Juicio Contraofensiva -día 4- No dejen que mis hijas se olviden de mí
Por LR oficial en Contraofensiva montonera, Derechos Humanos, Guardería de La Habana, Justicia, Lesa Humanidad
“Hay una frase que me gusta muchísimo, que me dijo una vez Alicia, una amiga de ella, que para mí la define. Me dijo: ‘Tu mamá no te daba lo que le sobraba, te daba lo que tenía’, y siempre me quedó grabada esa frase desde el momento en que me la dijo, porque justamente creo que es coherente y engloba todas estas cualidades que les fui contando de ella, porque dio su vida por lo que pensaba, lo que creía, por nosotras, sus hijas, sus compañeros, los que ya no estaban, los que seguían luchando, entonces me parece importante decírselos”.
La que habla es Ana María Montoto Raverta. Se refiere a su mamá, María Inés Raverta, una de las cuatro víctimas de la operación de inteligencia del Ejército argentino en Lima, Perú. Ani, como le dice el mundo que la quiere, tiene siempre una sonrisa en el rostro. Seguramente sea su gesto más característico. Cuando cuente más tarde que es médica pediatra, será sencillo imaginar que el trato con los niños y niñas debe estar cargado de dulzura. Pero ahora está ahí, comentando cómo conoció a su madre a través del relato de sus compañeros y compañeras. Se dirige directamente al tribunal. El suéter gris juega de base para la rosa roja (ya una marca registrada de este juicio) tejida por la abuela de su amiga Virgina Croatto y para la foto de su madre. “¿Puedo tener esto acá?”, preguntó al comenzar. El juez obviamente le dijo que sí.
Montoto Raverta recorre la historia de sus padres y rápidamente se mete en la propia, al narrar su paso por la guardería de La Habana, el lugar donde quedaron los hijos e hijas de quienes fueron parte de la Contraofensiva. Allí estuvieron a cargo de otros/as integrantes de Montoneros que también participaron de la acción, en este caso al cuidado de los niños/as. Luego retomará esa historia y les pondrá nombres, uno a uno, pero ahora vuelve a su mamá, María Inés (Juliana en la organización). Y va a dejar a un costado la sonrisa, casi al mismo tiempo en el que toma un papel y presenta el texto que va a leer.
La guardería y la carta
Emocionada, Ani se toma su tiempo para el anuncio. “Esto es una carta que les manda a sus compañeros de la guardería en donde estábamos nosotras, sus hijas, y otros hijos de compañeros que estaban en la Contraofensiva. Estábamos al cuidado de compañeros militantes que también estaban formando parte, yo después les voy a contar bien. La carta dice así —anticipa, dejando caer sus primeras lágrimas—. Esto me emociona, así que ténganme paciencia”. Y lee.
La carta que María Inés Raverta les envió a sus compañeras/os a cargo de la guardería de La Habana.
(Foto: El Diario del Juicio)
|
Cómo están? Qué banda! Dios Mío! Parece mentira! Vos Estela, Cómo se alargaron los dos meses! Cuánto me alegro! Ya sé que estás trabajando muy bien y que recibís noticias de tu compañero. ¿Cómo se comportan mis hijas? ¿te dan mucho trabajo? ¿Y vos loca de mierda? (léase Nora) ¿Qué haces cuidando chicos? Me dijeron que estás hecha una profesional. Y que la vestís a Anina con puntillas y moños. Cuando me dijeron que estabas allí no podía creerlo, te imaginaba en cualquier lugar, incluso en Zimbawe pero menos allí. Me alegré mucho realmente. ¿Te sentís realizada? ¿Se te aclararon las ideas en cuanto a la canalla reformista? ¿Viste cómo terminaron? Y vos chantún (léase mi tocayo Julián) ¿Qué andás haciendo? Ya sé que como tía porota sos un avión. Que no te de vergüenza, tendrías que estar orgulloso, no te parece? Me alegro mucho que los tres estén allí. Me siento muy tranquila de que las nenas estén cuidadas por tres locos (¿??) como ustedes. Gracias. Pero tenía ganas de decírselos. Espero que no falte mucho para verlos y si pueden, escríbanme, que por alguna vía insólita quizás me llegue. Cuéntenme de las nenas y de ustedes. No dejen que mis hijas se olviden de mí. Léanle mis cartas y muéstrenle mis fotos. Yo se que lo deben hacer pero igual se los pido, porque las extraño mucho. Bueno, no quiero ponerme sentimental, así que la corto. Un fuerte (o mejor dicho tres) abrazos montoneros.
Hasta pronto.
Juliana
Su voz se entrecorta en varios pasajes, pero consigue llegar al final.
—Ana María, mencionaste a los compañeros de la guardería, a los que hace referencia tu mamá en la carta, ¿los querés mencionar? —retoma la fiscal Gabriela Sosti después de un silencio inevitable.
—Sí: la tía Estela (Cereseto), que está acompañándome, Susana (Brardinelli) que está acá acompañando. Hugo (Fucek) que estuvo cuando se inició el juicio, que es el que le llama Julián, que se disfrazaba de la tía Porota para hacernos reír en momentos difíciles y Nora Patrich. Las tías, hasta la actualidad, siguen siendo las tías desde esa época en la guardería —enumera Ani, que recupera la sonrisa al girar su cabeza y cruzar con ellas miradas amorosas.
—¿Te acordás cuántos hijos había en la guardería? —quiere saber la fiscal.
—Mirá, la guardería fue en dos etapas así que no estuvimos todos juntos en su momento, pero aproximadamente 50 niños fuimos transcurriendo a lo largo de esos dos años que se formó la Contraofensiva. Varios de mis amiguitos de la guardería están acá acompañándome.
—Una pregunta, de carácter aclaratorio. Vos hiciste referencia cuando empezaste a declarar y a hablar de la gente de la guardería que ellos formaban parte; es decir, el rol de ellos en la Contraofensiva “era cuidarnos a nosotros” —recupera Sosti.
—Se los quería contar después pero se los cuento. Ustedes piensen que ya estamos en ‘79/’80, que ya se sabía cómo trabajaban los militares argentinos ante la situación de los niños, de los hijos de los compañeros. Ya se sabía que había robo de bebés, que los hacían nacer en cautiverio, se robaban los chicos y los entregaban a sus propios militares. Ya los tomaban bajo tortura para torturar a sus padres, los tenían de rehenes. Entonces, llegada la estrategia de resistencia llamada Contraofensiva, deciden armar un lugar para resguardar nuestro bienestar. Les pareció que la mejor manera era al cuidado de sus propios compañeros que formaban parte, que eran militantes. Su rol en la Contraofensiva era cuidarnos a nosotros. Ahí es que con Fer (su hermana, la diputada nacional Fernanda Raverta, presente en la audiencia) vamos al principio. Mi mamá junto con Estela nos lleva a la guardería a principio del ‘80 aproximadamente. Ahí compartimos con todos estos niñitos. Yo no tengo recuerdos de la guardería en sí, tengo flashes. Pero esa fue la última vez que vi a mamá, cuando nos dejó en la guardería. Es el día de hoy que sigo compartiendo una amistad muy fuerte con este grupo. Nos unió la decisión de nuestros viejos. Incluso me están acompañando ahora varios de ellos. Si quieren les empiezo a contar un poquito más de ese 12 de junio —dice la testigo, queriendo salir de la guardería para hablar acerca del hecho por el que está allí: el secuestro y la desaparición de su mamá.
Ana María Montoto Raverta con su sonrisa característica (Foto: Luis Angió/El Diario del Juicio) |
Muerte en El Pentagonito
A partir de allí, comienza el relato del calvario que sufrió su madre. Algo -bastante- anticipó Gustavo Molfino a través de su testimonio de la semana pasada. La diferencia esencial quizá sea que Molfino contó lo que vio con sus ojos. Montoto Raverta reconstruye lo que le contaron y, fundamentalmente, lo que leyó en un libro: Muerte en El Pentagonito, del peruano Ricardo Uceda.
Ani cuenta que llegó al material por “las vueltas de la vida”. Y al relatar el hecho es como si volviera a sentirse aquella pediatra recién recibida, de madrugada, en plena residencia. “Estaba esperando porque me habían avisado que venía una ambulancia de otro hospital a trasladar un pacientito. Viene una enfermera, la verdad es que en el medio hospitalario no sabían que yo era hija de desaparecidos. Viene con un libro, no me olvido más…”, y nos lleva con ella a ese descubrimiento.
—¿Vos sos Raverta no?
—Sí.
—¿Te puedo mostrar algo?
—Sí.
—Mi marido es del Perú y tiene este libro y ahí hablan de tu mamá —le dijo la enfermera.
Montoto Raverta continúa con el relato: “Abro el libro, que estaba como marcado por la misma lectura. Lo tengo al libro, me lo quedé. Abro y lo primero que veo es una foto que tiene, que es como lo más traumático que le puede pasar a una… y más a las tres de la mañana. Son unas fotos en las que está mi mamá secuestrada allá. Está Noemí y está Julio César Ramírez —reconstruye— Vi esas fotos esa vez y nunca más. Están al final del capítulo, así que no necesito llegar hasta ahí. Inclusive cuando armé la investigación de la causa, nunca más las vi porque fue muy traumático. Varias noches después no me podía dormir porque fue muy impactante. Si bien son fotocopias, las tengo impresas en el cerebro e incluso después está mi mamá esposada, con una pollera. Está Noemí con cara de muy cansada. En los tres se nota que después del secuestro…, yo todavía no había leído el libro… lo cerré inmediatamente, porque fue muy impactante. Me tomé un tiempo para leerlo, en su momento no lo podía leer y después en unas vacaciones que no tenía que trabajar, lo leí. Fue durísimo, es un libro muy fuerte. El capitulo se llama El secuestro de los Montoneros. Ese libro nunca se lo pude devolver a esa enfermera y nunca más hablamos del tema. Me lo dio y no volví a hablarlo con ella”, asegura.
El operativo y la cita falsa
Ani retoma el hilo de la historia. Retrocede unos días. Introduce a Federico Frías, que había sido secuestrado en Buenos Aires el 1 de mayo y permanecía desaparecido en Campo de Mayo. Lo llevaron a Perú para utilizarlo como anzuelo en un intento de atrapar a Raverta. Pero Frías les tiró una cita falsa. Anticipó un día la cita real y elaboró un plan de escape. Nada fácil teniendo en cuenta que, con crueldad, los militares habían previsto que no pudiera correr: lo ataron de dos extremos con una tanza: de un lado el dedo gordo del pie, del otro un testículo. De esa manera, solo podría dar pasos cortos y rengueando. Sin embargo, Frías también tenía su plan. Fumaba un cigarrillo, y un rato después pidió ir al baño, quemó la tanza, pero al volver simuló seguir rengo; luego salió corriendo.
“Da una falsa cita, obviamente para salvar a sus compañeros, en el Parque Kennedy. Esa cita se ve frustrada a raíz de que Federico se puede escapar. Quema la tanza y ni bien pasa la puerta empieza a correr por las calles de Miraflores”, el barrio residencial en el que Montoneros había armado su base, en un departamento de la calle Madrid, donde caería luego Noemí Gianetti de Molfino, casi a la vista de su hijo Gustavo, que ahora está en la sala de audiencias, con su cámara de fotos colgada, pero que en este instante se tapa la cara, que se adivina roja de dolor, con ojos húmedos. Así se queda el largo rato que Ani se toma para detallar el operativo. Cada vez que Molfino sienta el sufrimiento de su madre durante el recorrido del testimonio, se tapará el rostro nuevamente. Lo cierto es que Frías consiguió escaparse a las corridas, pero uno de los agentes de inteligencia que lo habían traído desde Buenos Aires, de apodo Lito y nombre hasta ahora desconocido, lo persiguió: “Lito empieza a disparar al aire y en eso gritaron que había un ladrón y por eso interviene Pablo Clavijo —un transeúnte peruano que luego contaría lo que vio en los diarios locales de la época— y de esa manera Lito vuelve a secuestrarlo. Lo golpea en la cabeza. Y ya se había hecho cargo la policía peruana, ante tremendo despliegue en Miraflores que es un barrio bastante coqueto de Perú”. De ahí lo llevaron primero al hospital y luego a la Comisaría 21 de Lima. El hijo de Federico Frías, Joaquín, declarará el martes próximo, por lo que seguramente dará más detalles, ya que también realizó su propia investigación y libro: Las Transmisiones.
En el libro del peruano Uceda aparece el testimonio de uno de los altos oficiales peruanos de inteligencia que fueron parte de la patota: un tal Arnaldo Alvarado, El Negro, un grandote de metro ochenta. Uceda narra allí cierto asombro de la patota peruana por el trato que les daban los argentinos a las personas secuestradas, y varias discusiones entre la SIDE argentina y el SIE peruano, sobre todo por el control de la situación. Los argentinos claramente estaban acostumbrados a tener el control, que en realidad implicaba la aplicación de todo su descontrol torturador.
Gustavo Molfino escuchando la declaración de Montoto Raverta (Foto: Luis Angió/El Diario del Juicio) |
El secuestro
Ana María Montoto Raverta continúa con su relato basado en la reconstrucción que realizó el libro de Uceda, con testimonios directos de la patota peruana; pero la testigo también contó con los que el hijo de Frías tomó al viajar a Perú en 2006. Suma además las charlas con Molfino, que relató la semana pasada cómo sobrevivió por pedido de su madre: “Salvate vos que tenés toda la vida por delante”, le dijo antes de que la secuestraran.
Ani está por entrar a la peor parte de la historia de su madre: la del secuestro y las torturas. Lo que permite el libro de Uceda es acceder al detalle de cada paso con testimonios de primera mano. Eso es lo que todo familiar de desaparecido/a desearía: saber qué pasó. Pero a la vez, duele saber; y la crueldad aplicada en los cuerpos queridos, hace que los familiares sientan otro tipo de dolor, no ese intransferible de la tortura, pero dolor al fin. Y se hace notorio ahora que Ani, con su pelo aclarado y atado por detrás, está por comenzar. “Si bien Alvarado no presenció lo que pasó esa noche con Federico Frías —aclara—, por el aspecto del día siguiente pudo deducir que fue brutalmente torturado y ahí es en donde da la verdadera cita del 12 de junio. Ese día, a horas de la tarde, no tengo con precisión bien el horario, mi mamá se hace presente a esta cita que se había organizado como con un mes de anticipación, según lo que me contó Perdía —y agrega un testimonio más a su rompecabezas—. Se armó un amplio operativo, habían cortado el tránsito de las calles aledañas. Estaban los militares argentinos disfrazados de policías de tránsito, de ambulantes callejeros, artistas callejeros, un amplio despliegue. Mi mamá tenía que acercarse a su cita con una revista debajo del brazo, no recuerdo bien eso, pero tenía que estar Frías y ella hacerle una pregunta”. Según Muerte en El Pentagonito, Raverta debía preguntar “¿Esa revista es de hoy?” y Frías responder: “Sí, es de hoy”. Si bien ella habría dudado porque él apenas podía tenerse en pie, el diálogo sucedió. Le habían colocado un micrófono a Frías, por lo que “en ese momento, uno que estaba disfrazado de homosexual, que es un militar argentino, da la orden de intervenir y ahí Alvarado es el que la agarra de la cintura a mi mamá y Caballo Díaz —otro militar peruano— la agarra de los pies. Otros dos colaboran agarrándola de los pies y llevándola a una camioneta que tenían preparada a la vuelta de la Iglesia de Miraflores. En esa camioneta había seis militares, cuatro peruanos y dos argentinos. Entre ellos estaba el disfrazado de homosexual y Lito”, precisa Ani, que conoce la historia como si la hubiera vivido en carne propia. Solo ella sabe lo que siente mientras comparte el secuestro de su madre con quienes la escuchamos allí.
El libro de Uceda da cuenta entre otras cosas de un diálogo entre Raverta y sus secuestradores después de ocurrido el hecho (Foto: El Diario del Juicio) |
Si bien Montoto Raverta no lo contó en su testimonial, Uceda describe en el libro un diálogo entre Juliana y las patotas peruana y argentina, apenas la suben a la camioneta. En realidad solo con los peruanos pudo hablar… La respuesta de Lito fue una bofetada. Uceda se refiere a Raverta como “la detenida”, pero en realidad estaba secuestrada. El golpe derivó en una discusión entre Alvarado y Lito, en la que el peruano le cuestionó el trato a Raverta. Casi terminan ellos dos a las piñas dentro de la camioneta.
Las torturas
Del sadismo de la aplicación de la picana eléctrica durante el genocidio se ha dicho y oído mucho. En los juicios por crímenes de lesa humanidad es habitual escuchar testimonios escalofriantes de los y las sobrevivientes. Aquí aparecen dos condimentos diferentes, pero no menos desagradables: por un lado, el relato de una hija, contando en detalles el dolor físico y la resistencia de su madre, que sabía que si daba la dirección de la casa de la calle Madrid, caían Molfino, su madre Noemí Gianetti, Roberto Perdía y su compañera Amor Perdía. Narrar la tortura es también poner en evidencia las convicciones que le permitieron resistir más de cuatro horas de picana, pero es difícil hasta de escuchar. El otro punto distintivo lo aporta el libro de Uceda: los argentinos invitan a Alvarado a pasar a la sala de torturas: “¿por qué no pasás? Es bueno que mires, es experiencia”, le dijo Lito.
Ana María Montoto Raverta se interna en el infierno. “Esto lo leí una vez y no necesité volver a leerlo porque la verdad es que como hija no quisiera saber. Pero me parece que es importante para poder sacarme estas imágenes o por lo menos saber que sirvieron de algo haberlas leído —comienza Ani, queriendo exorcizar el dolor—. Alvarado cuenta que la desnudan y la ponen en una cama, la atan, que había ocho militares, entre ellos estaba Lito y el coronel Martínez Garay. Había un capitán médico que, fue un detalle que me quedó en el cerebro, no sé si por ser pediatra -aclara-. Siempre me impresionó tener en la escena a un médico porque uno siempre en su profesión está constantemente tratando de evitar el dolor o reducirlo lo más que puede, y pensar que ahí había una persona que estaba para perpetrarlo e inflingirlo, es como que ese momento me quedó grabado; cómo lo describió, que dice que tenía una chaqueta de combate con una bolsa con jeringas y fármacos y que en una mano tenía un teléfono de combate, creo que decía, que tenía una perilla de voltaje con cables pelados, algo así lo describe. Lo leí hace mucho tiempo. Dice que Lito, el mastodonte, empieza a torturarla a mamá poniéndole los cables primero en la vagina, la picana eléctrica en la vagina -repite, como si todavía no pudiera creerlo-. Al pasar el tiempo que mi mamá no hablaba, continuó con ponérselos en la nariz y en la boca; y como pasaba el tiempo y se iba enfureciendo todavía más, según lo que cuenta Alvarado, se lo puso en los oídos”.
Se produce un silencio sombrío, sólo interrumpido por el llanto de una hija relatando la sesión de tortura de su madre. Tan denso es el momento, que el defensor oficial dice que si quiere se puede pedir un cuarto intermedio.
—La defensa no tiene ningún inconveniente. Si quiere la fiscal o alguien leer ese pasaje para que ella no tenga que decirlo —sugiere el defensor oficial, Lisandro Sevillano.
Pero Ani no está leyendo. Quizás esté intentando deshacerse de esas imágenes que tiene grabadas en su cabeza desde que el libro llegó a sus manos, aquella madrugada de residencia.
El lugar físico donde sucedieron estos hechos fue un bungalow de una suerte de predio de descanso del Ejército peruano en Playa Hondable. Alvarado no puede creer lo que está viendo. Incluso llega a desear que María Inés Raverta hable para terminar con la escena.
—No se preocupe, estoy bien —responde la testigo, tan conmovida como decidida a continuar.
“En ese momento le hacen sangrar los oídos y pierde la conciencia. Algo que me quedó muy grabado es que en lo que cuenta el suboficial Alvarado, es que en un momento él interviene para interrumpir las torturas por lo impresionado que estaba por cómo se manejaban los militares argentinos al momento del interrogatorio. Y el coronel de mediana estatura, como lo describe él, el canoso, compacto, lo saca de la cabaña y le dice amistosamente que se notaba que era buena persona, que era normal que le afectara y le empieza a hablar de los militantes argentinos y le empieza a hacer el accionar psicológico que ellos acostumbraban a hacer. Alvarado en el libro relata en varias oportunidades la empatía que tenía con los militantes montoneros, como que le generaba una cierta contradicción la información que le daban los militares argentinos con lo que él enfrentaba al momento de ver a los secuestrados —agrega material del libro—. Lo hacen entrar otra vez a Alvarado a la cabaña. La reaniman a mi mamá tirándole un balde de agua fría y ahí hacen pasar a Federico Frías a la cabaña donde estaba mi mamá. Alvarado no puede escuchar qué hablan entre mi mamá y Federico; dicen que los rodean a los dos secuestrados los militares que estaban en la cabaña y después de esa conversación que tienen, mi mamá dice que va a hablar. Y esa noche, la última vez que Alvarado ve a mi mamá, es cuando la suben a un auto y salen varios autos para el mismo lado”. Lo que viene después lo relató ya Molfino, que parece hacer un enorme esfuerzo por quedarse en la sala: la suben a Raverta a la caravana mortal para que marque la casa en la que luego sería secuestrada Noemí Gianetti de Molfino. Será por eso que le cuesta escuchar a Gustavo.
El sobreviviente
Si puede considerarse que al demorar la entrega de datos bajo tortura, María Inés Raverta salvó las vidas de Roberto y Amor Perdía, y la de Molfino; hay otro militante de Montoneros que considera que su supervivencia es “culpa” de Inés Raverta. También cuenta Ana María la historia de Aldo Morán: “Ese mismo dia, el 12 de junio, se tenía que encontrar con mamá, en una pizzería que se llamaba Los 3 chanchitos. Nos contó Aldo que espera como tres horas, o más, y como mi mamá no se hacía presente se va”. Relata la testigo, ya acercándose al cierre, que Morán tampoco volvió al hospedaje de Miraflores que su madre le había conseguido. “Por medio de los diarios, al dia sucesivo, se entera de que mi mamá había sido secuestrada y que estaba su nombre también. Eso es porque en su momento, cuando secuestran a mi mamá el 12 de junio, ella tenía esta cita con Aldo”. Al realizar la conferencia de prensa para denunciar los secuestros, Perdía y Molfino incluyeron a Morán en la lista por no habían sabido nada de él y era la cita posterior que Raverta tenía tras ver a Frías. «Tu mamá me salvó la vida al no contar esa cita por el hecho de que fue justo el mismo día», cuenta ahora Ani que le dijo alguna vez Morán.
Sin preguntas sobre Mario Montoto
Sólo una vez fue nombrado en lo que va de la audiencia. Sin embargo, no hay nadie allí que no sepa que Ana María Montoto Raverta es la hija de María Inés Raverta, pero también de Mario Montoto. Ani no dudó en presentarse como su hija apenas se sentó. “Antes que nada, como les dije anteriormente, soy Ana María Montoto Raverta. Soy hija de María Inés Raverta y de Mario Montoto, ambos fueron militantes montoneros”, dijo recién llegada. Luego contó la historia de amor que los unió, y puso a su padre en un lugar importante a la hora de reconstruir cómo era su mamá. La trascendencia del trabajo empresarial de Montoto, que lo aleja un millón de años luz de su pasado en Montoneros, hacía presumir que quizá los defensores de genocidas intentaran incomodar a la testigo trayendo a su padre a la escena a través de sus preguntas. Sin embargo, el trato fue para ella el mismo que para Virginia Croatto, la testigo más parecida en lo técnico a Ana María Montoto Raverta: el defensor oficial, Lisandro Sevillano, le realizó algunas preguntas y los abogados de las defensas privadas, que se muestran hostiles con los y las sobrevivientes, no han realizado hasta aquí preguntas a quienes eran niños y niñas en aquella época.
Pablo Llonto, Virginia Croatto y Ana María Montoto Raverta después del testimonio. (Foto: Fabiana Montenegro/El Diario del Juicio) |
El peso de aquella carta
Antes de leer la misiva que su madre les envió a sus compañeros y compañeras que estaba a cargo de sus hijas en la guardería de La Habana, Ani dijo algo así como que la quería leer aunque presumía que no tenía mucho valor como documento en el juicio. Es probable que así sea. Lo que también es seguro, es que todas las personas que la conocían y sobrevivieron han hecho su tarea y más: no sólo impidieron que las niñas, ahora adultas, se olviden de su madre, sino que han sido soporte esencial para esa reconstrucción tan difícil que les ha tocado en suerte a los hijos e hijas, que no es tan lineal, que suele recorrer caminos de enojos por las ausencias, hasta que en algún momento aparece el enlace con aquella entrega colectiva, por más dolorosa que pueda ser la historia en lo personal. El testimonio de Ani fue la prueba de todo eso.
Mientras recorre los últimos pasos hacia la salida, envuelta en abrazos de toda la gente que la esperaba, ella aparece por lo bajo, como siempre, iluminando todo con cada uno de sus pasos:
—Quiero abrazarte y felicitarte porque estoy muy conmovida —le dice Nora Cortiñas mientras se entrega a un abrazo de los de ella, apretados.
—Ay, y vos justo me decís eso a mí —responde Ani, otra vez con una sonrisa, ahora en concubinato con algunas lágrimas.
Ese abrazo se convierte en evidencia. Ani sabe quien fue Inés: aquella joven tan idealista como dulce; tan convencida como poco cocinera; arrolladora y deportista (jugó al voley en Gimnasia y Esgrima de La Plata); y por eso estuvo allí, sufriendo cada recuerdo, a pesar de todo. A la vez, todos saben que Ani es la hija de Juliana; la quieren y se conmueven junto a ella en cada uno de esos recuerdos insoportables, pero también con los alegres, a pesar de todo. Algo queda claro tras esta audiencia: aquí, nadie se olvida de nadie.
El abrazo como premio. Nora Cortiñas y Ana María Montoto Raverta (Foto: Fabiana Montenegro/El Diario del Juicio)
*Este diario del juicio por la represión a quienes participaron de la Contraofensiva de Montoneros, es una herramienta de difusión llevada adelante por integrantes de La Retaguardia, medio alternativo, comunitario y popular, junto a comunicadores independientes. Tiene la finalidad de difundir esta instancia de justicia que tanto ha costado conseguir. Agradecemos todo tipo de difusión y reenvío, de modo totalmente libre, citando la fuente. Seguimos diariamente en https://juiciocontraofensiva.blogspot.com
|