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Analía Kalinec: «Si mi padre hoy tuviera una picana, no dudaría en torturarme»

Por LR oficial en analía kalinec, Derechos Humanos, eduardo kalinec, historias desobedientes, Lesa Humanidad, Pablo Verna

En una tensa audiencia para decidir si se le otorga el beneficio de salidas transitorias al genocida Eduardo Kalinec, su hija Analía lo enfrentó mientras el temible Doctor K la observaba desde el Penal donde cumple la condena a prisión perpetua. El dolor de las víctimas, los argumentos de las partes y el intento del genocida para convencer a los jueces de la Sala IV de Casación Penal, Mariano Borinsky, Gustavo Hornos y Javier Carbajo. (Por La Retaguardia)

✍ Redacción  👉 Fernando Tebele
💻 Edición de texto 👉  Rodrigo Ferreiro
📷 Fotos y 📹 Videos 👉 Fernando Tebele
💻 Edición de video 👉 Natalia Bernades

Sonríe, pero es evidente que está nerviosa. Enfrentar a un genocida no es una tarea sencilla. Mucho menos si se trata de tu padre. Analía Kalinec es la principal referente del grupo Historias Desobedientes – Familiares de genocidas por la Verdad, la Memoria y la Justicia. “Es la líder, por qué no decirlo así”, precisará en la audiencia Pablo Verna, otro miembro del grupo, además abogado. El espacio de espera de la Sala IV de Casación Penal es un murmullo incontenible. Unas 50 personas, entre ellas integrantes del grupo, militantes de Derechos Humanos y víctimas directas del furioso accionar del genocida Eduardo Kalinec en el ex Centro Clandestino de Detención Tortura y Exterminio El Olimpo, saben que la audiencia es importante. Luego de varias idas y vueltas, los jueces Hornos, Borinsky y Carbajo deberán resolver en un plazo de cinco días si le otorgan el beneficio de las salidas transitorias a Kalinec, condenado a prisión perpetua por crímenes de Lesa Humanidad, o si atiende los reparos de su hija y de los sobrevivientes, que se oponen a que así sea.

Cuando habilitan el acceso a la sala, se nota la ansiedad. La gente se agolpa ante la puerta. Sin embargo, las sillas alcanzan para todos y todas. Una de las secretarias del tribunal avisa a la prensa que no se podrán registrar audios, fotos y videos durante la audiencia. Sí en la previa.
Cuando ingresan los jueces, Borinsky abre la audiencia. “Es el de la tele”, dice alguien por lo bajo. El juez ha tenido algunas apariciones públicas defendiendo las reformas al Código Penal. Cuando la justicia se abre y los jueces se esfuerzan por parecer seres humanos, todo se vuelve más amigable. La justicia se ha mantenido encerrada durante décadas con la máxima que los jueces sólo hablan a través de sus sentencias. Hoy es una de las instituciones más desacreditadas socialmente. Parece que algunos actores y actrices lo han comprendido, y se abren a tratar y ser tratados como personas normales.
La primera voz que se escucha es la de Alejandro Alagia, fiscal de la Unidad especializada en crímenes de Lesa Humanidad. Sus argumentos de oposición al otorgamiento de las salidas se basan en dos puntos: “No hay ninguna constancia de arrepentimiento o de real conciencia de los hechos cometidos. Además de que en la instancia anterior no se escuchó a las víctimas del Doctor K, como se lo conocía en el espacio concentracionario El Olimpo”.

La defensa

Hay dos televisores en la sala. Uno está sobre las cabezas de la línea de asientos que ocupan el fiscal y quienes se sienten damnificados/as. El otro alumbra del lado en el que está la defensora oficial del genocida Kalinec, María Florencia Hegglin. Analía acaba de escuchar al fiscal. La imagen que vemos quienes estamos entre el público es fuerte. Mientras la hija está sentada, arriba, con cierto halo de superioridad, está el padre. Esa imagen de poder desigual se desarma cuando se sabe que en realidad el Doctor K lleva 15 años en la cárcel. Es de los pocos desafortunados, apenas un 30% de los genocidas, que todavía purgan sus penas en cárcel común, que no han salido durante el festival de domiciliarias de los últimos años. Aunque nunca se hayan arrepentido, aunque jamás hayan aportado a la verdad, quieren privilegios. En el televisor que Analía tiene enfrente, todavía se proyectan todas las cámaras a la vez, con la pantalla partida en cuatro. Pero sobre su cabeza está Kalinec, como ella misma lo llama, así, por el apellido. Entonces, cada tanto tuerce su cuello y lo mira. “Cuando lo observaba buscaba entender”, dirá por la noche, mientras festeje el cumpleaños número 12 de Bruno, uno de sus niños, que no conoce a su abuelo porque nació cuando ya estaba preso.
Es el turno de la defensa. Hegglin es parte del cuerpo de defensores/as oficiales que el Estado está obligado a garantizar cuando la persona imputada no recurre a asistencia letrada privada. La mayoría de los genocidas enjuiciados tienen defensa oficial. En muchas ocasiones, la argumentación defensiva hasta es ideológica. No parece el caso. Hegglin se muestra sólida y recurre a la idea de que los derechos son para todas las personas, que nadie debe quedar excluido. “Tiene una conducta ejemplar. 10 en conducta y 9 en concepto”, dice como si se tratara de un alumno secundario y no de un genocida. “Kalinec tiene dos hijas y un yerno que es el grupo continente. La ley no pide ni arrepentimiento ni reparación, ni tampoco discrimina por delitos”. El Doctor K tiene cuatro hijas. Dos se proponen como garantes del cumplimiento de las salidas temporarias. Una se mantiene al margen de la disputa familiar y mantiene la relación con su padre. La otra está aquí sentada, y sonríe cada tanto, ahora con ironía además de con ansiedad. Antes de terminar su intervención Florencia Hegglin dice que está bien que participen las víctimas, aunque marca un límite. “Nos parece bien que se puedan expresar, que el Tribunal los escuche, porque lo que digan no será vinculante”. Es difícil suponer que los jueces no tendrán en cuenta lo que van a escuchar a partir de ahora.

El palo y las astillas

El siguiente turno es para Pablo Verna. Está ahí con doble standard. Por un lado, es abogado y fue quien presentó el escrito por el que Historias Desobedientes pide ser tomado en el caso como Amicus Curiae, como parte interesada en el asunto. Es la primera vez que un tribunal lo acepta. Quienes son hijas e hijos de genocidas han expresado sus sentires en público, pero no han podido intervenir demasiado en lo judicial, porque hay un artículo del Código Penal, el 242, que impide a una persona declarar contra un pariente. Verna está ahí además porque es parte de Historias Desobedientes. En sus primeras apariciones públicas, el hijo de Julio Verna, un médico todavía impune que adormecía a las personas que luego serían víctimas de los vuelos de la muerte en Campo de Mayo, presentó un proyecto de reforma de ése artículo, proponiendo que queden exceptuados los delitos de lesa humanidad. De todo modos, la exposición pública consiguió que fueran escuchados en la justicia. El año pasado, Pablo fue testigo en la causa que juzga la represión a la Contraofensiva de Montoneros ante el Tribunal Nº4 de San Martín. Como su padre no está imputado, el tribunal decidió escucharlo. Así como aquella jornada fue histórica, esta audiencia también lo será si los jueces deciden tomar en cuenta lo que van a escuchar.
Verna recorre la historia del grupo. Hace una suerte de memoria y balance, que seguramente servirá al tribunal, pero también es necesaria para quienes acompañan en la sala. El recorrido del Colectivo en tan poco tiempo ha sido, sin embargo, provechoso.

—¿Usted va a compartir su tiempo con la Señora Kalinec? —pregunta Borinsky.
—Sí, vamos a hablar ambos —responde Verna.
—Le pido entonces que tenga en cuenta utilizar más o menos el mismo tiempo que vienen usando el resto de las partes.

Vendrá otra advertencia en pocos minutos, siempre amable. Y una última. Quizá Borinsky también entienda que, más allá de lo jurídico, lo más importante de la jornada es escuchar a Analía Verónica Kalinec.

Vestida con una blusa verde, se acomoda el micrófono y comienza. No tiene ningún papel a mano que vaya a ayudarle. En el Penal, el Doctor K se acomoda en la silla. Mirá fijo al monitor que le devuelve la imagen de su hija, a la que le interpuso una demanda civil por indigna. Quiere evitar que herede los bienes de su madre, que murió hace algunos años. Cada vez que habla, Analía le da un poco la razón a su padre genocida: es indigna de él.

“Hola, buenas tardes. Estoy acá en calidad de integrante del Colectivo Historias Desobedientes, y si tiene algún valor, ya sea político, social o humano, también como hija del condenado Eduardo Emilio Kalinec”, comienza. “Lo primero que quiero decir es que no es algo justo tener un padre genocida. Estamos acá hablando de justicia, yo creo que un padre nunca debería ser genocida. Sin embargo, quienes formamos parte de este colectivo sabemos de la dificultad, de los recorridos personales y los costos emocionales que trae tener un padre genocida”, señala con claridad.
Con tono suave pero a la vez enérgico, Analía va sumando palabras cuidadosamente ordenadas, contundentes a cada paso. Hasta puede ser cordial con las partes a las que enfrenta. ”Saludo a la defensora oficial, y ojalá las víctimas de mi padre y los 30.000 y las 30.000 compañeros y compañeras detenidos y desaparecidos hubiesen tenido una defensora con tanta calidad y un tribunal que también hubiese juzgado sus acciones en el marco de la ley. Esto es algo que no pasó”. Pero se transforma cuando habla de su padre. Cada palabra pronunciada le duele. No quisiera estar allí. Daría lo que no tiene porque su padre no fuera ese temible torturador que ninguna de sus víctimas ha podido olvidar. “La ley no pide falta de arrepentimiento ni que mi padre haga aportes en relación al destino de quienes aún hoy permanecen desaparecidos o de quienes han sido apropiados por familias que niegan la verdadera identidad a niños y niñas –hoy adultos- que viven con una identidad falsa. Pero sí lo pide la sociedad, y se lo pide también esta hija a este padre genocida. Porque, aunque mi padre no lo admita -y esto queda comprobado y probado en el escrito que él presenta y firma de puño y letra en el Juzgado Civil N° 67- no se arrepiente de los crímenes que cometió”.
Analía perdió su sonrisa antes de comenzar a hablar. Ni de nervios se ríe ya. Pueden adivinarse algo de tristeza y dolor, que sólo se mitigan al poner en palabras, al sacudirse el horror de los brazos salpicados. “Mi padre sigue manejándose en esta lógica de ‘eliminación al que piensa diferente’ y de ‘dueños de la verdad’. Esto queda gráficamente expresado en esta acción que él inicia contra mi persona, contra una hija desobediente que se niega a convalidar los crímenes que cometió”.
Parece duro lo que ya dijo, pero nada superará lo que está por venir. “En esta lógica de eliminación al que piensa diferente’ hoy, este padre está queriendo eliminar a su hija de la familia. Yo creo, señores jueces que si mi padre hoy tuviese una picana no dudaría en llevarme a un centro clandestino y suministrarme corriente eléctrica”. El silencio ensordece. Dijo eso que todos y todas acabamos de escuchar. También pide hablarle a él, que la escucha sin mover un músculo de su rostro. “Hay que ser cobarde para, en un centro clandestino, en una sala de torturas, maniatar, torturar y aplicar corriente eléctrica a seres humanos. Hay que ser cobarde para hoy, a 40 años de esos atroces crímenes, seguir guardando silencio acerca del destino de las víctimas que aún hoy permanecen desaparecidas frente al dolor intolerable que genera, no solamente a los familiares, sino también a la sociedad toda. Hay que ser cobarde… Y hay que ser hipócrita también para estar apelando al principio de legalidad y a los recursos que el sistema democrático otorga, para obtener beneficios personales”. Para Kalinec, que mira como maldiciendo desde su machismo esperable, no hay peor astilla de la de su propio palo.

Las víctimas

—Le dieron salidas temporarias al Doctor K —le dijo Miguel Ángel D’Agostino a su esposa, cuando el TOC le otorgó el beneficio.
—Y bueno… nos tendremos que ir del país —le respondió ella, con una mezcla de miedo y desamparo.

“Me están revictimizando a tal punto que le oculté a mi mujer que iba a venir acá”, dice D’Agostino en la audiencia, tras contar el diálogo que tuvo con su esposa, no en 1976, sino en noviembre del año pasado. No necesita suponer lo que haría Kalinec hoy si tuviera una picana en sus manos. “Lo sufrí durante seis días seguidos en El Olimpo”, dice con el aire entrecortado por estar viéndole la cara otra vez.
“Ustedes, señores jueces, tienen el rol de definir esta situación, así como la defensa y los fiscales tienen otros, y nosotros tenemos el peor seguramente: ser testigos”, señala. Lo interrumpe Analía: “Ser hijas tampoco es fácil eh”. Seguro que no será sencillo, como cierto es que hay un lugar único y lamentablemente insustituible, que es el de las víctimas. “Kalinec era un torturador intelectual que usaba la picana eléctrica como una prolongación de su cuerpo”, asegura D’Agostino, tal vez volviendo a sentir alguno de aquellos dolores físicos inimaginables.

—Le voy a ir pidiendo por el uso del tiempo, así podemos escuchar a todos —señala Borinsky.
—Que nos condicionen los tiempos, que no se divulgue, que no se pueda grabar, que no se pueda filmar… Acá hay gente que todavía no pudo contar lo que le pasó… 40 años después…

D’Agostino no completa la frase. No es necesario. Cede el lugar a Daniel Ricardo Mercogliano. De pelo canoso y una barba frondosa que casi se hace patilla, comienza casi retomando el discurso de su compañero: “Yo soy una de las víctimas que comenzó a hablar 37 años después. Uno, cuando viene a la justicia, siente cierta incomodidad, siempre piensa que está de más”, tira de arranque. “Yo me opongo, como ciudadano, a que este sujeto conviva en nuestra sociedad con libertad. Si el sujeto volvería a hacer otra vez lo mismo, estarían liberando a un asesino más”, indica con fervor el sobreviviente a cuatro campos de concentración. Recién habló en público de aquellos años en 2014.

La voz del genocida

—Señora defensora, ¿va a hablar su defendido? —pregunta Borinsky con solemnidad.
—No lo sé, no me lo ha indicado -responde la abogada.
—Señor Kalinec, ¿va a hacer uso de la palabra? —consulta directamente el juez, mientras mira la pantalla desde la que el Doctor K dice que sí, que quiere hablar.

El sonido aturde. Tal vez sea sólo porque sabemos quién habla. Pero no, la voz de Kalinec llega envuelta en acoples. “Acá estamos corriendo el eje. Estoy queriendo ver a mis nietos en mi domicilio particular. La única excluida de mi grupo familiar es Analía”, dice el Doctor K en pose de abuelito castigado sin razón. De manera desordenada, en poco tiempo, Kalinec se la rebusca para optimizar el tiempo. Intenta desacreditar el testimonio de D’Agostino. Señala a su hija por acusarlo falsamente. Desmiente sin demasiadas explicaciones las amenazas que recibió el periodista Juan Manuel Mannarino tras una nota sobre el Doctor K publicada en Infobae. Niega lo que sugirió Analía a La Retaguardia: que podría haber armas en el domicilio al que Kalinec quiere ir a jugar con sus nietos. Y también dice que Analía le canceló la chance de tener vínculo con su nieto Gino, que apenas lo conoció en su primer año de vida.

Al Doctor K le cuesta asumir que aquel ser todopoderoso enchufado a 220 voltios, hoy se ha convertido en un criminal de lesa humanidad condenado a cadena perpetua. Destellan aún algunas luces de aquella soberbia que encandilaba a sus víctimas hasta el terror. Pero termina la audiencia y volverá a su celda. Imposible hacer el intento de estar en su cabeza. Tal vez, sólo tal vez, le estén doliendo hasta los huesos por saber, bien en el fondo de su olvidado corazón, que su nieto Gino ya tiene 16 años y también lo rechaza; o que su hija brillante lo repudia con valentía, porque elige no enchufarse a 220, pero que está cargada con la furia de quienes ya no pueden enfrentarlo.