juan, porque estaban buscando a su novia, que ya había sido secuestrada. Mario Duclos, el cartero que fue llevado a la ESMA junto con su novia y con Fernanda Noguer, fue quien le confirmó a María Josefina que su hermano Juan estuvo secuestrado en la ESMA.
Josefina dijo que ella fue “la buscadora de la verdad durante 35 años” y su vida fue “un antes y un después” de lo ocurrido con su hermano Juan. Estimó que “la mayoría” de sus familiares fueron “un poco víctimas del silencio obligado y procesaron esto de otra manera, como pudieron”. Lo ocurrido es “una cicatriz que nunca cierra y me sorprende el hecho de verme a mí, llorando todavía”. Lo dijo con la voz quebrada por el llanto. “Cuando yo hablaba de esto, mi cuerpo no paraba de temblar”, dijo en referencia a los primeros diez años de búsqueda.
Ella siguió buscando a Juan porque se estaba “volviendo loca porque soñaba todas las noches con él y pensaba que estaba vivo”. Conmovida, sostuvo que “la desaparición forzada es algo que te taladra la cabeza”. Recordó haber ido a varios juzgados donde recibió maltrato porque le decían “olvídate, tenemos orden de no darle bola a estas causas”. Por esa razón, subrayó, para ella fue “muy fuerte estar aquí” para pedir “memoria, verdad y justicia”.
Luego prestó testimonio Marcelo Isla Casares, quien ratificó lo dicho por su hermana sobre la noche del 4 de junio de 1976, cuando fueron a buscar a Juan Ignacio. Primero lo llevaron a casa de unos primos para ver si allí se encontraba Juan y luego a otro domicilio. Allí se produjeron disparos y vio caer a un joven que, después confirmó que era su hermano. Al día siguiente, amigos de Juan llamaron a su madre para darle la triste noticia del secuestro y del ataque que sufrió. Su madre fue a la casa donde vivía Juan a buscar sus pertenencias. “Cuando volvió, mi madre me preguntó si yo había estado en la calle donde estaba esa casa, le dije que sí y ahí me enteré que era él”, dijo. Confirmó que el joven al que vio caer herido por los disparos de la patota que lo estaba buscando era su hermano.
Luego relató el segundo operativo en la casa, los golpes que recibió su hermano José y la valentía de Josefina de mostrarle a los represores su diario íntimo para decirles que a Juan ya lo habían asesinado. El único dato para identificar a sus captores que pudo aportar, fue que al que comandaba la patota le decían “Mayor”. Marcelo, que hoy tiene siete hijos, reconoció que siempre trató de olvidar lo ocurrido. “El pasado, pasó, vayamos para adelante”, fue su idea en ese momento. Tenía 20 años cuando mataron a su hermano y, recién a los 32, los recuerdos le “estallaron” en la cabeza. Se le ocurrió escribir un libro para sus hijos “un libro que hable de la esperanza”. Escribir sobre lo que nunca había hablado le hizo bien, “fue como una sanación”. Marcelo reconoce que lo que le pasó a él es “nada comparado con lo que les pasó a otros, pero no depende del sufrimiento que tuvimos, sino de la capacidad de cada uno para asumirlo”.