Canción actual

Título

Artista


Eva Basterra


Invitamos a ver la película de Santiago Mitre a Teresa Laborde Calvo y Eva Basterra Seoane, las hijas de Adriana Calvo y Víctor Basterra. Compartimos una crítica colectiva, con sus opiniones y algunas de las nuestras. La mirada de las sobrevivientes sobre la película con foco en los fiscales. Redaccion: Fernando TebeleFotos: Bárbara BarrosVideo: Natalia Bernades / María Eugenia Otero Es un viaje en el tiempo ver una fila extensa para ingresar a un cine. Más si se trata de una peli argentina de temática “seria”. La recorremos. Porque somos un grupo de La Retaguardia que nos proponemos aprovechar el boom y volantear. Pretendemos que el efecto Argentina-1985 acerque más personas a las transmisiones de los juicios actuales que emprendemos con tanto esfuerzo diario. Explicamos con paciencia. En los medios comunitarios la publicidad es un rubro al que solo se accede de boca en boca o de mano en mano. La caminata también es una buena manera de mitigar la ansiedad. Eva Basterra viene desde La Plata con su compañero. Después de haber transitado tantos años el programa de radio Oral Y Público con su papá, Víctor Basterra, tememos por su llegada a tiempo. Con Víctor fue cada jueves la espera hasta diez minutos antes de comenzar para saber si contaríamos con él. No preparábamos un programa de radio semanal, planeábamos dos. Uno por si no venía; otro por si lo hacía. Obviamente cuando estaba sucedía lo mejor. ¿Por qué habría de ser hereditaria esa actitud? Puro prejuicio. Eva llega a la hora estipulada, y se suma a la fila. La que tarda es la otra invitada. A Teresa Laborde, la hija de Adriana Calvo, se le quedó el auto en Banfield. Viene desde allí en tren y subte. Dice que Google le indica que llega a tiempo. Así está el mundo por confiar tanto en entes robóticos. La hilera comienza a avanzar; todos y todas con el díptico de LR en la mano, salvo alguna que solo quería ver el juicio contra Cristina. Le dejamos la entrada a su nombre en la boletería a Tere. Nos viene insistiendo con que quiere pagarla. Se deja invitar. En 2006 todavía éramos un programa de radio de una hora semanal y un blog con ganas de ser portal de noticias. Se habían reiniciado los juicios tras 20 años de impunidad. Para la generación adolescente postdictadura, era una hermosa novedad. Al Juicio a las Juntas lo habíamos vivido solo como espectadores con asombro. Y poco y nada. Porque era mucho lo que se hablaba del juicio, pero escaso lo que se podía ver. Se seguía a través de la subjetividad de quienes lo cubrían. ¿Por dónde arrancamos? Nos preguntamos. Pensamos en hacer un mapa de juicios que nunca terminamos. Pero hicimos algo correctamente: llamamos a Adriana para que nos dijera por dónde ir. Por supuesto lo hizo. Ella y toda la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos (AEED). Tere no llega. Ya estamos sentados. Luces encendidas, función demorada. Gente que pregunta por el asiento vacío que ve. “Está ocupado”, repetimos una y otra vez. Algunos nos miran con recelo. Pensamos en explicarles: “Es para Tere, la que cuenta su mamá en el testimonio”, pero spoiliar generaría más tensión. La peli arranca. No es tan grave que ella no esté para el comienzo, porque se consiguió un lugar en la gala de estreno en Puerto Madero. Su foto en redes sociales pisando la alfombra roja es todo un símbolo. Alfombra roja de la vida es lo que se merecen quienes han sobrevivido al genocidio. Ambas lo son. Hijas sobrevivientes: eso es lo que son Eva y Tere. La prueba más hermosa de que la derrota no fue total. Los 140 minutos transcurren a una velocidad inquietante. El film es largo pero nunca tedioso. Consigue conducir entre la carcajada y el llanto sin pagar peaje alguno. Se puede dividir claramente en dos etapas: la previa y el juicio. El rigor histórico es evidente. Va desde la estética hasta lo informativo con solvencia periodística casi de documental. En la primera parte, la del contexto general, las dudas del fiscal Strassera y la dificultad para hallar un equipo que se bancara el partido que estaba por jugar, el humor es una base sólida para cimentar lo que se sabe que llegará: los relatos del juicio. Allí se destaca el rol de Adriana Calvo. Y aunque tal vez no se advierta la carga de haber sido la primera en testimoniar en un juicio que nadie sabía para dónde saldría, el lugar que se le asigna es justo y más: era una deuda de la historia. Su hija comparte sensaciones. “La primera vez fui muy a la defensiva. Esta vez la disfruté un poquito más”, señala Laborde apenas en la puerta. La primera vez fui muy a la defensiva. Esta vez la disfruté un poquito más”, señala Laborde apenas en la puerta. “No nos contactaron sino que fuimos nosotros quienes contactamos al director…”, explica acerca de por qué fue con poca expectativa. “Venía preparada para que los héroes fueran los fiscales Strassera y Moreno Ocampo. Que la banca Amazon… Pero la verdad es que me sorprendió para bien. Hay un montón de cosas que pensé que no se iban a abordar y están. Que el juicio no es justicia: se hizo pero no se pudo y así como se condenó a perpetua, hubo muchos que quedaron libres. Muchos oficiales estuvieron en sus cargos durante décadas. Bergés (Jorge, médico policial apropiador de niños y niñas) tuvo una clínica en Quilmes”. Entre las cuestiones específicas que Laborde rescata de la película está el rol de quienes dieron testimonio: “Pone luz a las historias de vida que estaban muy silenciadas, como la de mi vieja o la de Víctor. Porque a pesar de que ellos intentaron hacer ruido, siempre los callaron tanto por derecha como por izquierda. También me sentí identificada con todo esto de las amenazas: apenas salió mi mamá -salimos las dos, se corrige- hubo amenazas. Y también antes del

Tenemos desde siempre a mano una consiga: cualquier homenaje a Víctor Basterra resultará poco y necesario. Con esa misma pretensión, encaramos esta noche un nuevo intento por dejar su nombre y su tarea bien arriba. Contaremos para eso con invitadas e invitados que nos darán más que una mano: sus hijas Eva y Soledad, Nora Cortiñas, Sueco Lordkipanidse, Osvaldo Barros, Ana María Careaga, Lila Pastoriza, Ana Testa, Alejandra Éboli, Mercedes Soiza Reilly, Rodolfo Yanzón, Margarita Noia, entre otras personas que se irán sumando a lo largo de las dos horas. Les esperamos.

La casaquinta de General Pacheco que los y las sobrevivientes reconocieron como el lugar al que fueron llevados a pasar el día durante sus secuestros, pertenecía en 1980 a Raúl Enrique Antonio Peyón, el padre -también marino- del feroz torturador Fernando Enrique Peyón. Los documentos que prueban que la casa operaba como sucursal del terror de la ESMA. Los nuevos testimonios de Ana Testa y Daniel Oviedo, que reconocieron haber estado allí por fotografías, más el aporte de Liliana Pellegrino, Carlos Lordkipanidse, María Eva Basterra, Blanca García de Firpo, Osvaldo Barros y Víctor Basterra, más la fiscal Mercedes Soiza Reilly y el ex integrante de HIJOS, Pablo Iglesias, aportan otro trazo grueso al círculo de la memoria histórica que nunca se termina de cerrar. (Por La Retaguardia) 📝 Texto 👉 Fernando Tebele 🔎 Investigación periodística 👉 Fernando Tebele 👉 María Eugenia Otero📷 Edición de Fotos documentales 👉 Natalia Bernades 💻 Edición de audios testimoniales 👉 Paulo Giacobbe ☝ Foto de Portada 👉 Aporte histórico de Víctor Basterra, que sacó fotografías desde su cautiverio. Sin esta fotografía, por ejemplo, sería quizás imposible conocer su rostro, ya que al no haber llegado al juicio, no se lo ha registrado fotográficamenente, salvo esta de Basterra. Noviembre de 1978 Hace pocos días que Liliana Pellegrino fue secuestrada. Está tirada sobre una de las camas del sótano de la ESMA, una especie de recepción del festival del horror cotidiano de ese lugar siniestro al que todavía no dimensiona. La venda en los ojos agudiza el resto de sus sentidos. Por eso puede sentir que alguien se le acerca, primero a través de los pasos; luego por el calor del cuerpo que se le sienta al lado, rodillas contra rodillas. —Levantate la capucha —dice el captor a su lado.—No, no quiero.—Levantate la capucha —ya es una orden. Cuando obedece, Liliana puede ver al hombre al que todos llaman el Giba o Quasimodo, por una suerte de joroba en su espalda. —¿Querés fumar? —le pregunta, volviendo al tono cómplice, que nunca deja de ser duro.—Sí. Fernando Enrique Peyón se saca el cigarrillo de su boca. Lo sostiene entre su pulgar y su índice derecho. Lo acerca a la cara de la cautiva. —Fumá.—Gracias, pero no quiero —dice ella cuando se da cuenta. El asco puede más.—Te digo que fumes —vuelve a ordenar el Giba Peyón y luego sigue con tono tranquilo, como si nada—. Quiero que sepas que yo tengo en mis manos la vida y la muerte de tu pareja. Lo podría haber matado cuando lo secuestré pero no quise. Todo depende… pero tengo el poder de hacerlo. Eso es lo único que quiero que sepas. El silencio sólo queda interrumpido por la respiración agitada de Liliana, que piensa en Carlos Sueco Lordkipanidse, su pareja. “Bueno, bajate la capucha”, le dice Peyón antes de irse. Con esa presentación, Pellegrino se acaba de enterar quién es el Giba, uno los más feroces del Grupo de Tareas 3.3.2. *** Casi 40 años después, Pellegrino está en Suecia, donde vive. Llegó desde Buenos Aires hace una semana. No puede dejar de mostrar asombro cuando le decimos que La Retaguardia pudo establecer que la casa que ella reconoció hace días como aquella a la que los genocidas llevaron a las personas cautivas en febrero de 1980, pertenecía en ese tiempo a Raúl Enrique Antonio Peyón, el padre del Giba. “Me conmovió muchísimo saber quién la había tenido, sobre todo el saber que la encontramos. Es esa. Me conmovió porque ahí estuvieron con vida compañeros que pocas semanas después desaparecieron completamente: el grupo Villaflor, el Pata Pared, la Gringa Ponti, Ardetti, Lepíscopo”, dice vía telefónica. La Retaguardia pudo confirmar, a través del documento que acompaña esta nota, que Peyón padre le compró la casa el 8 de julio de 1972 a Horacio Blas Berretta, un arquitecto que murió en 2010. No podemos registrar (al menos hasta ahora) que el hombre de apellido calificativo tuviera algún vínculo con Peyón. Por la época de la compra, habría que descartar que la quinta sea parte del botín de propiedades de las personas secuestradas, que en general eran sometidas a firmar falsas ventas en favor de genocidas, testaferros o empresas creadas con esa finalidad. “No hay que olvidar que junto a la operatividad estaban los negocios, y ellos hacían negocios”, dice Víctor Basterra desde una convalecencia que no le impide aportar datos a la memoria histórica. “Era un psicópata torturador. Estaba en inteligencia y operaciones. Tenía un resentimiento contra buena parte de la humanidad. Su nombre completo era Fernando Enrique Peyón”, dice el escribano de la memoria. “Fue el autor de mis primeras torturas”, señala. El documento que prueba que Raúl Enrique Antonio Peyón, el padre de El Giba, fue dueño de la casaquinta entre 1972 y 1984. (La Retaguardia) Peyón, el torturador Cuando La Retaguardia consulta quién era Peyón, todos y todas comienzan por el mismo lugar. Fue quien, en medio de la tortura de Basterra, salió a buscar a Eva, su beba de apenas tres meses, para torturarla junto a su padre, que se negaba a decir nada por más que le dieran máquina hasta ocasionarle dos infartos. Contamos ya en la nota anterior, que Peyón se topó con el acto heroico de la secuestrada Blanca de Firpo, que la tomó en sus brazos y la apretó contra su pecho para evitar que el Giba se la llevara al infierno. “Poné que soy La Betty, porque así me decía Cachito Fukman”, nos pide ella, que está de paso por Buenos Aires, porque también vive en Suecia. Junto a Carlos Lordkipanidse, hizo el primer reconocimiento de la casa que acompañó este medio, en junio de 2019. “A Peyón lo conocía de la tortura -nos cuenta-, pero mucho más cuando vino a buscar a Eva para torturarla y yo se la saqué y la cubrí con mi cuerpo. Así quedó mi columna… Era un sádico que disfrutaba de hacernos daño”. Cuando se refiere a su columna, da cuenta de la paliza posterior, consecuencia de su