Crónicas del juicio -día 5- Querida compañera, primera entre las iguales
Por contraofensiva en Ana Testa, Juan Carlos Silva, Marcela Hedman, Paula Silva Testa, Rubén Amarilla
Ana Testa es sobreviviente de la ESMA y no participó de la Contraofensiva de Montoneros. Sin embargo, es querellante en la causa por el secuestro y desaparición de su compañero, Juan Carlos Silva. Su testimonio del martes pasado fue emotivo y muy político. (Por Fabiana Montenegro y Fernando Tebele para El Diario del Juicio*)
Foto de tapa: Ana Testa y la foto de Juan Carlos Silva sobre la mesa (Foto: Fabiana Montenegro/DDJ)
Colaboración: Diego Adur y Rosaura Barletta.
“Disculpen —dice Ana Testa apenas ocupa el asiento destinado a los testigos— pero siempre que tengo que hablar y recordar a Juan… —se interrumpe, y coloca sobre el escritorio que tiene enfrente un portarretrato con la imagen de su compañero, padre de su hija—. Traje este Juan, porque hoy vine a hablar por él”.
Fue entonces —a partir de que lo conoció en 1972, cuando se fue a estudiar Arquitectura a Resistencia y empezó a frecuentar a la familia, cuando Ana aprendió sobre el peronismo gracias a las charlas que su suegro fogoneaba en los almuerzos. “Era muy placentero pasar los domingos en su casa por los grandes debates que tenía el padre con sus dos hijos, Antonio (con 18 años, que fue secuestrado en Santa Fe), y Juan”, recuerda.
Luego Ana se adentra en los inicios de la militancia: “empecé a militar con un cura, Rubén Dri, y Juan ya estaba en el partido y en el barrio hasta que a principios de 1973 se constituyeron las regionales. Eran los espacios de superficie de la organización Montoneros: JP (Juventud Peronista), de la JUP (Juventud Universitaria Peronista), de la UES (Unión de Estudiantes Secundarios), de la JTP (Juventud Trabajadora Peronista)”, describe.
“Juan era una persona que andaba mucho y estaba todo el día haciendo cosas. Trabajaba, estudiaba, militaba, no sé de dónde sacábamos tanto tiempo”, dice, y no puede ocultar su admiración por él y su generación.
Ana conserva tan intactos los recuerdos de aquella época como su pelo largo que, recogido por la mitad, le cae sobre los hombros. La foto de Juan está ubicada de modo que pareciera mirarla mientras ella lee un fragmento de Gabriela Selser: «Éramos tan jóvenes, con esa juventud que no necesitaba apellido, sobraba futuro, porque estábamos llenos de vida (…) Había tanto para hacer y el mundo cabía en una mano». “Esto –dirá al terminar la lectura— define cómo fuimos en todo sentido y cómo fueron nuestros compañeros. No sé si todos por igual pero, particularmente, yo leo esa frase y mi primera imagen es Juan: Juan y sus decisiones. Juan y su convencimiento. Juan y su manera de entender la realidad, de decir ‘el camino es este’, ‘hay que hacer así’. Me identifica porque lo asocio mucho a su forma de ser y de muchos compañeros, de casi todos los compañeros de esa generación”, grafica sensible y emocionada.
Fervor y represión
Ana va a estar secuestrada en la Escuela de Mecánica de la Armada desde noviembre de 1979 y parte de 1980. Pero ahora, mientras habla del fervor con que vivieron esos años (de 1972 a 1975) los ojos le brillan. Ni siquiera la oscuridad que se avecina en su relato conseguirá apagarlos.
“Resistencia era una ciudad pequeñita, nos conocíamos todos, sabíamos quiénes eran los peronistas, quiénes eran los no peronistas, quiénes eran los de vanguardia. En la cola donde yo me fui a inscribir en 1971 para la carrera de Arquitectura, estaba Marcela Hedman y es con quien decidimos alquilar un departamento enorme que se llamó La Casa de Arquitectura. Éramos todos estudiantes de Arquitectura y militantes. Después nos fuimos a vivir con Juan ahí y era el único que no era de Arquitectura, él había empezado a estudiar ingeniería. Con el tiempo, Marcela se va de esa casa cuando está embarazada de su primer hijito. Marcela se enamoró de Rubén Amarilla, hermano de Guillermo, responsable de la regional 4, la que a nosotros nos correspondía”.
Entre el ‘72 y ‘73, Juan se incorporaría a la organización Montoneros, intuye Ana. “De su boca jamás salió”, afirma.
Durante ese período –“la mejor etapa de nuestras vidas hasta que llegó 1975”— conoció a Oli Goya.
“En el año ’75, cuenta, yo era secretaria de mi centro de estudiantes de Arquitectura. Rápidamente, se viene para julio del ’75 una razzia infernal aplicando la 20.840, la ley antisubversiva. Quedamos en el tendal. Nos tuvimos que ir porque si no nos metían presos. Algunos compañeros estuvieron presos desde ese día hasta el ’83. A otros compañeros los masacraron en Margarita Belén (de los primeros juicios de lesa humanidad que se realizaron al caer las leyes de impunidad) y algunos otros pudimos escaparnos. Algunos fueron detenidos y masacrados en otros lugares. Así empezó la recorrida nuestra con Juan. En ese interín, en Resistencia, yo estuve encerrada en una casa en situación de clandestinidad y me enteré de que estaba embarazada”.
Los meses siguientes, militaron –Juan en el área militar y ella en prensa— en Misiones y luego en la ciudad de Santa Fe, donde nació su hija, María Paula.
“El ’76 fue un año muy cruento –recuerda—. Nosotros logramos escaparnos por los tapiales de una casa que fue rodeada por fuerzas conjuntas. No los conozco ni nunca les vi la cara, pero en un juicio que yo declaré en Santa Fe había uno de los acusados que le decía a otro y hacía gestos como diciéndole que nosotros éramos los que se les habían escapado. Era agarrar a los compañeros, los torturaban y desaparecían o morían en algún tipo de entrada a la casa. Ese era el modus operandi de ellos. Después de eso nos fuimos a Esperanza. Yo había perdido otro bebé. El que viajaba constantemente a Santa Fe era Juan. Era un poco la referencia constante. Después estuvimos en San Cristóbal, una ciudad al norte de la provincia de Santa Fe”.
Dos o tres días antes de escaparse de la casa habían decidido que la hija de ambos, que tenía 4 meses y medio, se fuera a vivir con los padres de Ana. Ella se crió en San Jorge, a donde, en el ‘98, Ana volvería a vivir.
La ciudad de Santa Fe estaba devastada para 1977. “Habían detenido—desaparecido a todos los integrantes y militantes de todas las organizaciones en la ciudad. Juan consiguió una cita para irnos a Buenos Aires. Fue una cita nacional. Era el punto de encuentro provincial de alguien que venía de otra provincia para poder contactarse con un militante con alguna tarea en particular. Pero la cita se levantó porque habría estado pinchada. Y nos quedamos desenganchados”.
En Buenos Aires vivieron en la clandestinidad. Consiguieron trabajo con documentos que fabricaron ellos mismos —yo era bastante buena en eso, dice—.
Pero en esas condiciones, Ana tenía dudas de cómo continuar. “Le planteé a Juan de irnos, pero él no quería. Juan con su férrea voluntad y convicciones, lo único que tenía en mente era ver cómo se enganchaba con la organización”.
La Contraofensiva
A fines del ’78 o principios del ’79, Juan se enteró de la convocatoria a la Contraofensiva y aceptó incorporarse. “Salir del país, formarnos y volver y resistir todo lo que se pueda. Dentro del contexto del análisis del peronismo era lo que correspondía hacer”, cuenta Ana que le comentó él. “Juan estaba feliz cuando se enteró del proyecto. Yo le decía que no iba a funcionar. Debatíamos y debatíamos”, recuerda.
Por cuestiones de seguridad, la pareja tuvo que separarse, aunque seguían viéndose día por medio. “Nos queríamos muchísimo. Estábamos muy enamorados independientemente de lo que pasaba.”
—¿Lograste saber quiénes eran los compañeros con los que Juan había establecido ese contacto y que le habían contado del proyecto? —pregunta la fiscal, Gabriela Sosti.
—No. En ese período, viene un día Juan y me dice que tenía una hermosa noticia: Susi (Marcela Hedman) está bien. A mí se me hinchó todo el corazón. Yo deduzco que se debe haber encontrado con Guillermo y Rubén Amarilla.
Testa continúa con el relato. Hace un intento por no perder el hilo temporal. Se acomoda el pañuelo multicolor que le cuelga del cuello. “A fines de julio del ’79, nos juntamos con Juan en mi casa para fabricar un pasaporte. Estaba mi mamá, que también era una colaboradora. Yo me llamaba durante muchos años Sara Cofini y él se llamaba Néstor Bertoldi. Juan se tenía que ir en esos días. Y se fue”.
Desde España Juan le envió una carta. “Querida compañera, primera entre las iguales”, decía el encabezado de esas líneas donde le contaba “con la alegría de vida que tenía siempre” el entusiasmo que había entre los compañeros en ese país. «Yo podía interpretar los términos de Juan –reflexiona ahora Ana— de por qué volver, por qué resistir, por qué venir. Internamente decía, ojalá no me equivoque y esto no sea lo que finalmente fue”, dice con tristeza.
“A mí me detuvieron en noviembre del año ’79. Antes voy a hacer un paréntesis para que quede claro. Cuando en instrucción se elaboran las imputaciones a los imputados, aparece como que Guillermo Amarilla y Jorge Pared habían estado en una cita con una persona de apellido Testa. Yo la última vez que vi a Guillermo Amarilla fue en el año ’75. Es decir que eso no es verdad. Además, yo caigo en el mes de noviembre y Guillermo Amarilla, con su esposa y Rubén Amarilla, en octubre del ’79. Quería dejar sentado eso porque no es correcto.
Testa en el después junto a Florencia Tajes Albani, una de las familiares que tiene la causa en la cabeza. (Foto: Fabiana Montenegro/DDJ) |
Tu marido cayó en ejército
Cinco meses después de que Ana lograra la libertad vigilada, en diciembre del ’80, Ricardo Miguel Cavallo, el genocida con alta jerarquía en la ESMA, que era la persona que la custodiaba, le pidió que fuera a Buenos Aires porque él no iba a estar más en ese rol. Hoy día tiene dos cadenas perpetuas. En realidad, la perversidad de esas visitas no tenían fin. Implicaban reafirmar que la libertad era ficticia. Ellos estaban ahí. Benazzi Beriso (alias Manuel), otro marino, que murió sin condena, sería el nuevo encargado de esa tarea. “Además, tenía que decirme algo –cuenta Ana—. Bueno, vine a Buenos Aires desde el pueblito y me dijo: ‘Te quería decir que tu marido cayó en ejército’. Le pregunté si lo podían traer a la ESMA o hacer algo y me reiteró que lo único que podía decirme era eso. La paradoja de la vida es que esta es la primera persona por la cual yo me entero de que Juan había caído en un centro clandestino de detención y exterminio”.
—¿Cuándo fuiste secuestrada en la ESMA? –pregunta la fiscal.
—El 13 de noviembre del año ’79.
—¿Tu secuestro estaba vinculado con la persecución a Juan Carlos?
—Toda persona que ha pasado por un centro clandestino de detención y exterminio sabe lo que es la tortura en el cuerpo –contesta Ana sin vacilar—. La única persona por la que me preguntaban yo no sabía ni quién era. Me preguntaban por Petrus. No sabía ni quién era Petrus. Estando allá adentro, un día Víctor Basterra me dijo que Petrus era el cuarto de la organización. Campiglia. Yo no tenía idea. Después sí. Buscaron documentación mía y ahí empezaron a preguntarme por Juan. Fueron por las únicas dos personas por las que ellos preguntaban y preguntaban. Yo lo único que le pude decir, bajo tortura, es que Juan estaba en España. Yo no tenía ningún tipo de información, nada.
—¿El comentario que hace Cavallo…?
—Es un año después. Poco antes de la navidad, diciembre del ’80. Yo ya estaba con libertad vigilada.
—¿Hizo alguna referencia más acerca de esto? —pregunta Sosti.
—Lo único que me mencionó es ‘tu marido cayó en ejército’. En Campo de Mayo, no me dijo ni siquiera ejército.
Ana vivió un año aproximadamente en el pueblo San Jorge y después volvió a Buenos Aires donde se contactó con Víctor Basterra, que cayó en agosto del ‘79 y estuvo en la ESMA hasta el último día de la dictadura. “Víctor se tuvo que morfar hasta más o menos el año ’84. Lo tenían de mano de obra esclava para hacerle cosas a los marinos”, recuerda Ana. La referencia a los años de democracia tiene que ver con que Basterra siguió siendo vigilado y visitado en pleno 1984; fue utilizado como mano de obra esclava para falsificar documentos; les sacaba fotos a los genocidas para ese fin, y se guardaba una copia de cada una. “Aparte de reconstruir mi cabeza —dice Ana—, promediando el ’81 empezamos a reconstruir el tema de Juan. Él me contó dos cosas. En una oportunidad me mostró una lista. Era una lista de una carpeta que él había encontrado de Campo de Mayo dentro de los archivos que tenía la Marina. Figuraba un nombre y una especie de alias. Leí ‘Negro Juan Nacho’. Nacho era el nombre de guerra de Juan. El mío era Rita. Esa fue la primera cosa, posterior a lo de Cavallo. En otra oportunidad que vino a mi casa. Víctor pudo extraer muchas fotografías y nosotros le pudimos poner nombre. Era muy fresco todo. Ahí me contó que promediando el año ’80, una compañera a la que trajeron de Campo de Mayo a la ESMA le contó que en Campo de Mayo, en una especie de galpón había unos 40 compañeros. Eso es una cosa que está sumamente probada. Víctor Basterra lo empezó a decir en el juicio a las Juntas”, rescata Testa. El Informe Basterra, increíble registro de fotografías y documentos que el sobreviviente fue sacando de la ESMA, se convirtieron en la prueba más contundente en la megacausa sobre ese centro clandestino, que no por casualidad tiene tantos condenados. Su informe les puso rostros, nombres y apellidos.
Con la foto de Juan Carlos Silva y la sonrisa permanente. (Foto: Gustavo Molfino) |
—¿El nombre de Alcira Machi te suena?
—Sí, después en la reconstrucción, María, esta compañera que trajeron de Campo de Mayo a la ESMA, es Alcira Machi. Han pasado 39 años para que yo y todos nosotros pudiéramos hablar de esto…
Esos dos datos son los que me da Víctor. En el año ’82, una chica llamada Gabriela Chicola era radióloga en el centro de medicina laboral de la calle Pasteur donde yo era recepcionista. Ella era amiga mía y amiga de Juan. En el año ’82, ella va a la casa de los padres de Juan. Le relató que Juan vivió en su casa aproximadamente dos meses, en mayo y junio, que había hecho unos viajes al interior, había ido a hacer el entrenamiento en Líbano, venían a insertarse en los territorios y que venía a su lugar. Mi suegro lo confirmó también porque a la primer casa a donde Juan va es a la casa de sus padres. En el ’80, Juan fue a ver a una cuñada mía, Susana de los Ríos, y ella le dijo que recién acababa de salir de la cárcel y no tenía la cabeza acomodada para pensar en otro proyecto. Juan volvió y Gabriela nos relató que él estaba muy preocupado, como diferente. El tenía una fecha para salir que era el 27 de junio del ’80. Tenían una especie de cita de control. Él tenía que llegar a Río y mandarle un telegrama que dijera ‘Gabriela todo bien, saludos a los chicos’. Eso significaba que no había habido ningún inconveniente. Gabriela vivía en una casa que adelante tenía un taller de Marcos. El 27 de junio de 1980 fue un sábado. El día lunes, al comercio de enfrente de lo de Gabriela caen 3 personas con una carta con letra de Juan. Está la fotocopia en Instrucción. Él le dice, ‘Gabriela estas personas son amigos míos, dale la caja’. No habían pasado los 3 días. Había pasado un día y medio.
—¿Qué eran los famosos 3 días? —quiere precisar Sosti.
—Es el tiempo entre la ida de Juan y el telegrama que tenía que venir de Río de Janeiro. Entonces, Gabriela les dice que no conoce a nadie, que no sabía quién era Juan. Le dicen que ellos buscaban esa caja. Juan le había pedido que no la abra. Adentro tenía pasaportes en blanco y sellos. Juan, teóricamente, volvía en diciembre para instalarse en Resistencia. Los tipos se llevaron eso. A ella físicamente no le pasó nada. Nadie le puso picana eléctrica, pero la torturaron un año y medio con una camionetita enfrente del comercio con rotación de tipos cada 7 u 8 horas y la llamaban telefónicamente.
—¿Gabriela describió a las personas que fueron a buscar la caja? —pregunta Sosti.
—Sí. Me dijo que dos tenían cara de milicos y uno estaba de muy mal aspecto. Una noche charlando me lo dibuja y lo dibuja con muchos rulitos. El mal aspecto, si lo tengo que traducir, es una persona que había estado en cautiverio, golpeada, etc. Después la llaman por teléfono, durante un año seguido, diciéndole por ejemplo ‘Juan llega por el Tigre, Juan llega por Ezeiza’. Promediando el año ’81 ya nunca más la llamaron y se fue ese autito que tenía adelante. Esa reconstrucción la hacemos con mi suegro en el año ’82. En el año ’84 declaramos en la Conadep. Durante la dictadura, mi suegro hace las denuncias en la APDH de Buenos Aires.
Fafá
Ana Testa va y viene entre la historia de Juan y la suya en la ESMA. “Un detalle que yo quería contar: Un policía federal, alias Fafá (Claudio Pittana, murió el aña pasado). En la ESMA, la monstrosidad del ’76 y ’77 no era tanta. En ese momento eran mucho más selectivos. Esta persona tenía las características de ser mano de obra. En la causa unificada III de la ESMA le dieron 25 años. Un día, promediando mi secuestro en ESMA, Claudio Pittana se me acercó y me dijo ‘qué suerte que tenés vos’, así canchengue para hablar. ‘Porque el Ejército que hizo lo de Amarilla dejó un montón de cosas que nosotros nos llevamos’. Por eso cayó el chico que era el pie telefónico de Juan, el enlace. El pie telefónico era alguien que transmitía información a través de una persona con un teléfono. Este chico estuvo secuestrado en la ESMA dos días. Está libre. Nunca quiso declarar y me pidió encarecidamente que no lo mencionara. No era de la organización. Era como Gabriela, que tampoco era de la organización. Era una tipa que entendía el proceso y el momento contextual que estábamos viviendo. Este chico era igual. Una o dos veces en la ESMA vino (Pitana) y con mucho desprecio me lo dijo, como diciéndome ‘te salvamos a vos’”, asegura Testa.
Un juicio especial
Podría decirse que Ana es una testigo con experiencia. Sin embargo, esta vez se la nota tensa. Lejos de esconder los nervios, les poné un porqué. “A mí me costó mucho venir a este juicio. Yo que declaré desde el año ’85 para Instrucción en la ESMA, declaré 3 veces, 2 veces en Santa Fe. Estoy tan angustiada porque en realidad yo me iba a enfrentar a este Tribunal, que son ustedes, y es tan importante la posibilidad que les están dando a los hijos, a nosotros los familiares. En mi manera de entender, la Inteligencia, la verdadera Inteligencia del exterminio, el camino a recorrer, lo hizo el Ejército. Después hubo otras circunstancias, Policía Federal, la ESMA. En la ESMA reventaron a 5000 compañeros, pero a ellos les gustaba tener situaciones Vip, el centro piloto de París y todas esas cosas. Las áreas de Inteligencia de Ejército tenían el tormento y la tortura de la persona para la extracción de la información y la cadena y las secuencias. Nada más precisa que ésta (causa), que tiene 94 compañeros, exterminados en dos años. Los hijos, que se han puesto este juicio al hombro y han laburado y laburado, buscando y buscando. No tengo precisión de esos datos, pero este es el demostrativo para mí de lo que significa la tortura para la obtención de información para el secuestro y muerte en cadena. Creo que excepto Silvia Tolchinsky no sé si hay sobrevivientes que hayan sido detenidos en centros clandestinos. Yo les agradezco la oportunidad que me dan. La úlcera se me va a pasar. Esto quedará en la historia y ustedes también van a pasar a la historia. Se los agradezco en nombre mío, en nombre de mi hija, de mi nieta y de los 30 mil compañeros. De todos los compañeros que vinieron absolutamente convencidos y decididos a pelear para que se termine la dictadura, Yo no soy un ejemplo, porque le dije a Juan que no se podía hacer. Hay 94 compañeros que vinieron convencidos. Juan tenía 30 años cuando lo secuestraron. Él se crío en la escuela, los juguetes, el peronismo. La resistencia, la lucha, la militancia, el poder desterrar lo que significaba esa dictadura fue algo que valoro mucho de los compañeros, a pesar de que en los años ’90 estuve con dudas y tuve muchas críticas. No es que los pongo en la categoría de héroes porque no creo que corresponda, pero sí creo que entregaron lo mejor de ellos porque tenían absoluta convicción de que aun entregando la vida eso iba a servir. Reivindico esa actitud resistente de ellos, de venir. Es un concepto del peronismo puro. De venir a pelear y a defender todo esto”, dijo visiblemente emocionada.
Atrás el abogado Botindari, con quien Testa tuvo un cruce risueño. (Foto: Julieta Colomer/DDJ) |
El cierre
Cerca de sus últimas palabras, uno de los abogados defensores privados quiso volver atrás. Preguntó acerca de si recordaba las precisiones que Gabriela había dado sobre las personas que la visitaban.
—¿Sabe qué quiso decir con que tenían aspecto de militares? —preguntó Botindari.
—Cómo decirle… —se pregunta Testa a sí misma, ya cansada. Sin embargo, su respuesta termina siendo veloz y despertó risas—. Mire, si yo me lo cruzo a usted por la calle, y lo veo, no digo por el trato porque usted me está tratando bien, pero si lo veo en la calle digo: este parece milico.
—Pero no lo soy —suelta Botindari y apagó su micrófono con tanta fuerza que se escuchó el clanc.
A pesar de todo lo que contó, de las lágrimas y las emociones fuertes, Ana todavía puede hacer reír a sus compas, que la miran desde atrás. Va a terminar su testimonio. Levantará el portarretrato desde el que Juan la miró sonriendo y se irá caminando mucho más tranquila que cuando llegó. “Hace poco tiempo que le puedo decir mi compañero”, dice antes de despedirse y de volver a mirar una foto suya, esta vez en un banner que comparte con muchos otros desaparecidos/as en la represión a la Contraofensiva. Le regala una sonrisa a esa foto y se va.