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Sandra Missori tenía 13 años cuando fue secuestrada junto a parte de su familia. En Campo de Mayo, cuando le preguntaban su nombre y ella lo daba, le pegaban y le decían que debía responder con un número, el 513. Su relato fue conmovedor. En la audiencia del pasado miércoles en este tramo de la Megacausa Campo de Mayo, también declararon Mónica y Daniel Gambella por la desaparición de su papá Juan Antonio; Laura Patricia Parra, por las desapariciones de su padre Carlos Raúl Parra y su madre Georgina del Valle Acevedo de Parra. (Por La Retaguardia)

✏ Redacción y crónica de la audiencia: Diego Adur
💻 Edición: Fernando Tebele

🖍️ Ilustración: Lorenzo Dibiase

Cuando entraron en la casa donde Sandra Missori estaba junto a su mamá Ema Battistiol, las sacaron de la cama de los pelos. Sandra escuchó cómo hacían lo mismo con su tía, Juana Colayago. Estaban buscando a su tío, Egidio Colayago. Él todavía no estaba en la casa, así que los militares, “vestidos con ropa verde, unos;, y azul claro, otros, todos con uniformes”, se quedaron vigilando hasta que volviera Battistiol. “Cuando llegó mi tío ni lo vimos entrar. Solo escuchamos sus gritos de auxilio. Nos hicieron vestir a mí, a mi mamá y a mi tía. Nos pusieron vendas en los ojos y nos sacaron. Ya era de día”. A Sandra y a su mamá las subieron a un auto diferente al de Egidio y Juana. Las colocaron en el piso del vehículo. “Mi tío me pidió perdón y me dijo que me quedara tranquila, que no me iba a pasar nada, que el tema era con él”.
Llegaron al lugar que después supieron era Campo de Mayo y separaron a Sandra del resto de su familia. “Me hicieron cambiar la ropa. Me dieron una ropa que me quedaba grande y estaba manchada con sangre. Me sacaron todas mis pertenencias, mi cadena de oro, mi documento y me sacaron mi nombre. Ya no era más Sandra. Me dieron el número 513. Me dijeron que me lo acordara. Me pusieron vendas y la capucha. Me arrastraron por un camino de tierra y viento. Escuchaba ramas, pájaros, como si fuera un bosque. Me metieron en un lugar y me tiraron a unos colchones finitos que había en el piso, sucios y con olor. Me encadenaron los pies al piso. Escuchaba los gritos de la gente, muriéndose”, declaró.
El relato de Sandra Missori fue muy conmovedor y contó con un nivel de detalle y precisión tan crudo como concreto. Por este caso declararon en una audiencia anterior las hermanas Lorena y Flavia Battistiol, las primas de Missori, hijas de Egidio y de Juana.
El tema del robo de su nombre fue para Sandra un hecho muy traumático que la acompañó durante el resto de su vida: “Cuando venían los celadores me preguntaban mi nombre. Yo respondía Sandra. Me golpeaban y me decían que yo no era más Sandra, era 513. Lo aprendí a los golpes. Esa fue mi primera tortura, me robaron mi identidad”, denunció.
En algún momento de su cautiverio, visitó a Sandra un celador “menos violento”, al que llamaban ‘El Negro’. Según la testigo, este represor “se asombró por lo chica que yo era”. Le sacó las vendas de los ojos, que estaban infectados, y le puso la capucha. Le dijo que mientras no fuera vigilada podía levantársela para respirar mejor. A partir de ese momento, Sandra consiguió ver muchas de las cosas que ocurrieron durante su cautiverio: “Pude ver dónde estaba. Había más de 20 personas, algunas ni se movían. El piso era de tierra y el techo de chapa”, recordó.
La testigo continuó relatando los episodios aterradores que pasó durante su cautiverio. “Tenía una rata comiendo la sangre de mis tobillos, que estaban dañados por las cadenas. Yo grité y alerté a uno de los celadores que estaba ahí. Le disparó a la rata y quedó muerta arriba mío. Como pude, la sacudí de mi cuerpo y quedó al lado mío”, contó.
Luego llevaron a Sandra a un lugar donde vio a Juana Colayago: “Mi tía estaba embarazada, tenía una panzota de 8 meses. Estaba atada, con la boca tapada y sin pantalones”. En el lugar había un torturador al que le decían ‘El Doctor’ que hacía preguntas a Sandra mientras torturaba a su tía: “La torturaba con un aparato eléctrico, después supe que era una picana. Se lo pasaba por la panza y ella se retorcía y abría grandes los ojos. Me preguntaban si yo sabía todas las personas que mi tío había matado y las bombas que él ponía en los trenes. No pude responder nada. Yo era muy chica. De hecho, fui con mi muñeca y la prendieron fuego”. Sandra se esforzó por recordar cada detalle del horror sufrido en esa sala de tortura. A Juana Colayago la continuaron torturando frente a los ojos de su sobrina hasta su muerte.
Para presenciar todo ese espanto le quitaron la capucha, y así pudo describir al torturador: “El Doctor tenía bigotes, era más bien alto y robusto”. También escuchó diversos apodos que la testigo recordó y mencionó en la audiencia, como Cepillo, El Negro, Alemán, Lanuse y Tigre.
En otro momento, Sandra fue expuesta a la misma tortura, pero esta vez con Egidio Battistiol: “Me sacaron la capucha. Tenían a mi tío atado a un árbol. Estaba muy ensangrentado y con la cabeza caída. Lo golpeaban con un palo con una cadena en la punta. Me preguntaban si sabía cosas y cada vez que yo decía que no, le seguían pegando. Ellos eran así, aparte de las torturas físicas usaban mucho la tortura psicológica. Hasta el día de hoy yo sigo cargando con la culpa, que no tenía, por esas muertes”, compartió después la testigo, ilustrando la crueldad sin límites con la que se consumó el genocidio.
Con la posibilidad de ver a través de la capucha que tenía puesta, Sandra memorizó la rutina que tenían sus captores. Antes de retirarse, un sacerdote los comulgaba “para que pudieran irse en paz”. A la noche, apagaban la única luz que había en la sala donde estaba ella, “un foco de luz en el techo” y todos los días pasaba un avión.
Desde su primer día de secuestro, Sandra lloraba constantemente y pedía ver a Ema. “Al tercer día me reunieron con mi mamá. Me arranqué la capucha y la abracé. Le hacía preguntas. Hasta que llegó Cepillo, que era muy agresivo, y me la arrancó diciéndole: ‘Yegua montonera, ¿vos qué hacés acá?’, y se la llevó”. A Sandra también la sacaron de su lugar habitual de reclusión y la ataron a un árbol, donde iba a ser vigilada por una persona: “Era un chico joven, con ropa distinta a la que llevaban los demás celadores. Debía estar haciendo la conscripción. Era invierno y hacía mucho frío”. Al custodio le habían ordenado que no le hablara a Sandra ni tuviera ningún tipo de contacto con ella. El joven le dio una manta que llevaba puesta y le dio de tomar un poco de agua. Cuando vieron que Missori llevaba esa manta, al captor lo retaron, enfurecidos, y le gritaron: “éstos tienen que morir como perros, sobre todo ésta que la prepararon de chica, guerrillera de mierda”.
Después de esa noche, a Sandra la regresaron al cuarto donde habían torturado a su tía frente a sus ojos: “Me sacaron el pantalón. Entró El Doctor con uno más. Me dijo que por no querer colaborar ahora iba a ver lo que se sentía (en alusión a la picana). Me la apoyó en la muñeca y me vibraba y quemaba. Después entró mi tío. Le sacaron la capucha y le preguntaron si me reconocía. Mi tío estaba desfigurado. Les dijo que yo no sabía nada. Le respondieron que ellos tenían información de que yo sí sabía, que había visto algo. Me cortaron las dos piernas y me pusieron una ratita que me empezaba a morder. Me hacían preguntas, otra vez, siempre las mismas.  Mi tío me gritó que dijera todo que sí. Si él ponía bombas, que dijera que sí, si mataba gente, que dijera que sí. Así nos tuvieron una eternidad”, dijo.
—¿Viste que sabías? Si hubieras hablado antes tu tía no su hubiera muerto y vos no hubieras pasado por esto —le dijo uno de los torturadores. La tortura psicológica ejercida sobre Sandra fue mucho más severa y perdurable que los daños físicos. Además de culparse a lo largo de su vida por las desapariciones de su tía y de su tío, Missori también se castigaba por no recordar los nombres de compañeros de trabajo de Egidio, que trabajaban en Mercedes Benz.
Después de esa tortura, Sandra fue atendida por una prisionera que era médica: “Se acercó una mujer con una voz muy suave que me trató muy bien y me curó. Le vi la cara. Sentía mucho por todo lo que me habían hecho. Se llamaba Silvia (Quintella, secuestrada en 1977) y también era prisionera. Tenía el pelo largo, lacio y negro. Me contó que trabajaba como médica en Beccar. Me dio un remedio y me dormí. Después me volvieron a poner la capucha y me llevaron a mi lugar de siempre.  Ya no lloraba. Se me habían secado las lágrimas”, relató la testigo.
Missori siguió contando las torturas a las que fue sometida en sus días de prisionera: “Me llevaron a un lugar, me dieron una pala y me pusieron a cavar. Vi que había un montón de personas muertas. Entre ellas identifiqué al muchacho que me había dado la manta y a mi tía, con su panza grande al aire. Me quise escapar y uno de los guardias me llevó de los pelos de vuelta a ese lugar”. En el año 2007, en un juicio, a la testigo le mostraron un mapa de Campo de Mayo y pudo identificar ese lugar donde estaban enterrados los cuerpos.
La desesperación de esa niña de 13 años no encontraba consuelo: “Le hablaba a Jesús. Le preguntaba qué había hecho yo para estar ahí. Él no me contestaba. Me contestaban los otros detenidos. Me decían que yo me iba a ir de ahí, que me iban a liberar”.

El final

“En total habrán sido cinco o seis días los que estuve ahí. Una noche me nombraron a mí. No lloré más. Pensé que ya era mi turno de morir. Me calmé. Había momentos en que deseé que me maten. Ya no podía aguantar las cosas que veía y las cosas que me hacían. Cuando me llamaron dije gracias Señor porque voy a estar en paz. Se acercó el sacerdote y me dijo que diga todos mis pecados para irme en paz, como hacía con todos los demás. Yo le pregunté que me diga cuáles eran mis pecados, porque yo no los sabía. Los detenidos le gritaban que me dejaran en paz, que no podían hacerle eso a una criatura”.
En ese momento, en lo que Sandra pensaba era la fila hacia su muerte “mi tío me tocó el hombro y me dijo que ya me iba. Me pidió perdón, que él se había equivocado, pero que la cosa era con él. También estaba mi mamá, que me dijo que ya nos íbamos a ir todos juntos”. Separaron a las personas en dos grupos y los pusieron en vehículos diferentes. Sandra estaba en uno con Ema y Egidio. “Estos son para volar”, escuchó decir sobre el destino de su grupo. Cuando estaban por irse llegó uno de los captores gritando que había un error. La agarraron del brazo y la subieron a otra camioneta. También a Ema. “Yo ya no hablaba más. Me imaginaba que era mi fin. Ahí reconocí la voz de mi mamá, fui hasta ella como pude y la abracé”, rememoró. Ese cambio de último momento, trazó la diferencia entre ser víctima de un vuelo de la muerte o sobrevivir.
La liberación de Ema y Sandra fue junto a dos hermanas, Adriana y Liliana Moreno. Las habían secuestrado junto a su mamá y su papá: “Nos tiraron en el asfalto y nos dijeron que nos quedemos ahí tiradas dos horas. Mi mamá y una de las chicas se sacaron la capucha porque ya no se escuchaba el auto. Me sacó la capucha a mí también. Nos habían dejado en Bernardo de Irigoyen y Camino (Real) Morón. Era cerca de casa y más cerca de la casa de las dos hermanas. Empezamos a correr hasta la casa de ellas. Entramos, tomamos algo caliente y decidimos irnos a casa. Estábamos a seis cuadras. Nos acompañó el hermano de las chicas. Cuando quisimos entrar a casa no pudimos. Estaba todo cerrado. Nos escuchó una vecina y nos abrió la puerta”, manifestó.
Luego de la liberación, la comunicación de Sandra con su mamá sobre lo que habían padecido fue muy escueta y solo le aseguró que el lugar dónde habían estado secuestradas era Campo de Mayo. Después, no quiso tocar nunca más el tema: “no me hizo atender por nadie y nunca me contó ni me preguntó nada sobre mí”.

(No más) Ciega, sorda y muda

“Me costó mucho declarar. Lo hice para ayudar a mis dos primas a encontrar a su padre. Yo salí de ahí con mucho miedo. Hasta que tuve mi ACV, hace 3 años, yo fui ciega, sorda y muda, como me dijeron los torturadores”, contó Sandra sobre su salud actual. Esta enfermedad que suele dejar secuelas, en su caso la ayudó a quitarse de encima algunas que le pesaban. “Después de mi ACV empecé a contar lo que había sufrido. Mi tortura fue vergonzosa. Me dolió que me sacaran mi identidad. Siempre viví con miedo. Durante 40 años dormí con la luz prendida. Hace poco aprendí a dormir en la oscuridad. Ellos me dejaron muerta en vida. No supe disfrutar de mis hijos. Después de eso no supe cómo ser feliz. Ellos me sacaron el saber ser feliz. La vuelta fue muy dolorosa. Me echaron del colegio frente a todos. La directora dijo que ahí, guerrilleros no entraban. A mi mamá la echaron del trabajo de toda su vida. En el barrio nos señalaban con el dedo y a algunos comercios no nos dejaban entrar. Lamento por mis primas que quedaron sin padres. Yo me quedé sin vida. Sin madre también, porque a partir de ese momento mi mamá se distanció muchísimo de mi y de sus nietos. Murió sola y mal”, recordó Sandra con total crudeza.
Si bien la testigo aseguró que “muchas cosas las dije hoy por primera vez”, ella declaró en distintos juzgados. En esas ocasiones, además de la identificación del lugar donde estaban los cuerpos enterrados, pudo reconocer a varios genocidas. Eso significó una especie de alivio: “A mis captores y mis torturadores tengo para decirles que me dan lástima. Que reciban mi perdón. Fueron mediocres y no tuvieron cerebro. Se creían con mucho poder, pero logré reconocerlos. Mi enfermedad me puede llevar en paz. Ya dije todo lo que siempre tuve que decir. Yo no soy culpable de nada”, cerró Sandra Missori en un testimonio impactante.

Mónica Gambella, la hija de Juan Antonio Gambella, Tony

Antes del testimonio de Missori, se escucharon otras voces. La primera fue la de Mónica Gambella. El secuestro de Juan Antonio Gambella ocurrió la noche del 17 de mayo de 1976 en Villa Ballester, partido de San Martín, Buenos Aires. Tony, como le decían, era militante de la JP en Escobar, y trabajaba en el Banco Provincia de Garín. Tenía 27 años.
Su hija, Mónica Gambella, describió un violento operativo llevado a cabo por aproximadamente 15 militares que entraron a su casa y amedrentaron a toda la familia. A su tío, Jorge Gambella, lo amarraron a una silla, le ataron cable de luz pelado en el pene y lo quemaron con cigarrillos. Su padre, también atado a una silla, fue golpeado salvajemente y le quemaron la espalda con cigarrillos. Esa noche también estaban en la casa sus hermanos y hermanas. Luego, contó el hostigamiento y persecución que recibió ella y toda su familia en los días posteriores al secuestro, donde los militares “seguían viniendo y molestando, amenazando que nos iban a matar”.
Más tarde declaró su hermano, Daniel Norberto Gambella, que al momento de la desaparición de Juan Antonio tenía entre 7 y 8 años. Daniel agregó que antes de la desaparición de su papá hubo un primer secuestro ocurrido el 24 de marzo de 1976, en Garín, donde vivían. De ese operativo, el testigo recuerda claramente a un hombre calvo, de traje y con una cicatriz en la frente. Se llevaron a Juan Antonio y regresó a la madrugada, muy golpeado. Luego se fueron a la casa de su padrino, en Villa Ballester. De ese primer secuestro, Juan Antonio no quiso hablar mucho. Solo mencionó que se habían equivocado de persona y que lo dejaron en un puente.
Daniel contó que su papá era militante social del barrio donde vivían y ayudaba mucho. Solucionaba cortes de luz, pintaba escuelas y recordó una anécdota donde un vecino le pidió plata para una garrafa de gas y como Juan Antonio no tenía le dio la garrafa que tenía en su casa. La mamá de Daniel se enojó porque no tenía con qué cocinar y Juan Antonio prendió un fuego con leña que juntaron para poder hacerlo. También habló de Héctor Martínez, un compañero del Banco Provincia de Garín desaparecido el 8 de mayo de 1976.
Del destino de Tony no pudieron saber mucho más. La última vez que alguien lo vio fue en la comisaría de Ingeniero Maschwitz. La madrina de Daniel hizo la denuncia en la comisaría de Villa Ballester. Su abuela investigó por todos lados, incluso fue a Francia a pedir por la aparición de su hijo, hasta que fue amenazada cuando estaba en un colectivo junto al testigo. Le dijeron que deje de hacer averiguaciones porque tenía que pensar en sus nietos.

La injusta tardanza

Luego fue el turno de Laura Patricia Parra, hija de Carlos Raúl Parra y Georgina del Valle Acevedo de Parra. Su hermana, Isabel, había declarado en una audiencia pasada.
Laura relató el secuestro de sus padres ocurrido el día 1° de septiembre de 1977, entre las 6 y 6:30 de la mañana. Golpearon la puerta de su casa y se anunció un tal Pequeñich, conocido de la familia. La casa estaba en Camacuá y Diego, Don Torcuato. Allí estaban ella, su hermana y su mamá. Su papá estaba trabajando en los talleres del Ferrocarril Belgrano Norte, en Boulogne. Tiraron la puerta abajo. Entraron dos o tres personas y una quedó afuera. Revolvieron todo, preguntaron por Carlos y se llevaron a su mamá. Dijeron que le iban a hacer unas preguntas. Cecilia, para tranquilizar a sus hijas, dijo que enseguida volvía. Estaban vestidos de civiles y con fusiles FAL.  Después del secuestro, fueron a lo de una vecina, María Esther Rodríguez, quien las recibió en su casa y llamó a su tía, María Rosa Parra.
El mismo día y casi a la misma hora, secuestraron a su padre de los talleres de Boulogne. Él era el presidente de la Unión Ferroviaria y le decían ‘Cacho’.
Sobre Pequeñich, la persona que utilizaron de “carnada” para que les abrieran la puerta, Laura dijo haberlo conocido una vez, para su cumpleaños de 15, un año antes del operativo. Después contó que Pequeñich fue a la puerta de la casa de su tía a preguntar por su papá, que ya estaba desaparecido.
En Campo de Mayo, Nilda Acosta, la mamá de Marcos Gómez, también testigo en la causa, escuchó el nombre de Parra en el centro clandestino de detención.
Para cerrar su declaración testimonial, Laura Patricia expresó: “Me parece injusto que hayan pasado tantos años para llegar a este juicio. Quiero que les quede grabado lo que era mi familia”, dijo mostrando una fotografía. “Esa era mi familia y me la arrebataron. No somos un número. Quiero que paguen lo que hicieron. No somos mi hermana y yo. Son 30 mil desaparecidos. A mí me arruinaron la vida. Es un dolor que no se borra nunca. Pido justicia por mi padre Carlos Raúl Parra y por mi madre Georgina del Valle Acevedo de Parra”, concluyó.
Después vendría el extenso testimonio de Missori. Como suele suceder en estos juicios, el horror del genocidio quedó expuesto con suma crudeza, con ese efecto sanador que, gracias a aportes desgarradores como el de  Sandra, es la mejor medicina contra el olvido.
Esas lágrimas que se le habían secado después de llorar tantas torturas, tampoco se vieron durante todo lo que duró su declaración testimonial. Sandra, de pelo rubio y corto, con anteojos grandes, describió ese horror con una entereza absoluta. Cada palabra salida de su boca tenía fuerza y consistencia. No hubo titubeos ni pausas. Era el resultado de la firmeza de una mujer que decidió soltar todo el terror padecido y deshacerse de la culpa que siempre cargó y nunca tuvo. Sobrevivientes y familiares de víctimas del Terrorismo de Estado coinciden en que dar testimonio es reparador, sanador. Para Sandra Missori, después de este miércoles, también fue una especie de victoria. De poder decirles a sus torturadores que allí estaba ella, relatando todo lo que le habían hecho.

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