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Fabiana Montenegro


Liliana Lanari dio un extenso testimonio en el que narró no sólo su militancia y la de sus compañeros y compañeras, sino que aportó su mirada de sobreviviente. “Ni me tocaron un dedo… es muy rara esa sensación”, expresó. Su historia es una pieza más en un rompecabezas que sigue completando su forma. (Por El Diario del Juicio*)  ✍️ Texto 👉 Martina Noailles💻 Edición  👉 Fernando Tebele/📷 Fotos 👉  Gustavo Molfino/El Diario del Juicio📷 Foto de Portada 👉  Liliana Lanari durante su testimonio (Gustavo Molfino/El Diario del Juicio) “Me pregunto por qué quedé viva. Nunca caí presa, nunca me torturaron, ni me tocaron un dedo… es muy rara la sensación, quedé como en un limbo, como si hubiera estado en casa viendo la televisión por 10 años”. La angustia de Liliana Lanari traspasa la pantalla. Quedan pocos minutos para que termine de dar testimonio, casi tres horas de minuciosa memoria, de detalles que a cualquiera se le hubieran olvidado 40 años después. Acaba de relatar fechas y horarios, viajes y distancias, secuestros y desapariciones. Acaba de resumir frente a un tribunal, que la observa desde la virtualidad, su larga y arraigada militancia en Córdoba, la misma ciudad desde donde, este mediodía de pandemia, se le caen las primeras lágrimas. El azar y la culpa se entremezclan en sus ojos grandes que sólo se entornan cuando se esfuerza en busca de un dato puntual, exacto, perdido en la maraña de un recuerdo. Liliana sobrevivió al Terrorismo de Estado y ahora, lejos de cualquier limbo, está frente a la camarita de su computadora dando testimonio. “Primero voy a poner en contexto, porque a mí me hace bien y porque esto no nace de nada”, marca apenas la fiscal Gabriela Sosti le da la palabra. Y en ese contexto, Liliana señala el inicio de su propia historia de militancia. Fue en 1972, en la CTERA de aquella época, “en una pelea para que nos igualen el sueldo de maestra con el turno mañana. Una pelea corta, que no logramos nada. Estaba el compañero Requena, que ahora está desaparecido”. Van veinte segundos y la primera ausencia se hace presente. Eduardo Requena fue secuestrado en Córdoba en julio de 1976 y es uno de los 600 docentes desaparecidos durante la última dictadura cívico militar. “Después, ya en 1974, entro a militar en la JTP (Juventud Trabajadora Peronista) con Héctor Lauge, que también está desaparecido, en el barrio de Alto Alberdi. Yo entré a trabajar como alfabetizadora de adultos en la Campaña CREAR, además de militar en el barrio. Un día, en una barricada que fue en apoyo de una huelga de la UOM en Córdoba, el 2 de septiembre de 1974, yo me quemo una pierna, bastante gravemente”. El accidente no sólo la llevó a una sala de terapia intensiva, sino que también la enfrentó por primera vez al terror: “Antes de entrar a terapia se me acerca una persona de civil, me dice que es de inteligencia y que quedaba incomunicada. Estuve así incomunicada, custodiada, maltratada, no pudiendo ver a nadie por 9 días. De ahí me llevan a la D2, me dicen que cuente todo. Yo sostuve que era maestra y que había cruzado la calle”. La liberaron. La implementación de la represión ilegal en Córdoba ya había comenzado. En febrero de ese 1974, un golpe policial había derrocado al gobierno constitucional de la provincia. El “Navarrazo” estuvo a cargo del jefe de policía, el Coronel Antonio Domingo Navarro. En septiembre se produce la intervención de la provincia, con el Brigadier Raúl Lacabanne a la cabeza; la Policía queda a cargo de Héctor García Rey, quien venía de dirigir la policía de Tucumán, donde había sido denunciado por torturas. Una vez recuperada de la quemadura, Liliana regresa a su trabajo en la Secretaría de la Gobernación de Córdoba: “La intervención, con su Comando Libertadores (una suerte de Triple A cordobesa), se paseaba con sus armas. Era difícil ser delegada. Un jefe me dijo que yo corría mucho riesgo. Entonces pedí el pase”. Apenas una semana después del golpe de Estado de 1976, miembros del Ejército entran a la casa de su familia: “El 2 de abril vienen a la casa de mi madre, a las tres y media de la mañana. Revisan todo, le roban dinero y le preguntan dónde vivo. Pero ella no sabe. Le preguntan dónde trabajo y les dice en Rentas”. Horas después se llevan a Liliana de su lugar de trabajo, a plena luz del día y frente a sus compañeros y compañeras. La suben a un Jeep lleno de soldados. La llevan a su casa, la interrogan, le preguntan sobre la barricada del ‘74 en la que se quemó la pierna. Liliana niega todo. La llevan a la comisaría. “Me llevaron a la Seccional Tercera. Cuando entramos, gritan: ‘esta queda como subversiva’, y me mandan a una sala sola. Aparece una chica rubia que dijo llamarse Jesi, me empieza a preguntar cosas, de buen modo. Supuse que era de inteligencia. Así hasta las ocho de la noche que llegó El Puma. Tenía una cara angulosa, ojos verdes muy llamativos, parecía un modelo, un dandy, de civil, pantalón beige, parecía recién salido de la ducha, nunca pude identificarlo. Tez morena, joven, 37 o 38 años. Me interroga otra vez por el ‘74, que quién era el responsable. Yo sigo con lo mismo”. Liliana es liberada. Sigue en Rentas, pero en diciembre renuncia. Los secuestros y asesinatos no paraban: “Se pone muy difícil. Cae Quique Carreño, de Rentas; después van a buscar a Carlos Mayo y a su mujer Alicia Juaneda, de la JTP, los dos quedan clandestinos; cae Morcillo en la Legislatura; Carlos Escobar y el Gallego Ruffa de Política Obrera”. Liliana enumera el horror. Retrocede en él y sigue.   Antes del golpe, habían secuestrado y torturado hasta la muerte a Fred Ernst, “El Mormón”. Fue en julio de 1975. “Lo tiraron en un camino de Río Ceballos, destrozado. Era un compañero tan cálido, tan entrañable, yo lo quería mucho. Había venido a casa a reuniones

Graciela Franzen declaró desde el Juzgado de Posadas, Misiones. Relató sus tres secuestros, un intento por quitarse la vida, el amor de un palestino que la tomó por sorpresa en medio de la preparación para la Contraofensiva. Su superviviencia trabajando en una casa de familia como empleada doméstica, el exilio y su regreso con la democracia, pidiendo justicia por su hermano, asesinado en la Masacre de Margarita Belén. (Por El Diario del Juicio*) ✍️ Texto 👉 Martina Noailles✍️ Colaboración en Texto 👉 Fabiana Montenegro💻 Edición  👉 Fernando Tebele/Diana Zermoglio📷 Fotos 👉  Gustavo Molfino/El Diario del Juicio y Alicia Rivas (desde Posadas)📷 Foto de Portada 👉 Franzen en Posadas mostrando fotos de sus compañeros y compañeras desaparecidas. (Gentileza de Alicia Rivas) La fiscal Gabriela Sosti levantando su mano para poder preguntar.Gustavo Molfino/El Diario del Juicio “Soy sobreviviente”, es lo primero que sale de su boca cuando la fiscal Gabriela Sosti le pide que comience con el relato de ese período de su vida que la marcó para siempre. Tres secuestros en 4 años. A los 20, a los 21 y a los 24. Y hoy está viva para contarlo. Es Graciela Franzen, sobreviviente de la Contraofensiva. Militante popular, madre, abuela. Su historia llega hoy desde Misiones, vía virtual. Así le tocó. “Este juicio era un sueño”, dirá durante su testimonio, el primero de la jornada. La audiencia se atrasa. No puede comenzar porque falta uno de los abogados defensores. Durante media hora, Hernán Corigliano intenta conectarse sin éxito desde su casa. Finalmente opta por trasladarse hasta el tribunal. Graciela Franzen mira la pantalla desde Posadas. Acumula 40 años esperando que se haga justicia. Una hora más de espera no le desdibuja la sonrisa. En la pantalla van apareciendo las caras de algunos familiares que siguen la audiencia desde una computadora. Como Guillermo Amarilla Molfino, Virginia Croatto o Ana Montoto Raverta, que aguarda el comienzo con su flor roja en el pecho. Antes de arrancar, el presidente del Tribunal anuncia que, a pesar del endurecimiento de la cuarentena, las audiencias continuarán. “No vamos a detener el desarrollo del juicio, aunque estuvieran vedadas las posibilidades de concurrir”, asegura, y los 40 años de espera parecen estar más cerca de llegar a su fin. Ahora la pantalla se posa en María Graciela Franzen, sentada frente a un escritorio del tribunal oral federal de Posadas, Misiones, la provincia donde nació, militó y a la que decidió regresar tras su exilio forzado. En su cuello, enrosca un pañuelo blanco de la CTA que grita Nunca Más. En el pecho, sobre la remera roja que eligió para este día, tres prendedores se unen a la lucha. “Desde niña, 8 años, estuve en la acción católica con los padres tercermundistas y en la adolescencia me sumé al Luche y vuelve, en la Juventud Peronista. En el ‘74 entré a la facultad donde estudié ingeniería química hasta el ‘76 que me secuestran”, resume Graciela en el arranque, y enseguida aclara: “Ese fue mi segundo secuestro: el primero fue en 1975 en el marco de la campaña para gobernador del Partido Auténtico, acá en Misiones”. Por entonces, su hermano mayor Luis Arturo Franzen, trabajador del Correo, había organizado una comisión pro-recuperación de tierras en Posadas. “Había problema de tierras, uno de los terrenos de mi papá estaba siendo usurpado por una de las inmobiliarias más importantes y se descubrió que también pasaba lo mismo en ocho chacras más donde vivían 300 familias desde hacía más de 50 años. Por esto mi hermano estaba siendo amenazado y perseguido”. La primera vez En la madrugada del 19 de diciembre de 1975 las amenazas se convierten en secuestro: ese día la Aeronáutica había intentado un golpe de Estado y cuarenta hombres de civil allanan la casa familiar de los Franzen. Luis Arturo no estaba. Logra esconderse en Resistencia, donde finalmente lo secuestran cinco meses después, en mayo de 1976. Lo ponen a disposición del Poder Ejecutivo, es un preso legal. No alcanza para evitar que en diciembre de ese mismo año se convierta en uno de los fusilados de lo que se conoce como la Masacre de Margarita Belén. “Nosotros no sabíamos de su secuestro en Resistencia cuando vienen y allanan otra vez mi casa. Una vecina le avisa a mi mamá y ella me logra avisar. Así que pensé: ‘Arturo ya no está, la próxima soy yo. Así que me fui a las afueras de Posadas”. Cuando la madre regresa a su casa la estaban esperando. Secuestran a toda la familia, menos a las dos hermanas más pequeñas de Graciela, que tenían 10 y 14 años. “Los tienen 10 días a mi hermana de 19, la de 7, mi papá y mi mamá. Y a mí me secuestran en las afueras, llegan a esta casa, disparo, corro, me escapo, corro por un descampado, me meto en el monte hasta que me secuestran. Me llevan a la casita de los mártires, me torturan con picana eléctrica a batería, porque no había luz. Me desmayo, me llevan al Departamento de Informaciones, me vuelven a torturar, llaman a un médico, el Dr. Mendoza, para controlar hasta cuánto aguantaba, hasta que me empiezo a desangrar y como no tenían donde matarme, me atienden. A la semana, cuando logro volver a caminar, me llevan a la alcaldía de mujeres incomunicada en una celdita, por un mes, hasta que paso a disposición del PEN (Poder Ejecutivo Nacional). El 26 de julio de 1976 me trasladan con 6 presas políticas a la cárcel de Villa Devoto, vendada, esposada en un avión militar, con golpes y amenazas de que nos tirarían al Paraná”, explica a paso rápido y un cantar en su voz que sabe a tierra colorada. En la cárcel de Devoto, Franzen permaneció 2 años y un mes. Allí se entera de la Masacre de Margarita Belén, en Chaco, aunque “jamás pensé que estaría mi hermano ahí”. Encerrada, sufre la noticia de que Arturo fue uno de los fusilados. Tiempo después, a mediados de 1978, el teniente general Leopoldo Galtieri visita Devoto. “Venía a interrogar a las

La declaración del médico militar Gabriel Salvador Matharan sorprendió a las personas que no venían asistiendo al juicio y pudieron verla en vivo a través de El Diario del Juicio. Para los habitué, fue una más de las varias declaraciones de gendarmes y militares que, alrededor del crimen de Gervasio Martín Guadix, han titubeado o se contradijeron, lo que demuestra la puesta en escena de su supuesto suicidio en el puente fronterizo de Paso de los Libres, Corrientes. Desde Paraná, Matharan repitió sistemáticamente una respuesta: “No recuerdo señor”, aunque le preguntara la jueza Morguese Martín, que le recordó que estaba declarando bajo juramento. La querella familiar pidió su detención. (Por El Diario del Juicio*)  ✍️ Texto 👉 Fernando Tebele/Fabiana Montenegro💻 Colaboración  👉 Diana Zermoglio📷 Fotos 👉  Gustavo Molfino/El Diario del Juicio📷 Documentos 👉 El Diario del Juicio📷 Foto de Portada 👉  Desde Paraná, por videoconferencia,  📷 Gustavo Molfino —La situación de estar en una testimonial lo impone de una obligación, que es la de manifestarse con la verdad, pues si no lo hiciera podría incurrir en el delito de falso testimonio cuyas penas, en algunos casos, alcanzan los 10 años de prisión. Técnicamente, el falso testimonio es afirmar una falsedad, negar o callar la verdad, aunque sea una parte de ella, ¿jura o promete decir la verdad? —informa y pregunta el presidente del tribunal, Esteban Rodríguez Eggers. Lo hace siempre que está por comenzar un testimonio, pero cada vez que participa un gendarme o un médico militar vinculado al fraguado suicidio de Gervasio Martín Guadix -en realidad secuestro y asesinato-, esa información acerca del falso testimonio cobra otra relevancia.—Sí, juro —se escucha una voz tenue que llega por videoconferencia desde Paraná, Entre Ríos.—Señor Matharan, ¿jura o promete decir la verdad? —repregunta el juez, que no lo ha escuchado.—Juro juro —responde más cerca del micrófono el testigo, y muestra ya algo de impaciencia.—Usted es médico, ¿no es así?—Sí, soy médico.—En diciembre del año ‘80 prestaba servicio en el Regimiento 5, ¿o no? —consulta el juez.—En el 5 de Infantería de Paso de los Libres.—¿Qué cargo tenía ahí?—Era el jefe de la enfermería.—¿Su especialidad en medicina?—Geriatría y gerontología.—¿Pediatría?—Ge-ria-tría, con G —aclara el médico, ya sin la paciencia que le tendrán luego a él.—Durante su servicio en el Regimiento 5 de Paso de los Libres, ¿tiene presente haber hecho algunas autopsias?—No recuerdo señor.—¿No recuerda si hizo autopsias, o no recuerda cuántas?—No recuerdo señor —comienza a repetir el testigo, pero casi balbuceando, alcanza a aclarar—, no recuerdo cuántas autopsias hice. Como el juez no reparó en esa respuesta, interviene, desde su casa, la jueza María Claudia Morguese Martín. —Perdón, Doctor —le aclara a Rodríguez Eggers—, el señor dijo que no recordaba cuántas hizo. ¿Usted hizo autopsias? —le consulta la jueza a Matharan con una voz inconfundiblemente femenina, también para el testigo, que da el primer indicio de tener respuesta automática.—No recuerdo, señor —y después de unos segundos se corrige—. Señora, perdón.—¿No recuerda haber hecho alguna autopsia en su vida? —insiste Morguese Martín.—No señora —responde, contradiciendo su propia respuesta anterior. Así se veía la firma que Matharan no pudo alcanzar a ver. Es la autopsia oficial sobre el cuerpo de Guadix. Se les pasó por alto una evidente fractura de brazo que el EAAF (que publicamos más abajo). O no era el cuerpo de Guadix, o estaban ocultando la fractura porque era producto de las torturas.📷 Gustavo Molfino/El Diario del Juicio Gabriel Salvador Matharan aclarará un par de veces que tiene 80 años. “Se lo ve bien”, soltará Rodríguez Eggers en una de ellas. La imagen que llega desde Paraná no es la mejor. El médico militar está lejos. Se le ve la máscara con vincha y se le adivina una camisa celeste, quizá de jean. Su firma aparece en la autopsia oficial que refrendó el supuesto suicidio de Guadix. Cuando el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) realizó una nueva autopsia sobre ese cuerpo, notó una fractura expuesta en su brazo, imposible de pasar por alto, pero que no figura en el análisis oficial; tal vez porque quisieron ocultar el asesinato, o porque no se tratara del cuerpo de Guadix.Matharan irá desde los “No recuerdo señor” hasta culpar por sus olvidos al aislamiento producto de la cuarentena. Cuarenta minutos del mismo modo. El informe del EAFF que da cuenta de la autopsia realizada después de la exhumación delos restos de Guadix. Allí se reporta una fractura en el brazo, que no figura en la autopsiaque firmó Matharan, aunque no haya ratificado que fuera su firma.El Diario del Juicio *** Abruma el calor en noviembre. Es la audiencia número 27. La voz del periodista Carlos Rodríguez, a quien casi nadie deja de llamar Carlitos, resuena en la sala, directa, franca, sin estridencias. Es la voz cuando se piensa en la palabra compañero. Lleva años defendiendo, como delegado, los derechos de los trabajadores y trabajadoras de Página/12. Tiene una extensa trayectoria periodística vinculada a los derechos humanos. Escribió más de 100 perfiles de represores para el diario de la Asociación Madres de Plaza de Mayo. Entre sus investigaciones, además, está el proceso judicial que buscó esclarecer la muerte de Omar Carrasco, el soldado asesinado en 1994 mientras cumplía con la “colimba” en Zapala, Neuquén, y que determinó el final del Servicio Militar Obligatorio.En septiembre u octubre del ‘96, Rodríguez recibió en las oficinas de Página/12 un sobre cerrado sin ninguna identificación. Tenía una nota breve dirigida a él que decía: “Porque usted investiga el caso Carrasco”.“Por la precisión de la información, que yo pude comprobar después”, asegura, que no tiene dudas: era alguien de adentro del Ejército. El jefe del fuerza en ese momento era el General Martín Balza, que en 1980 estaba a cargo del Grupo de Artillería 3 de Paso de los Libres. El informe complicaba a Balza, y también mencionaba un nombre que hasta ese momento no se conocía demasiado: el del coronel Carlos Alberto Roque Tepedino quien, según el documento, organizó el envío de un grupo de Inteligencia a Neuquén para realizar una investigación paralela sobre

Ana María Ávalos sufrió el secuestro y desaparición de su hija de 16 años, Verónica Cabilla. Su búsqueda implacable, generó una investigación que no sólo aportó a su propia reconstrucción histórica, sino que fue fundamental para que muchas otras familias tuvieran a disposición más datos sobre sus desaparecidos/as. Antes y después de su comparecencia ante el tribunal, otros testigos la nombraron repitiendo una frase no menor: “esto lo sé por Ana María Ávalos”. Su testimonio duró más de dos horas y media. Y no estuvo exento de la angustia y el dolor de una madre en una búsqueda eterna. (Por El Diario del Juicio*) 👆  Foto de portada: La carta que Verónica Cabilla escribió sobre el contorno del pie de su hermanito Mariano. El dibujo lo hizo la última vez que se vieron. Luego escribió la carta, poco antes de su secuestro y desaparición. (Gentileza de Ana María Ávalos para El Diario del Juicio)📝 Texto: Fabiana Montenegro📷 Fotos: Gustavo Molfino💻 Edición: Martina Noailles/Fernando Tebele El 29 de octubre, Verónica Cabilla cumpliría 56 años. Qué hubiese sido de esa jovencita de largos cabellos lacios y ojos vivaces y sonrisa luminosa que hoy nos interpela desde una fotografía.  Qué hubiera sido de esa jovencita que aprendió a hacer volantes antes que a escribir composiciones en el colegio y que, siendo una adolescente, tomó la decisión de participar de la Contraofensiva montonera, poniéndole el cuerpo a los ideales de toda una generación. Qué hubiese sido si la dictadura no hubiera truncado su vida cuando tenía apenas 16 años.Nunca sabremos qué hubiera sido si hubiera podido ser. Lo que sí sabemos, a través del extenso testimonio de su madre, Ana María Ávalos, es que “la vida de Verónica trascendió y hoy pertenece a la historia argentina. Hoy camina no sólo al lado de su familia sino al lado de muchos compañeros que han levantado su nombre como bandera”.“Su vida –resume su madre, condensa, como si pudiera, con una palabra o un gesto- fue un testimonio gigante de coraje, generosidad y entrega. Un símbolo de inmensa humanidad y, por sobre todas las cosas, de profunda libertad. Esto es, sin lugar a dudas, lo más importante que puedo decir de mi hija: que fue inmensamente libre”. Ávalos en pleno testimonio aportando todos los datos que fue recopilando.Gustavo Molfino/El Diario del Juicio *** Verónica Cabilla creció rodeada de “compañeros inolvidables y con larga trayectoria de militancia revolucionaria, como Domingo Maggio, Sordo de Gregorio, Adriana Lesgart, la gorda Amalia de La Plata, Pablo Cristiano, el Monra, Alejandro de finanzas y muchos otros”, enumera su madre. Era heredera de una generación de lucha. Su padre, Francisco Cabilla, y Ana María comenzaron su militancia en el Movimiento Nacional Peronista, formaron parte de Los Heraldos en la Facultad de Arquitectura y se unieron a Montoneros en 1973.Con doce años, Verónica se opuso a abandonar su hogar cuando Lino Roqué, integrante de la Conducción Nacional, planteó la necesidad de sacar a los chicos de la casa frente al riesgo que significaba la militancia en esos tiempos. “Nosotros lo aceptamos -dice Ana María con la misma convicción clara y contundente de su hija- ya que siempre en nuestra construcción teníamos claro que lo que estábamos haciendo era para dejarles a nuestros hijos un mejor país”.Para el año del golpe, vivían en Lanús Oeste en la calle Santiago del Estero al 3400, junto con José Slavin (Clemente). El 10 de septiembre de 1977, una patota del Ejército lo secuestró en la calle y lo llevó a la casa de Santiago del Estero. Pero, según explica Ana María, hacía 10 días que se habían mudado a Villa Tessei y gracias a la advertencia de los vecinos, lograron salvarse. “Alcanzamos a recoger efectos personales y salir. Los chicos fueron a casa de sus abuelos. Así comienza la persecución de la familia”, relata.Los militares se apropiaron de ambas casas, “la de Lanús estaba a nombre de mi padre. Luego lo obligan a firmar la venta y en ella vivió durante unos diez años una familia de militares. Cuando la dejaron, ya en democracia, se llevaron puertas, ventanas, pisos. Después de un tiempo, los antiguos propietarios la volvieron a vender. La de Villa Tessei también pasó a manos de estos corruptos, acostumbrados a todo tipo de saqueos. No solamente mataron compañeros, se quedaron con nuestros hijos y también con nuestras casas. Junto con la casa se robaron fotos, juguetes de nuestros hijos, libros, herramientas y muebles hechos por Francisco, recuerdos… Sentimos que nos habían dejado sin pasado. En ese momento, ignoraba que era solo el comienzo de tantas pérdidas”. La angustia de sentir que era una despedida La situación en el país se ponía cada vez más difícil y también en el entorno familiar, como explica Ana María: “Los represores presionaron a nuestros padres para que nos entregaran. La casa de mis suegros fue varias veces allanada por militares armados. La primera vez se quedaron un par de días. Interrogaban a Mariano, de 4 años, con armas, preguntándole si eran las mismas que sus padres usaban. Estas presiones y el terror que estos militares ejercían sobre él y sus abuelos, le dejaron profundas secuelas psicológicas. Verónica se quedó los primeros días en casa de unos amigos, tenía 13 años, los abuelos prefirieron mantenerla lejos, temían que fuera interrogada y detenida. Luego, mi suegra consiguió el traslado de Vero a un colegio de Don Torcuato donde ellos vivían, estaba en 7º grado. Eso le permitió terminar la primaria”.Hacia mediados de octubre de 1977, Francisco y Ana María lograron salir, vía Brasil, hacia México. En abril de 1978, su padre sacó a los chicos hasta Perú, pero debido a su nacionalidad chilena y a las situaciones diplomáticas entre esos países, no pudo continuar. Gervasio Guadix y Aixa Bonna siguieron con ellos hasta que se reencontraron. Ávalos deja al tribunal una copia de la carta que ilusta esta notaGustavo Molfino/El Diario del Juicio “Si bien México nos permitió el reencuentro familiar –recuerda Ana María- y vivir en buenas condiciones de seguridad, deseábamos volver a la

Si cada testimonio libera varias historias, el de Martín Mendizábal tiene todo el efecto de la reparación. Su papá Horacio y su mamá, Susana Solimano, fueron asesinados en la Contraofensiva. Él mismo estuvo secuestrado un mes. Creció separado de sus dos hermanos, Benjamín Ávila y Diego Mendizábal. Vivió angustiado. Se levantó de un intento de suicidio. Su testimonio fue un relato plagado de tristezas, pero con un final esperanzador. Los aplausos y los abrazos que recibió luego, lo certifican. (Por Fernando Tebele y Fabiana Montenegro para El Diario del Juicio*)  Ilustración de portada: Antonella Di Vruno  Colaboración: Valentina Maccarone y Diana Zermoglio Van más de dos horas de testimonio. Se sabía que el de Martín Mendizábal sería de los más crudos. Ya lo había advertido su hermano Benjamín Ávila, cuando señaló que de los tres (ellos dos y Diego), Martín había sido el de peor liga en la repartija del destino: “Fue el que peor la pasó de todos, perdió a sus dos padres y creció en una casa donde fue ninguneado”, apuntó dos semanas atrás. Podría suponerse que ya nada peor queda por saber de su historia, tras dos horas de recuerdos de secuestros, de miedos y angustias, de dibujos de casas y croquis de su alma. Sin embargo, Martín permanece con toda la flacura colgando de sus pies en el aire, apoyados en el piso solo a través de las punteras de goma de las zapas. Y le va a contestar a la fiscal Gabriela Sosti, que le acaba de preguntar, ni más ni menos, por las consecuencias personales de que te arranquen a tu papá y a tu mamá, y que además te separen de tus dos hermanos. Toma aire el flaco, y se tira de cabeza en un océano que hiela la sangre. —Es un trágico privilegio estar vivo. Pero las marcas de crecer separado de mis hermanos… Valoro mucho el amor de mis familiares, como pudieron… de hacer sus duelos, de entender los vínculos. Es muy complejo dentro del entramado político argentino… Yo respeto. Me he sentido querido, pero no crecer con mis hermanos, estar separados, es una marca que todavía… —va tropezando, pero avanza— Me ha costado mucho llegar hasta acá… Yo tuve un intento de suicidio en el ’94 en Bahía Blanca… Muchos años de terapia… Probablemente me quedé congelado ahí… y también me perdí oportunidades de poder compartir más. Me alejé. Me acaracolé. Me alejé mucho de familia, de amigos. No me quería exponer, sufrir. Hice eso. Tomé esa decisión. Me salió mal, por suerte, y estoy acá. Su discurso se entrecorta, acongojado. Pero siempre levanta la cabeza, respira profundo y sigue su viaje. Tal vez sea norma esencial en su vida: cerrar los ojos, respirar intensamente y salir para adelante. Su abogado Pablo Llonto le pregunta si quiere seguir o si prefiere tomar un cuarto intermedio. Puede que lo pida por el testigo, quizá por él o por todas las demás personas en la sala, que tal vez estemos pensando: “qué suerte que te salió mal”.  Martín muestra entereza y dice: “prefiero terminar”. Antes de eso, había contado, desde sus recuerdos, toda la trama que lo rodeó cuando apenas era un niño. Martín Mendizábal en pleno testimonio. Sus pies de punta a piso.(Foto: Gustavo Molfino/DDJ) *** Martín Mendizábal camina rápido hacia el lugar de los y las testigos. De su pecho no cuelga una foto, como suele suceder con casi todas las demás personas que entran para contar sus historias. Sobre el pulóver oscuro resalta el cordón verde flúo que sostiene una cartulina con un collage de dibujos. Seguramente explicará luego. Se sienta y arranca bien por el comienzo: “Voy a empezar por mi familia materna, haciendo una línea de tiempo. Mi madre es Susana Haydeé Solimano. Es hija matrimonial de Alberto Andrés Solimano, médico, y Nélida Catalina Ibarra, ama de casa”. Ofrece mostrar un árbol genealógico que contiene veintiún primos hermanos, entre otras ramas de la familia. “Solo quiero decir un momento agradable sobre mi madre. Ella era protectora de animales, andaba a caballo, con sus perros y con todos sus primos y primas, organizaba los programas de las actividades que hacían cuando pasaban los veranos en el campo (en O’Brien, Partido de Bragado). Digo esto porque en el recorrido siguiente capaz no voy a poder decir algo tan agradable sobre ella”, anticipa. “A partir de los 18 años conoce a mi padre, se pone de novia. Aprovecho antes de llegar a que ellos se casan, paso ahora a la línea paterna. Mi padre Horacio Alberto Mendizábal es hijo matrimonial de Marcial Ramón Mendizábal, farmacéutico, y Rosa Irma Lafuente, ama de casa pero también ayudante en la farmacia que tenían en Parque Patricios”. Así, casi con formalidad, va marcando los datos esenciales. “Yo nazco en el ‘71, cuando vivíamos en Vicente López, en Florida, entiendo que había salido de garante Marcial, el hermano de mi padre”, se agrega en el árbol. Luego se mete en la militancia y cuenta que en agosto del ‘75 durante el gobierno de Isabel, su padre cae preso en Córdoba. “Entiendo por relatos familiares que ya hace un año que estaban separados, siguiendo su militancia en la clandestinidad. Con mi madre venimos a Buenos Aires, cuando mi padre está detenido, y lo voy a visitar al menos dos veces hasta agosto”.Martín, pelo castaño endiablado, canas que van ganando terreno, recuerda y también cuenta recuerdos que otras personas le han contado; de las visitas a la cárcel por ejemplo: “La primera visita que hago a la cárcel, en el ‘75, yo tenía 4 años, parte de lo que recuerdo y parte de la reconstrucción de mi tía prima de padre Marta Lafuente, me cuenta que en ese viaje primero vamos de Retiro en micro, y la vuelta es en avión. Llegando allá vemos que estaban los pabellones: por un lado el de Montoneros, enfrente el del ERP. Las banderas, con compañeros que estaban caídos… los ponían con imágenes con sus nombres. Lo primero que me cuenta mi

Mario Álvarez era, en septiembre de 1979, mozo de un bar de Munro. Vio el momento en el que una patota del Ejército se llevaba a Horacio Mendizábal, que había ido allí para encontrarse con Armando Croatto, que también cayó minutos después. (Por Fabiana Montenegro para El Diario del Juicio*)Ilustración de tapa: Antonella di Vruno—¿Qué haces, Julio, no trabajás más? –le preguntó Álvarez a su compañero al ver que salía del bar sin el saco.—No, el viejo (como llamaban al dueño) me pidió el saco porque iba a probar un mozo –le contestó Julio.Álvarez, que hacía unos días había renunciado, estaba ahí para cobrar lo que le adeudaban. Entró por el pasillo de atrás del lugar, que lo llevaba al bar. Habrá avanzado unos metros cuando vio, en medio de un tumulto, cómo sacaban a un hombre que estaba sentado en una de las mesas, casi a la salida. Uno de los que intervenía forcejeando para llevárselo era el que supuestamente estaban probando como mozo. Álvarez podría haber pensado que se trataba de un borracho, si no fuera por los gritos de “corransé, Ejército, Argentino, salgan de acá”. Segundos después, se oyó una explosión. Entonces, no tuvo dudas: se trataba de un operativo.El que relata en la séptima audiencia frente al Tribunal es Mario Álvarez, testigo presencial de los hechos ocurridos aquel 17 de septiembre de 1979 cuando cayeron en una emboscada, en el Bar La Barra de Munro, Armado Croatto y Horacio Mendizábal.“A esta persona –continúa Álvarez— se la llevaron de manera violenta por la puerta lateral, por donde iba a intentar ingresar el otro. El ruido de la explosión –supo después por los comentarios— era de una granada. Y se le atribuía a la persona que, luego de estacionar el auto en la precaria cochera de la Ciudad Comercial Canguro, donde se hallaba el bar, intentó ingresar al local. Pero al escuchar la orden de detención, reaccionó lanzando el explosivo y corrió hacia la calle Drago. Estas personas armadas, de civil, lo persiguieron a los tiros”. Todo ocurrió rápido, con la velocidad de las balas. Lo siguiente fue el charco de sangre que quedó en la vereda de la calle Drago.Lo demás fueron comentarios que le hicieron, aclara Álvarez. “Al otro día, o al siguiente, yo tenía la costumbre de leer Clarín. Ahí mencionaban el tema de un muerto, y hablaban de Mendizábal. Años después, rememorando este hecho con un compañero,  me dijo que el otro muerto era Croatto”.—¿Usted vio alguno de los dos muertos? –le pregunta el juez Rodríguez Eggers.—No. Yo vi que sacaron a una persona.—¿Y se acuerda si era alguno de los dos? ¿O asoció después con el tiempo?—Por los relatos, casi no tengo dudas de quién era quién –afirma Álvarez—. Porque además una de las cosas que decían era que el que bajó del auto estaba gordito porque casi no podía correr. Después, cuando conocí a Virginia –la hija de Armando Croatto—, sin que yo le dijera esto, me dijo: “y, mi viejo estaba gordo”.—El que sacaron, ¿quién era? —Rodríguez Eggers insiste para que quede claro.—El que sacaron, a mi entender, era Mendizábal. Un falso enfrentamientoPara Virginia Croatto –que declaró en la segunda audiencia— se trató claramente de una emboscada. “Por el rango que ocupaban dentro de la organización, ellos no tenían contacto directo: el contacto era José María Luján Vich (el Pelado Luján), que había sido secuestrado y llevado a Campo de Mayo (y estaba bajo tortura en ese momento). A Croatto, su padre, y a Mendizábal los juntó el ejército con la idea de fabricar un enfrentamiento para justificar su accionar frente a la Comisión Interamericana de Derechos humanos (CIDH). Para la dictadura era importante encontrar a Croatto, pero más a Mendizábal que, por su jerarquía, era más requerido”, afirmó entonces. Mendizábal era parte de la conducción de Montoneros.El testimonio que ahora brinda Mario Álvarez como testigo del hecho permite reconstruir los detalles de esa cita en el bar de Munro entre los dos referentes de la organización. Una cita sospechosa porque ya la habían cambiado en dos oportunidades. Pero Croatto fue igual porque pensó que algo había que hacer por los amigos de la familia que habían desaparecido días antes: Regino Adolfo González (Gerardo), su mujer María Consuelo Blanco, y sus tres hijas pequeñas. Álvarez aporta además otro dato significativo. Según su relato, ese día, no pudo ver nada más porque las personas armadas de civil impidieron que ingresara. Él y otros compañeros se refugiaron en una parrilla que estaba en la parte de atrás del predio. Y finalmente se fueron sin cobrar. Pero al día siguiente, cuando volvió, Julio le comentó que la noche anterior lo habían citado a declarar. Álvarez no tiene el registro exacto en su memoria, pero entiende que era en la Comisaría de Boulogne. “Me mostraron un muerto con un tiro en la cabeza –recuerda Álvarez que le dijo, sorprendido, Julio— . Y tenía que declarar que esa era la persona que había intentado escapar y tirotearon. Pero no, esa era la persona que estaba tomando café. Julio cuando salió del bar lo había visto sentado”. El dibujo de Álvarez y el índice aclaratorio del juez Rodríguez Eggers. (Foto: Luis Angió/DDJ) El Bar La barraCasi 40 años después, Álvarez dibuja frente al Tribunal y los abogados y abogadas, el lugar elegido por los militares para fraguar el enfrentamiento. Ante la ausencia de una pizarra, en lugar de pararse a dibujar y que lo vemos todos y todas en la sala, las partes se acercan y lo rodean mientras él afina la pluma de su memoria y la vuelca al papel, sentado en su silla de testigo. Entre mediados de agosto y septiembre de 1979, Álvarez trabajó como mozo en el bar La Barra, dentro de lo que se conocía como Ciudad Comercial Canguro, en Munro. El lugar era un antiguo mercado que habían arreglado, con filas de locales comerciales en el centro; hoy podríamos decir una especie de shopping. La zona tenía una urbanización poco relevante:

Con solo dos testimonios se llevó adelante la séptima jornada del debate oral por la represión durante la Contraofensiva de Montoneros. Declararon Mario Piccoli, hermano de Carlos Piccoli, asesinado en Chaco, y Mario Álvarez, testigo ocular de los secuestros de Horacio Mendizábal y Armando Croatto. Antes, el tribunal rechazó un pedido del imputado Cinto Courtaux, que solicitó domiciliaria. Cinto es el único que está preso, porque estuvo prófugo durante la instrucción del juicio. (Fotos: Gustavo Molfino/Fabiana Montenegro/Luis Angió para El Diario del Juicio*) Susana Brardinelli, esposa de Armando Croatto, repartiendo las rosas rojas tejidas por su mamá, que tiene 92 años.(Foto: Luis Angió/DDJ) Cinto Courtaux es el único imputado preso. Apenas comenzada la audiencia, se acercó a su defensor oficial, Hernán Silva,para pedirle que solicitara la domiciliara. Lo hizo, y el tribunal la rechazó. (Foto: Fabiana Montenegro/DDJ) Silva solicitando la domiciliaria para uno de sus defendidos. (Foto: Gustavo Molfino/DDJ) Gabriela Sosti, la fiscal, argumentando contra la domiciliaria de Cinto y también contra el pedido de la Cámara al Tribunalpara que acelere el juicio. (Foto: Gustavo Molfino/DDJ) El juez De Korvez (izq.) y el presidente del tribunal, Rodrìguez Eggers, analizando el pedido. (Foto: Gustavo Molfino/DDJ) La fiscal pregunta al testigo Mario Piccoli, hermano de Carlos Piccoli, asesinado durante la Contraofensiva. Iba a visitar asu madre en Sáenz Peña, Chaco. (Foto: Fabiana Montenegro/DDJ) Piccoli responde a las consultas. (Foto: Fabiana Montenegro/DDJ) Piccoli también respondió a las consultas de los abogados defensores. (Foto: Luis Angió/DDJ) Piccoli, junto a su sobrino (también sobrino del asesinado Carlos) y a Susana Brardinelli, una de las infaltables del juicio.(Foto: Fabiana Montenegro/DDJ) Mario Álvarez era mozo del bar de Munro del que secuestraron a Horacio Mendizábal y Armando Croatto.(Foto: Fabiana Montenegro/DDJ) Álvarez, a falta de pizarra, realizó un croquis. Todas las partes se acercaron a ver su dibujo.(Foto: Fabiana Montenegro/DDJ) El juez Rodríguez Eggers consulta sobre el dibujo de Álvarez. (Foto: Luis Angió/DDJ) En primer plano, Virginia Croatto y su mamá, Susana, escuchando al testigo ocular del secuestro Armando Croatto.(Foto: Gustavo Molfino/DDJ) Álvarez al finalizar su testimonio. (Foto: Fabiana Montenegro/DDJ) Brardinelli en charla con su abogado, Pablo Llonto. detrás, Coco Lombardi, también abogado querellante.(Foto: Luis Angió/DDJ) *Este diario del juicio por la represión a quienes participaron de la Contraofensiva de Montoneros, es una herramienta de difusión llevada adelante por integrantes de La Retaguardia, medio alternativo, comunitario y popular, junto a comunicadores independientes. Tiene la finalidad de difundir esta instancia de justicia que tanto ha costado conseguir. Agradecemos todo tipo de difusión y reenvío, de modo totalmente libre, citando la fuente. Seguimos diariamente en https://juiciocontraofensiva.blogspot.com

“Yo no conocí a mi papá —dice Joaquín Frías, recién sentado ante el tribunal—. No tengo ningún recuerdo de él, ninguna imagen, ni el sonido de su voz, nada. Nací en junio del ’76 y vivimos juntos hasta junio del ’77. Después se separaron y no nos vimos nunca más”. Apenas está comenzando su testimonio, que va a durar más de dos horas y media. Es la historia de un hijo en la búsqueda permanente de su padre. (Por Fernando Tebele y Fabiana Montenegro para El Diario del Juicio*) Foto: El cumple de un año de Joaquín Frías. La última vez que vio a su padre. Frías declarando el martes pasado. (Foto: Julieta Colomer/DDJ) Al darle la bienvenida, el presidente del tribunal, Esteban Rodríguez Eggers, le había explicado que es “una víctima de segundo grado”. Si bien se entendió qué quiso decir, técnicamente, que no fue secuestrado ni torturado, sonó extraño. Todo lo que está por contar Joaquín lo muestra como una víctima del genocidio, que a todos y todas nos ha afectado de alguna manera. Y definitivamente ha marcado algunas vidas más que otras, con una cicatriz tan identificable y personal, tal vez como un tatuaje, pero mucho más metida en la piel que la tinta superficial.Joaquín logró construir un vínculo inicial con Federico Frías Alverga, su papá, a través de las cartas que él le enviaba, escritas a veces detrás de una foto. Como una postal, viajaban hasta México desde donde una amiga, que conocía las direcciones de ambas puntas, oficiaba de enlace y las reenviaba; así llegaban a las manos pequeñas de Joaquín, que aún no sabía leer, tendría unos 3 años. “Me las leía mi mamá como si fueran un libro de cuentos”. Tenían dibujos para captar la atención de un niño, efecto evidentemente conseguido porque Joaquín tiene presentes todavía esas imágenes. “De esa manera, yo sabía que tenía un papá que no estaba, no entendía bien por qué, pero estaba presente. Yo quisiera leer para que tengan una idea del tono de la voz. A veces las escribía detrás de una foto, con letra apretada. Como esta —levanta y muestra una foto escrita por detrás—. Como una postal… me decía cosas como estas: Qué puedo hacer para que entiendas por qué no estoy ahora con vos llevarte a la calesita, montarte a caballito o remontar un barrilete juntos.Quisiera que fueses grande por un ratito para poder explicártelo, y que después vuelvas a ser chiquito.Se que brotaría de tus labios una sonrisa compinche y que me harías con tus deditos la “ve” de la victoria.Pero el tiempo pasa lentamente, más cuando queremos apurarlo y los chicos crecen de a poquito.Mientras, como tantos otros, sigo escribiendo un libro, que es para vos y miles de pibes más.Libro que cuando vos sepas leer las palabras de la vida vas a encontrar con muchos capítulos escritos.Sé que en ese momento vas a entender lo de la calesita, el caballito y el barrilete y tantas cosas más.Va a brotar de tus labios esa misma sonrisa dulce que ahora imagino y vas a dibujar con tus dedos bien alto la “ve” de la victoria.Papá — Junio 1978 El dorso de una foto de su padre. Como una postal, carta de papá. (Foto: El Diario del Juicio) Joaco, como le llaman sus afectos, es altísimo y flaco. Mide 1.90 mts. Tiene todo el aspecto del tipo buenazo, quizás excesivamente tímido, que cuando se abre lo hace sin condiciones.“La relación epistolar ni siquiera era ida y vuelta porque yo no sabía escribir, podría dibujar. Le mandaba dibujos. Algunos le llegaron”, cuenta. Las cartas las recibieron en el ‘78/’79, pero en algún momento de esos años se interrumpen. Las leían en una casa de Neuquén, donde vivía con sus abuelos; también recibió algunas cuando ya estaban en un exilio vecinal en Montevideo. “No puedo decir que la pasaba mal, pero si registraba esta ausencia sobre todo cuando en el jardín de infantes el regalo del día del padre se lo daba mi abuelo materno. Era algo raro porque yo sabía que era mi abuelo; nunca me confundí, ni me confundieron”, explica con toda su tranquilidad. Ahora el que parece estar contándonos un cuento es él. Así como su papá les daba un formato que un niño estuviera más cerca de comprender en alguna dimensión, Joaco no quiere perderse en el relato, para que los jueces y quienes estamos allí, comprendamos su historia. Es el primer “hijo de la Contraofensiva” en declarar que no pasó por la guardería de La Habana, esencialmente porque su madre no participó. “Años después, 5 o 6, mi mamá me da las cartas, 10. Yo ya sé leer… estoy en una casa nueva en Neuquén también. Mi madre formó pareja con otra persona y tengo hermanos y hermanas. Yo ya sabía que era hijo de desaparecidos. No sé cómo hicieron para explicármelo porque me di cuenta solo. No era un tema que se hablase permanentemente. Había mucho miedo. Era una democracia tutelar, hacía poco que se habían ido los militares. Ni siquiera me lo tenían que decir, yo sabía que era un tema que no se lo podía contar a los vecinos”, asegura en referencia a 1984.Frías tiene un cuaderno manuscrito de principio a fin al que recurre cada tanto con un vistazo. El espiral tal vez tenga tantas vueltas como su vida. Las diagonales familiaresJoaquín da cuenta de que las dos familias, los Frías y los Ogando (la parte materna), eran de La Plata. A partir de la caída de los compañeros/as de la cercanía militante, se empiezan a mudar. Federico Frías militó en la JUP (Juventud Universitaria Peronista) en la Universidad de Ciencias Económicas de La Plata, de la que llegó a ser responsable. Trabajaba en Vialidad provincial. En el ‘75 se casó con Claudia Ogando. Era la época de la Triple A y la represión paraestatal. La madre militaba de una manera periférica, sin asumir el compromiso político del padre, y esto se iba a transformar en una diferencia

La quinta jornada del juicio por la represión a la Contraofensiva de Montoneros contó con los testimonios de Joaquín Frías, el hijo de Federico Frías, uno de los desaparecidos de esta causa. Luego fue el turno de Ana Testa, sobreviviente de la ESMA, querellante por la desaparición de su compañero JuanCarlos Silva. El cierre fue con Claudia Bellingeri, integrante de la Comisión Provincial por la Memoria (CPM), que se refirió a los archivos desclasificados de la Dirección de Inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires (DIPPBA). Te invitamos a repasar la jornada en imágenes a partir de nuestra cobertura colectiva. (Por Gustavo Molfino/Fabiana Montenegro/Julieta Colomer/Luis Angió/Hernán Cardinale para El Diario del Juicio*) Foto de tapa: Joaquín después de dar testimonio, con una foto de su papá Federico Frías (Julieta Colomer/El Diario del Juicio) El frente de los Tribunales de San Martín amaneció con los rostros de los y las desaparecidas (Foto: Fabiana Montenegro/DDJ) Los imputados se retiran antes de que comiencen los testimonios, con permiso del tribunal, como cada jornada. Aquí se van Raúl Guillermo Pascual Muñoz y detrás aparece Jorge Eligio Bano. (Foto: Fabiana Montenegro/DDJ) Roberto Dambrosi y Bano se retiran. No pueden dejar de ver los rostros en las paredes (Foto: Hernán Cardinale/DDJ) Roberto Dambrosi y Bano se retiran. No pueden dejar de ver los rostros en las paredes (Foto: Hernán Cardinale/DDJ) Joaquín Frías ingresa para dar su testimonio (Foto: Gustavo Molfino/DDJ) Frías leyó publicaciones de diarios peruanos que relataron los 4 crímenes. Su padre figura en esa lista por error,ya que fue llevado desde Buenos Aires, lo regresaron secuestrado y lo fusilaron en Campo de Mayo.(Foto:Julieta Colomer/DDJ) El periódico peruano que habla de secuestros el 17/06/80. (Foto: Luis Angió/DDJ) En la primera fila de público, la familia de Frías colocó una foto de Federico, que quedó pegada a la espalda de su hijo.(Foto: Luis Angió/DDJ) El abogado Hernán Corigliano, defensor de Jorge Norberto Apa, observa el pasaporte falso con el que Frías ingreso para laContraofensiva. (Foto: Luis Angió/DDJ) A la izquierda la familia de Frías. A la derecha los abogados de las querellas. (Foto: Gustavo Molfino/DDJ) Adriana Taboada, de la Comisión por la Memoria de Zona Norte, observa el testimonio con el pañuelo de las Madrescomo estandarte. (Foto: Julieta Colomer/DDJ) Los defensores oficiales Lisandro Sevillano (izq.) y Hernán Silva a cargo de asistir a la mayoría de los imputados. Aquípreguntándole a Frías. Para Pablo Llonto, abogado querellante, hubo hostigamiento al testigo.(Foto: Gustavo Molfino/DDJ) Tras más de dos horas y media de testimonio, Joaquín Frías toma sus documentos para retirars. (Foto: Julieta Colomer/DDJ) Frías tras el final. (Foto: Julieta Colomer(DDJ) En segundo turno ingresa Ana Testa. (Foto: Gustavo Molfino/DDJ) Testa escucha las preguntas de la fiscal Gabriela Sosti. (Foto: Gustavo Molfino/DDJ) La fiscal Sosti escucha con atención el testimonio de Testa. (Foto: Gustavo Molfino/DDJ) Testa colocó sobre la mesa un portarretrato con la foto de Juan Carlos Silva, su compañero, secuestrado en un micro cuandointentaba salir del país vía Paso de los Libres. (Foto: Fabiana Montenegro/DDJ) Los defensores privados Corigliano y Botindari (atrás), realizaron preguntas a Testa. (Foto: Julieta Colomer/DDJ) El presidente del tribunal, Esteban Rodríguez Eggers, frena una pregunta del defensor. A su lado Alejandro de Korvez.(Foto: Fabiana Montenegro/DDJ) Al finalizar su testimonio Testa era esperada por saludos y abrazos. Aquí con Florencia Tajes Albani, una de las familiares que empuja la causa. (Foto: Fabiana Montenegro/DDJ) Ana Testa sonríe y muestra la foto de Juan. (Foto: Gustavo Molfino/DDJ) *Este diario del juicio por la represión a quienes participaron de la Contraofensiva de Montoneros, es una herramienta de difusión llevada adelante por integrantes de La Retaguardia, medio alternativo, comunitario y popular, junto a comunicadores independientes. Tiene la finalidad de difundir esta instancia de justicia que tanto ha costado conseguir. Agradecemos todo tipo de difusión y reenvío, de modo totalmente libre, citando la fuente. Seguimos diariamente en https://juiciocontraofensiva.blogspot.com

Hija de una madre delegada de fábrica y nieta de un abuelo que formó parte de la resistencia peronista, Gloria Canteloro militó en la UES, estuvo tres años presa en Devoto y al salir en libertad se exilió en España. Allí conoció al amor de su vida, Manuel Camiño, con quien decidió volver a Argentina como parte de la Contraofensiva. Pañuelo verde en su muñeca, Canteloro brindó su testimonio en la cuarta audiencia del juicio. (Por Fabiana Montenegro, Martina Noailles y Fernando Tebele para El Diario del Juicio*)Levantar la teoría de los dos demonios. Esa parece ser la principal estrategia de, al menos, dos de los abogados que defienden a ex militares imputados en este juicio. Sus preguntas e intervenciones en cada audiencia así lo denotan. Como las que hizo en la última Marcelo Botindari, defensor de Raúl Guillermo Pascual Muñoz, ex jefe de Personal en el Comando de Institutos Militares. En la silla para las y los testigos está Gloria Canteloro, sobreviviente de la Contraofensiva.Botinardi viste traje y corbata, como casi todos los abogados varones del juicio. La camisa bien apretada contra el cuerpo. Nunca lo hemos visto reir. Ni siquiera a modo de ironía. Su cabello rapado estimula el gesto adusto. A su lado tiene una asistente poco activa. Está por llegar su turno y va a preguntar con poca técnica y visible enojo. Aprieta la tecla del mic que le habilita el sonido y suelta: —Usted dio como sustento ético y jurídico la resistencia a un modelo conservador desde lo ideológico y liberal desde lo económico, ¿verdad? —pregunta Botindari—.—Sí —confirma Canteloro.—Para esto se integró a ese llamamiento de la contraofensiva y recibió instrucción en el Líbano. También habló de que esa instrucción era defensiva, ¿me quiere contar de qué constaba? Se oyen murmullos en la sala de audiencias y el juez Esteban Rodríguez Eggers pide silencio. Será uno de los momentos más álgidos durante el testimonio de Gloria Canteloro, integrante de las Tropas Ede Infantería (TEI) durante la Contraofensiva ‘79. El abogado defensor parece no contentarse con la respuesta de la testigo, quien explica que eran ejercicios de supervivencia y manejo de armas para, en caso de ser detectados, poder defenderse. Y arremete contra ella: —O sea, solamente una actitud defensiva ¿Y con respecto a los atentados de Montoneros? El murmullo crece. La incomodidad se hace notoria. La fiscal Gabriela Sosti se opone a la pregunta.El juez intenta reacomodar la situación para no transformarla“en una charla de café”: —¿Usted formó parte de las TEA? —pregunta el magistrado, en referencia a las tropas de agitación y propaganda.–Formé parte de las TEI. Era miliciana –aclara Gloria, por las Tropas Especiales de Infantería-. Podíamos realizar tareas políticas o militares, no era exclusivo.El defensor va a insistir en la posibilidad de que la pregunta que planteó sea aceptada.—Venimos asistiendo a diversos testimonios de oídas en lo que hay cosas juzgadas, unos buenos y otros malos. Pretendo saber cuál fue el accionar que motivó este despliegue militar e inclusive cuáles fueron las formas de financiamiento.Ante la negativa, Botindari reformula la pregunta:—En este despliegue de personas que viajan, ¿cuál fue la fuente de financiamiento?—No lo sé —responde Gloria—. Yo no formaba parte de eso.—¿Pero esos costos quién los asumía?—La organización Montoneros. De dónde sacaba el dinero no lo sabía. Nunca pregunté. Como organización, las finanzas las manejaría alguien. En qué lugar, en qué banco, yo no tenía porqué saberlo. No me mueve el odio ni la venganza“Nuestra participación en la organización no fue movida por el odio ni por la venganza”, dice Gloria Canteloro, la segunda testigo en la cuarta audiencia del juicio que investiga la represión contra quienes formaron parte de la Contraofensiva de Montoneros. “Todo lo contrario. Fueron las Fuerzas Armadas, el brazo armado de los poderosos, que sumieron al país en la miseria y destruyeron todo. No me mueve el odio ni la venganza. Yo siento un desprecio desde lo más hondo del alma por ellos. No les llegan ni a las suelas de los zapatos de nuestros compañeros -los vivos y los muertos, los desaparecidos y los sobrevivientes-. Necesitaron ir en manada y armar la cacería desde un escritorio para darles vía libre a los sádicos y a las bestias porque ni siquiera se los puede llamar animales”.Para entender los motivos que la llevaron a participar de la Contraofensiva –como otros testigos también han señalado- es necesario hacer referencia a la historia que cada uno de ellos protagonizó en el contexto de las políticas que se desarrollaron en el país. Gloria u Osito –como aún la siguen llamando quienes la conocieron entonces- se crió en un barrio de obreros y pequeños comerciantes de Rosario. “Viví las dictaduras, el Onganiato, y vi el Rosariazo en la esquina de mi casa con tan solo 12 años”, recuerda.Hija de una madre delegada de fábrica y nieta de un abuelo que formó parte de la resistencia peronista, Gloria trabajó desde los 14 y estudió en el turno noche de la Escuela Superior de Comercio, una de las mejores de la ciudad. En el ’74 comenzó a militar en la UES (Unión de Estudiantes Secundarios). Allí compartió discusiones políticas y conoció la alegría y el compañerismo. Era feliz con eso. El objetivo del centro de estudiantes –una actividad clandestina debido al estado de sitio que regía en el país- era luchar por el medio boleto estudiantil. “No se trataba sólo de una reivindicación, era una conciencia, un posicionamiento ideológico. Pensábamos en colectivo, que todos pudieran acceder a la educación. Eso era pensar en el otro”, enfatiza.El tema de la solidaridad va a atravesar todo su testimonio como si fuera un sello indeleble que marcó a los compañeros y compañeras de su generación y a su familia. En este sentido, Gloria recordará que, cuando estuvo detenida en la cárcel de Devoto, fue su propio padre, Domingo Canteloro, quien además de mandarles cartas a las otras compañeras presas, se ofreció como rehén para que ella pudiera salir en su lugar.No será el único ejemplo. Habrá