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La Retaguardia

Crónicas del juicio -día 17- Piezas del rompecabezas

Por contraofensiva en Aldo Morán, Ana Testa, Armando Croatto, Crónicas del juicio, Federico Frías, Fernando Tebele, Gonzalo Cháves, Gustavo Molfino, María Inés Raverta

Con algunas rutinas alteradas, esta jornada del juicio sirvió para agregar tramos a varias historias ya abiertas en otros testimonios. Los cinco testigos del día agregaron datos acerca del operativo del Batallón de Inteligencia 601 en Perú, los secuestros en una casa de San Antonio de Padua y el contexto sindical en el que intentó operar Montoneros durante la Contraofensiva. (Por Fernando Tebele para El Diario del Juicio*) 

Fotos: Gustavo Molfino/DDJ
Foto de portada: Juan Carlos Villalba, después de su testimonio, junto a Gustavo Molfino (Paula Silva Testa)
Colaboración: Diana Zermoglio 

Esta mañana es diferente a las otras. Entre las rutinas de este juicio, la primera que ocurre cada martes es cuando los cinco imputados que están en Buenos Aires entran a la sala. Eduardo Ascheri, Jorge Bano, Jorge Apa, Raúl Muñoz, Roberto Dambrosi y Cinto Courtaux (escoltado por agentes del Servicio Penitenciario porque es el único que está preso), traspasan la puerta. Las pancartas con los rostros de los y las militantes que no están, se levantan bien alto. Los imputados miran al piso, indefectiblemente. Se entablan las comunicaciones por videoconferencia con Mar del Plata y Tucumán, donde están los otros dos imputados, Luis Firpo y Alberto Sotomayor, respectivamente. Los esfuerzos del sonidista nunca son suficientes para que los enlaces funcionen correctamente; el equipamiento de la sala es más precario de lo que el esfuerzo de todas las partes del juicio se merecen. En ocasiones parecen más eficientes las comunicaciones clandestinas que recuerdan los y las testigos -una carta guardada en un frasco en el hueco de un árbol del monte, por ejemplo- que una simple videoconferencia en la era digital. Antes de comenzar con los testimonios, el presidente del tribunal, Esteban Rodríguez Eggers, les dice: “los imputados están dispensados”. Los integrantes del Batallón de Inteligencia 601, acusados por los secuestros, desapariciones, asesinatos y todo tipo de vejaciones contra 94 personas, se levantan y comienzan a arrastrar sus pies hacia la puerta de salida. Otra vez se levantan las pancartas. Con cada mirada de los acusados que se clava en el piso, más se agigantan los rostros jóvenes que nunca envejecieron.
Pero esta mañana es diferente a las demás. Los imputados todavía no salieron. Llega el permiso del tribunal y comienzan a andar. La escena transcurre como siempre, pero hay algo que altera la rutina. Gonzalo Cháves está sentado en la silla para dar su testimonio. Entonces se cruzan por primera vez los imputados con un testigo listo para declarar. Tienen casi la misma edad. Cháves está por decir que tiene 80 años. Le pasan por al lado. El testigo los mira. Las otras miradas nunca sueltan el suelo. Hay una fuerte victoria simbólica en esa imagen.

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Gonzalo Cháves parece más joven que lo que cuenta. El cuello de una camisa a cuadros se monta sobre el pulover azul. Es un testigo de la querella mayoritaria, razón que altera otra vez la rutina. No es la fiscal la que comienza con las preguntas, sino el abogado querellante, Pablo Llonto.

—Gracias por venir a dar tu testimonio. Quería que le cuentes al tribunal, brevemente, si tuviste alguna actividad sindical en los años ’60 y ’70 y en los años de la Contraofensiva —da pie Llonto.
—Voy a pedir permiso para usar un ayuda memoria porque tengo muchas fechas y nombres que no recuerdo —arranca Cháves y hace un punteo rápido de varias décadas de historia—. Nací el 14 de agosto de 1939. Tengo 80. En 1963 ingresé a la Juventud Peronista de La Plata y fui miembro de la conducción. En 1964, ingresé a la empresa nacional de teléfonos. Ahí comenzó mi actividad gremial: fui delegado y también miembro de la mesa de conducción de esa actividad. A fines de 1972, la JP de La Plata resolvió por unanimidad sumarse a la organización Montoneros. El 8 de agosto, en 1974, en un raid de muerte, la organización paramilitar Triple A (Alianza Anticomunista Argentina) mató a 4 compañeros en La Plata. Gringo (Carlos) Pierini, dirigente petrolero; Luis Marcor, estudiante recién recibido de periodista; a mi padre Horacio Irineo Cháves, suboficial mayor del ejército (RE) y secretario general del PJ de La Plata, y a mi hermano Rolando Horacio (Cháves), que era técnico mecánico.

Con esa crudeza inicia su relato Gonzálo Cháves. “La Triple A también me fue a buscar a mi casa en Los Hornos. Me había mudado hacía unos meses así que zafé en esa oportunidad”, dice. Recuerda que su padre participó de un intento de levantamiento militar contra la autodenominada Revolución Libertadora, por lo que fue condenado a fusilamiento aunque, a última hora, “la fusiladora”, como se la conoce popularmente, lo perdonó. “Después de la muerte de mi hermano y mi padre, viví 10 años en la clandestinidad, hasta que llegó la democracia en el ’83. En marzo de 1977 nos fuimos del país con mi familia. Estuvimos en Roma y en Madrid. Participamos del lanzamiento del Movimiento Peronista Montonero, el 22 de abril de 1977 en Roma. En Madrid se formó el Bloque Sindical del Peronismo Montonero. Ahí me volví a encontrar con Armando Croatto, que lo conocía de la militancia sindical y conocí a José Dalmaso López y Aldo Morán (sobreviviente de la redada del 601 en Perú durante la Contraofensiva)“. Cháves relató la gira que emprendieron para denunciar, donde se los escuchara, las atrocidades del genocidio en Argentina. Pasaron por España, Argelia, Cuba, Ecuador y México con sus disertaciones. También estuvieron ante la OIT (Organización Internacional del Trabajo) “donde entregamos por primera vez una lista de dirigentes sindicales, delegados y activistas presos, muertos y desaparecidos. Además de una lista de todos los sindicatos intervenidos. Pedíamos en ese dossier el levantamiento de la intervención a los gremios y la CGT. Traje una fotocopia de ese documento”, busca entre sus papeles y lo levanta.

Intentos de asesinato en Europa

Sin prisa y con precisión, Cháves habla de sí mismo en tercera persona para contar la persecución de la Triple A en Europa. “El 12 de octubre de 1979, se presentaron ante la Comisión Interparlamentaria de Derechos Humanos, se presentaron tres detenidas-desaparecidas que habían estado en la ESMA y que fueron liberadas en el año ’78. Ellas eran Ana María Martí, Alicia Mirla de Pirles y Sara de Osatinsky. Denunciaron que a mediados de 1977 viajó a la conferencia de la OIT un grupo de tareas de la ESMA para asesinar a Gonzalo Cháves. En 1978 viajó otro grupo operativo a España, a cargo del Teniente de Navío Miguel Ángel Venancio, para asesinar a Armando Croatto”.

Destacó la lucha sindical activa apenas ocurrido el golpe. “Hubo resistencia en dos planos. En el legal y en el clandestino. A nosotros nos tocó el clandestino, porque nos buscaban para matarnos en el exterior”. Repasó los conflictos que se dieron durante la dictadura. “En el año ’76 hubo 89 conflictos que movilizaron a 192.000 trabajadores. En el ’77, 100 conflictos que movilizaron a 515.000 trabajadores. En el ’78, 40 conflictos que movilizaron 212.000 trabajadores. En el ’79, que es año de la huelga general, hubo 188 conflictos que movilizaron 1.800.000 trabajadores. En el año ’80, 271 conflictos que movilizaron 372.000 trabajadores”.

Huelga general

En su repaso, el dirigente sindical hace foco en la huelga general del 27 de abril de 1979. “No se entendía en Europa cómo un movimiento obrero intervenido podía hacer huelga. Yo tampoco nunca logré entenderlo: cómo se puede convocar a un paro nacional sin tener un sólo diario a favor, una sola central o sindicato sin intervenir. Son picardías”. Recordó la existencia del “grupo de los veinticinco. La dictadura dejó a un grupo de sindicatos sin intervenir porque pensó que eran pequeños. Los dividió en cuatro grupos. Cada uno de ellos estaba supervisado por un militar. Ese grupo tuvo la inteligencia de trabajar sobre la agenda de los militares. Eso no quiere decir que la acataran. No tenían posibilidad de imponer una agenda propia. Entonces agarraron la agenda de los militares y en esos resquicios de legalidad comenzaron a crecer y así se organizaron”. En su media hora de testimonio, Cháves deja claro por qué Montoneros puso especial énfasis en trabajar la pata sindical durante la Contraofensiva: consideraban que podían sumarse a la conflictividad existente para poder agitarla y potenciarla. La acción represiva lo evitó, y esparció el terror no sólo contra los dirigentes, a la vez intentó disciplinar a los trabajadores en los futuros conflictos. “Hasta que después vino la CGT Brasil con Saúl Ubaldini, que siempre se dice que le hizo catorce paros a la democracia, pero no se dice que le hizo ocho paros a la dictadura”, remarca antes de los aplausos del cierre.

Susana Brardinelli, la esposa del dirigente Armando Croatto, abraza a Gonzalo Cháves.


“Me parece que perdió”

El segundo turno es para Gabriela Chicolla. Fue nombrada por Ana Testa y su hija Paula Silva Testa cuando declararon por Juan Carlos Silva, una de las víctimas de la represión de la dictadura. Silva (compañero de Ana y padre de Paula), vivió el último tramo de su vida en la casa de “La Negra”, como le decían a Chicolla, que aclara que no era militante y que Silva compartió su casa, un taller de cuadros en Cerviño, entre Salguero y Scalabrini Ortiz (por entonces Canning) “había algún Canal de Televisión cerca”, dirá en referencia al 9.
“Él era muy metódico. Me decía, cuando se iba, que llegaba a las cinco de la tarde y volvía. Algunas noches me decía no vuelvo y no volvía, pero nunca me decía a qué salía, aunque yo sabía que él militaba. Él no trabajaba y se manejaba con fondos propios. Sé que había estado fuera del país, en el Líbano y España”, indica.
Dio cuenta de la rutina de la convivencia entre dos personas con vidas distintas. “No quería que le sacara fotos. Hasta las comunicaciones telefónicas eran complicadas, cuando quería hablar se iba a un teléfono público de la esquina”, dice desde su lugar de no haber sido militante. “Se levantaba a la mañana para hacer ejercicio en la terraza, como un soldadito. Después bajaba a mi negocio, un taller de cuadros, y parecía un marquero más”. Rápidamente llega al último día que lo vio, el de su desaparición. Él programó un viaje. Me dijo que se iba a ir a Brasil. Y que desde ya me iba a mandar un telegrama familiar. Que no podía decir más, que me llegaría en tres días diciendo ‘llegamos bien’ o ‘la tía está enferma’. Yo lo despedí en un micro desde Once. Me pidió que no lo mirara. A mí esas situaciones me ponían nerviosa porque no era de su disciplina, digamos, pero lo acompañé y subió al micro sin mirarme. Iba solo”, relató. Pero antes del tercer día tuvo novedades. “Al día y medio entra un señor a mi taller, que estaba como si estuviera sin dormir, con barba de dos días, desprolijo, desentonaba con la gente que venía a mi negocio. Y me dice, sin esperar su lugar: ‘Me manda Juan Carlos Silva’ y me da un sobre rosa con un papel del mismo color que decía: ‘Negrita, te quiero mucho. Dale a este amigo el paquete que te dije que le dieras a mi hermano. Nos vemos pronto’. Él me había dejado la orden de que no le diera a nadie ese paquete: `Lo vas a llevar a la casa de mis padres`. Me dio la dirección, vivían en el Chaco. Me dijo que era muy importante”. Chicolla recrea el diálogo con la persona que no está identificada, y que todo indica que podría tratarse de un militante secuestrado, obligado bajo tortura a buscar el paquete que Silva le había dejado a su amiga.

—Yo no tengo ningún paquete —cuenta que intentó cumplir el recado de su amigo.
—Señora, yo me lo voy a llevar de cualquier manera, así que por favor démelo —asegura que le dijo.

“A mí me dio mucho miedo. Dije, ¿qué será? ¿habrá un explosivo? —se vuelve a preguntar ahora mientras da testimonio—. Entonces me fui a la parte de atrás del local. Fui adonde estaba el paquetito, que yo había sido muy respetuosa y no había tocado. Entro al baño y ahí sí abro el paquete y veo que había una radio chiquita que tenía adentro unas gomitas y unos sellos del Registro Civil. La cerré de nuevo y se la llevé, y el señor se fue. En todos estos años nunca pude descular quién era este señor y de qué lado estaba. Si era un amigo o no era amigo del Negro”. Su testimonio sirvió para reforzar lo que ya habían relatado Ana Testa y Paula, la hija de Testa y Silva, que está presente en la sala, escuchando a la amiga de su padre contar las mismas cosas que les relató a ellas dos en varios encuentros.

—¿Para qué fecha fuiste a Chaco a la casa de la familia de Silva? —consulta Maximiliano Chichizola, abogado de la Secretaría de Derechos Humanos de la Provincia de Buenos Aires, también querellante en la causa.
—Yo tenía que llevar esa cajita. El viaje estaba concertado y yo tenía el pasaje en avión cuando se fue el Negro. Sería en la misma semana.
—¿Pudiste hablar con su familia?
—Sí, les conté todo.
—¿Y cuál fue el balance que hicieron ellos de lo que pasó? —consulta el abogado.
—”Me parece que perdió”, dijo el hermano. Yo supongo que ellos eran una posta y que alguien iba a pasar a buscar el paquete por ahí.

Mientras se levanta Gabriela, con su abrigo que parece más oscuro en contraste con su cabello ceniza, Paula, del lado del público, la espera con la foto de su papá pegada al pecho por sobre el amplio pulóver gris, para recibirla con un abrazo. El testimonio de Chicolla contribuye a reconstruir la caída de Silva, que nunca completó su viaje, porque fue secuestrado en el trayecto.

Paula Silva Testa durante el testimonio de la amiga de su padre, Juan Carlos Silva.

Recibiendo a Facundo

Teresita Elena González ingresa en la sala y toma asiento. Antes deja sus abrigos en el respaldo. Una chaqueta multicolor queda a la vista, como la prolijidad de su cabello corto. Está allí, como su pareja, que ingresará luego, para retomar los operativos que integrantes del Batallón de Inteligencia 601 realizaron en Perú, donde accionaba una de las bases desde las que se regresaba al país para la Contraofensiva. Teresita y Juan Carlos Villalba estaban en Lima, pero mantenían un perfil bajo. Llevaban adelante las relaciones políticas locales. Como estaba embarazada para la época del retorno, le pidieron que se quedaran allí reforzando los contactos. Pero el brazo feroz de la dictadura cerró su puño, inesperadamente, también en Perú. Como ya relataron en sus testimonios Gustavo Molfino, Roberto Perdía, Ana María Montoto Raverta y Joaquín Frías, entre otros, la secuencia de caídas obligó a los pocos sobrevivientes a escapar. A la casa de Teresita y Juan Carlos fue a parar Gustavo Molfino, un adolescente destrozado por haber sido testigo del operativo que secuestró a su mamá, Noemí Gianetti de Molfino. Teresita le dirá Facundo cada vez que lo nombre, porque así le llamaban en esa época. “Nos enteramos del operativo. Después viene el compañero Facundo a nuestra casa para que no le pasara nada. Nuestra casa era una casa segura. Podía estar ahí sin que lo buscaran”. Pero Facundo/Gustavo no estaba tan seguro de que no lo encontrarían. Molfino, que no deja de registrar con su cámara fotográfica, tampoco puede disimular que es un testimonio especial, porque lo lleva al momento del reciente secuestro de su mamá. Después de la audiencia, Molfino relató al Diario del Juicio que “estaba tan mal en ese momento, tan obsesionado con que iban a ir a buscarme, que me encerré en una habitación con dos granadas y una pistola. Practicaba a desenfundar, pero lo hice con balas. En una ocasión se me escapó un tiro. Ellos pensaron, por el estado en el que estaba yo en ese momento, que me había pasado algo a mí… y comenzaron a martillar la pared para disimular el ruido hacia afuera”. Molfino permaneció cerca de diez días en la casa. “Le teñí el pelo y le dimos un pasaporte para que pudiera salir del país”, agregó González, que dio cuenta del trabajo político que realizaron después de las caídas: “Juntamos firmas para que liberaran a los compañeros que habían sido detenidos”. También armaron la conferencia de prensa, a la que no asistieron por la misma cuestión del bajo perfil.

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Juan Carlos Villalba entra a la audiencia apenas después de su compañera. Se conocieron en el exilio de ambos y todavía conviven.
—¿Tiene algún interés especial en esta causa? —le consulta el juez Rodríguez Eggers, como a todas las personas antes de dar testimonio.
—Sí. Mi interés es que se hable la verdad. Que se instrumente la justicia. Que tengamos memoria, que no nos olvidemos de lo que pasamos, para que lo que yo vengo a testimoniar, que han sido cosas muy muy graves, no vuelva a suceder. Porque no es el primer caso de una familia que ha sido diezmada.
—En función de todo esto que usted me cuenta, además de lo que comentó de la verdad, en cuanto al alcance de la justicia y a no perder la memoria, ¿hay algún elemento que le impida manifestarse con la verdad?
—No.

“Nosotros queríamos una patria con igualdad y libertad, para que todos, independientemente de su desarrollo social, pudieran desarrollarse como ciudadanos útiles a la sociedad. Era el ideal nuestro. Conseguimos en Perú solidaridad y que se denunciara lo que estaba pasando en Argentina”, marca en el inicio.
Villalba es morocho, su pelo canoso está corto y usa anteojos. No se quita la bufanda gris del cuello. El abrigo oscuro impide ver la prenda violeta que apenas se vislumbra. Sí se resalta, en la solapa, la rosa roja tejida.
“Cuando se produce la detención de la madre de Gustavo Molfino y el de la otra compañera (Raverta), nos enteramos a través de esa periferia que nos permitía estar en conocimiento de la realidad pero no en contacto. Ahí, en la situación de emergencia, nos empezamos a conectar con compañeros de otras estructuras para poder denunciar a través de los medios. A Gustavo tratábamos de no dejarlo solo. Alguno de nosotros iba a realizar las gestiones y otro se quedaba. Algunas veces también tuvimos que dejarlo solo”, señala.
Villalba cada tanto se quita los anteojos con su mano izquierda, toma un pañuelito de papel con la derecha y se seca las lágrimas. Sobre todo cuando la fiscal Gabriela Sosti le pregunta por cómo recuerda que estaba Molfino: “muy conmocionado —dice, ahora conmovido él—. Recuerdo que nosotros tratamos de contenerlo. Era muy chiquito. Yo tenía 30 años, mi esposa 24 años, pero él parecía mucho más chico”.
Acerca de la salida de Molfino desde Perú, recuerda que una de las funciones que tenían como grupo era oficiar de control de llegada y salida segura a ese país. “Íbamos nosotros o alguna persona de nuestras relaciones de los partidos, también algunos argentinos que estaba con nosotros, para hacer un control de la salida y que subiera al avión libre, sin ningún problema”.
El testigo precisó que conoció a Aldo Morán (sobreviviente del operativo en Perú, que ya declaró en la causa) y a Armando Croatto, que también tuvo un paso por ese país. Ambos eran parte de la rama sindical de Montoneros. Villalba y González los presentaron a sus relaciones locales.

Desde Suecia

El último testimonio del día fue a través de una videoconferencia con la Embajada argentina en Suecia. A través de las imágenes, primero se pudo ver a un funcionario que tomó contacto con el presidente del tribunal. Rodríguez Eggers le pidió que acercara a Mariano Amarilla, uno de los cinco niños que fueron secuestrados en el operativo contra los hermanos Amarilla y sus compañeras e hijos/as, en una casa de San Antonio de Padua. El hecho fue el eje de la jornada anterior. Esta vez le toca al último de los niños Amarilla. Su mamá Susana Hedman ya declaró y ahora se acerca al televisor como si eso la acercara a su hijo. No fue fácil llegar al momento en el que el presidente del tribunal saludó a Mariano y el testigo respondió de manera que se escuchara en la sala. Cuando se pudo, el muchacho relató lo que construyó a través de su madre y su primo. “Yo recién había cumplido los 4 años. El primer recuerdo que yo me acuerdo de ese momento es que se lo llevan a mi viejo. Que dos hombres lo arrastran por la calle y se lo llevan en un coche. Eso es lo que yo me acuerdo. Eso me quedó grabado. Después, el resto, son recuerdos de Mauricio”, dice, en referencia a su primo, el mayor de los niños, que tenía 5 años.
Mariano nos acerca al verano del hemisferio norte. Tiene una remera negra de mangas cortas. Su pelo corto, lacio, peinado hacia un costado. Un par de anteojos grandes le cruza la cara. “Yo fui el primero de todos en volver a esa casa”, asegura. “Voy ahí con un amigo, que me ayuda, y fuimos a tocar la puerta de la casa. Había una vieja viviendo ahí que como no nos conocía no nos dejó entrar. Tengo fotos de eso”. Quiere mostrarlas y le dicen que al final de su declaración podrá hacerlo. Mariano comenzó su propia reconstrucción, intercambiando relatos con su primo Mauricio, en el año ’94, cuando vino a la Argentina. “Charlando con él, le comenté que me daban náuseas las barritas de chocolates, que no podía comerlas (se refiere a las Bananitas Dolca). Y él me dijo que era porque eso nos daban de comer en la casa a la que nos llevaron. No tenía memoria visual, pero sí el sabor de ese lugar. Para mí fue muy importante volver en el ’94 y reconstruir. También visitar la casa. No tenía la dirección justa, pero cuando pasamos, la reconocí en el momento. Lo que más me duele es todo lo que perdí. El contacto con la familia Amarilla, con los Hedman. De no tomar un mate, un café, hablar, algo… Ni tías ni nada. Y también el robo de la cultura y el idioma. Hoy en día, es más fácil para mí hablar en sueco que en castellano. Por supuesto sí recupero cosas por mi esfuerzo, pero nunca se puede recuperar todo”.
Cuando termina con las palabras, pasa a las fotos. Mariano se acerca a la cámara para que se vean lo mejor posible. El frente de la casa, 15 años después de los hechos. Su rostro adolescente. La búsqueda, que siempre es, en una familia, al paso que cada integrante le puede imprimir.
El cierre fue tan atípico como el comienzo. Si bien Susana Hedman recibe algunos abrazos, a falta de su hijo en el lugar, Mariano se levanta de la silla en Estocolmo, apenas si se da un apretón de manos con el funcionario de la embajada, antes de volver a la prolijidad sueca. Mientras tanto, aquí, se hace el intento de reparar en parte un genocidio. Estamos lejos de tener una sociedad equilibrada y justa. No somos tan prolijos ni ordenados. Pero el aire que se respira en este juicio cada martes tiene perfume de esperanza. Como en cada sala donde se juzga el genocidio.

*Este diario del juicio por la represión a quienes participaron de la Contraofensiva de Montoneros, es una herramienta de difusión llevada adelante por integrantes de La Retaguardiamedio alternativo, comunitario y popular, junto a comunicadores independientes. Tiene la finalidad de difundir esta instancia de justicia que tanto ha costado conseguir. Agradecemos todo tipo de difusión y reenvío, de modo totalmente libre, citando la fuente. Seguimos diariamente en https://juiciocontraofensiva.blogspot.com