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Los actuales usuarios de levita no quieren a las murgas

Escrito por el febrero 28, 2024


A días de que termine febrero y se lleve hasta el próximo año los brillos, plumas y tambores propios del Carnaval, aparecen algunas preguntas. ¿Cómo surge la cultura carnavalera en el mundo? ¿Por qué en Argentina hay ciertos sectores que le tienen tanto rechazo? ¿Qué motivos hay detrás del achicamiento de los corsos de la Ciudad de Buenos Aires?

Redacción: Sergio Zalba
Edición: Pedro Ramírez Otero / Valentina Maccarone 
Foto: Bárbara Barros

Se acaba febrero, mes del Carnaval, tiempo mítico del dios Momo. Se retira, diciendo adiós, con mucha pena y casi sin gloria.

Tengo muy poca información de lo ocurrido en otras ciudades y regiones del país en las que el carnaval tiene un lugar destacado. Me refiero a Gualeguaychú, Corrientes, Jujuy, La Quebrada de Humahuaca, La Rioja, Lincoln. Pero en la Ciudad de Buenos Aires, salvo en los valiosísimos entornos murgueros, la fiesta popular devino en muchos brillos para pocas y pocos. 

En la ciudad más opulenta del país y con intensa tradición carnavalera, los 22 corsos del año pasado se redujeron a 14: ocho realizados en las calles y seis en algunas plazas. No se trató de un achicamiento económico. Tampoco de una reducción de “ruidos molestoss” para los vecinos y vecinas. Fue una decisión política.

Las Bacanales del año 200 antes de Cristo, el antecedente inmediato de nuestro Carnaval, eran las fiestas más populares del Imperio Romano. Prohombres y villanos bailaban y se daban la mano sin importarles su facha ni su origen. Y para evitar que los esclavos reconozcan a sus amos y los amos a sus esclavos, se ponían máscaras y antifaces; se disfrazaban para festejar tranquilos sin saberse observados. Ellas y ellos gozaban ilimitadamente sin saber con quién. Más allá de sus condiciones sociales, valían lo mismo. Pero no todo era orgía ni borrachera. Era el símbolo más acabado de la felicidad final y verdadera: nada de exclusiones, nada de sufrimientos, nada de obligaciones sin sentido. Así sería la vida eterna.

600 años después, tras la conversión de Constantino, el Imperio se hizo cristiano. Y la nueva moral no debía tolerar semejantes desviaciones. Sin embargo, la Iglesia no pudo someter por completo esa enorme carga cultural. Lo hizo muy sutilmente convirtiendo el carnaval en carnestolenda. ―Está bien ―dijo el Papa―. Festejen nomás, pero la joda se acaba el martes por la noche. El miércoles, que desde ahora se llamará “miércoles de ceniza”, comenzamos la cuaresma: no se permitirá ningún tipo de carne durante cuarenta días. Será un tiempo de ayuno, de reflexión, de reconocimiento de nuestros pecados. Ese tiempo terminará el domingo de Pascua, cuando celebremos la resurrección de Cristo

Y así, se selló el vínculo temporal entre los carnavales y la liturgia cristiana.

Aquí, como tantas otras tradiciones, llegó con la colonia: con la cruz y la espada. En la zona andina, sintetizada con costumbres ancestrales, desentierran al Diablo para hacer diabladas: durante esos días todo está permitido, hasta que lo vuelvan a enterrar. En algunas ciudades tomó otras formas: carrozas, desfiles, ropajes sensuales, plumas, movimientos casi convulsivos.

En el puerto de Buenos Aires, tomó la suya. Los negros de origen africano hicieron un aporte fundamental. Los ritmos, la percusión y lo que se convirtió en la peculiar danza de las murgas porteñas. Según parece, los “tres saltos” que producen bailarines y bailarinas durante la “matanza”, representan el tironeo liberador de las cadenas esclavizantes. Toda la murga está repleta de simbolismos.

En la murga porteña, amalgamada por negros y cabecitas negras, se utiliza la levita (del francés lévite) como traje fundamental. Era la prenda señorial por excelencia, la que usaban los varones aristocráticos para pavonearse en fiestas y casorios. Los murgueros la transformaron en un irónico disfraz. Se calzaron galeras hechas de cartón y fabricaron levitas con retazos. Les pusieron brillos y colores; las adornaron con imágenes identitarias y les pusieron flecos, porque la vida de los pobres se hace y se desfleca de esa manera, con luces y desazones. Los murgueros desafiaron a los señores burlando sus vestimentas.

La murga porteña, bombo con platillo, zurdo, repique y redoblante, transita las calles con su música y su histrionismo. Canta sus pocos triunfos y sus muchas derrotas; su alegría festiva y su crítica filosa. La murga porteña trasciende el tachín, tachín. Sus bailes, mascaritas, músicos, músicas y cantantes se ponen al servicio de la fiesta popular. La fiesta que no deja a nadie afuera. La fiesta que simboliza el final de la utopía ―como en tiempos de los bacanales― aunque nunca se la alcance. La murga pobre le arrebata el traje a la riqueza y construye su futuro. Por eso goza, por eso reúne, por eso critica. Y por eso los poderes la soportan cada vez menos.

No fue por motivos económicos. Tampoco lo hicieron para impedir cortes de tráfico. Ni para evitar que ciertas estridencias retumben en las paredes citadinas. Se trata de una opción intensamente política: los actuales usuarios de levita no quieren a las murgas. Y es lógico que no las quieran.  Es claro por qué no entienden  la necesidad murguera y popular de salir a las calles; de desfilar por el territorio en el que se juega la libertad verdadera, la que sólo se conquista con justicia social.


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